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Hace unas horas la revista 442 ha publicado la lista de los mejores 100 entrenadores de la historia del fútbol. Claramente subjetiva, trivial y con ningún colombiano a la vista. Los criterios en los que se han basado para determinar el valor de cada entrenador es desconocido, pero debajo de cada nombre hay una breve descripción de sus logros y su aporte al fútbol. Un entrenador ha de ser perspicaz, motivador, debe ser elocuente y estratégico, y debe dar libertad a sus jugadores, sin libertad, es solo un tirano prepotente, pues al final del día, él no saltará al campo, no recibirá las patadas y tampoco marcará los goles; aunque sin su influencia, sin su análisis del juego, tampoco habría equidad, ni existiría la posibilidad de que los pequeños logren derrotar a los gigantes.
El número cinco es Pep Guardiola. El español ha inmortalizado su juego de posesión discriminativo, y su obsesiva relación con el control del juego a través del movimiento de la pelota. Su primera experiencia fue como entrenador del Barcelona B, donde salió campeón de La Liga y luego escaló de forma precipitada y acertada a dirigir al primer equipo. Su inicio fue trémulo y cuestionado, perdió los dos primeros partidos por la mínima diferencia y parecía no estar preparado, pero lo que siguió después fue una maravilla deportiva. Su Barcelona hizo soñar a los más pequeños, embelesó y perfeccionó su estilo de juego y logró conquistar dos Champions Leagues y tres Ligas seguidas. Luego de eso experimentó un poco en Bayern Múnich, donde consiguió ganar tres Ligas seguidas, para luego probar suerte en el Manchester City, su nuevo fetiche, al que ha llevado a conseguir cinco de siete ligas disputadas, y la añorada Champions League, el año pasado.
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Luego de Pep, está Bill Shankly, el número cuatro, la leyenda del Liverpool. Lo que hizo a Bill tan especial fue su forma autoritaria y satírica de dirigir al club. Fue su actitud liberadora y competitiva. Cuando llegó a Anfield el equipo tenía unas instalaciones deplorables, inhumanas, y jugaba en la segunda división. Bill, con sus chaquetas rojas y la cremallera al tope, rozando con su cuello fornido; sus guayos negros, clásicos, con dos líneas blancas al costado y sus pantalones anchos fue quien le dió esperanza al equipo, quien lo sacó de su decadencía fútil y pueril. Fue él quien los llevó a primera división y les dio un sentido de unidad. Gracias a él el uniforme es completamente rojo, “para que los rivales sientan miedo”. El británico, además, es el hombre que más partidos de los Reds ha dirigido, 783. Ganó tres ligas, dos copas de Inglaterra y cuatro Community Shields. Y en la entrada del estadio del Liverpool hay una estatua en su honor, que dice: “Él hizo a la gente feliz”.
El tercero es Johan Cruyff. Un hombre que abandonó al fútbol demasiado pronto. Un hombre que dio mucho a cambio de nada, o de la gloria eterna, que es lo mismo. Murió a los 68 años, víctima de un cáncer pulmonar. Cruyff fue muy influyente en el estilo del Barcelona, fue determinante, un antes y un después. Intuyó que debía superponer la calidad y la táctica al coraje y la capacidad física, e imprimió eso en su equipo, lujoso, magistral y perfecto en ocasiones. Johan conquistó 5 veces La Liga con el Barcelona, logró 2 con el Ajax, y la última edición que se hiciera de la Copa de Campeones de Europa, con el equipo español, en la edición 1991-1992. Siempre estaba elegante, con su traje holgado y sus zapatos de cuero, cafés y relucientes, siempre meditabundo, siempre analizando.
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Casi en la cima se ubica Rinus Michels, el maestro de Cruyff, el inventor del fútbol moderno, del fútbol total, de la idea preconcebida de un fútbol con posiciones relativas y eternamente quebrantables. Michels tuvo la brillante idea de liberar la capacidad creativa de sus jugadores, de evitar intimidarlos con tácticas aburridas y escuálidas que limitaban su capacidad de reacción y de entender el juego desde la cancha, de sentir la parálisis del rival, de entender la virulenta pelota y atacar cuando el instinto lo requería. Para él, cualquier jugador podía y debía adoptar otra posición si el desarrollo del partido y de la jugada lo requería, y confiaba en que otro jugador sería capaz de suplir esa nueva debilidad sin alterar la idea del equipo, que luego, tras un par de directrices volvería a adoptar su forma inicial. Sin él quizá no existirían Pep Guardiola o Johan Cruyff. Ganó cuatro Ligas con el Ajax, tres Copas de Países Bajos, y una liga con el Barcelona, entre otros trofeos.
El número uno sorprenderá a muchos y a otros simplemente les parecerá un trámite evidente, una redundancia inútil y hasta obvia. Sir Alex Ferguson está en lo más alto de la lista, no por su inmenso palmarés, sino por su envidiable carácter, sus ideas tácticas, y su inapelable entendimiento total del juego. Cuando llegó al Manchester United no logró nada, pasaron siete años para que el entrenador inglés alcanzará la gloria, o al menos para que empezará a rozarla con la yema de sus dedos carnudos. Ferguson logró alzar 13 veces el trofeo de la Premier League, cuatro FA Cups, y dos Champions Leagues. Dejó de entrenar en 2013, cuando dejó al equipo. El estadio se caía a pedazos, el rugido de los fanáticos era una mezcla de gratitud y desconsuelo absoluto, mientras el narrador coreaba sus títulos, y Sir Alex, destruido, toqueteaba con nerviosismo sus ojos y su quijada con la mano temblorosa, esforzándose por no llorar ante la multitud que lo animaba con vítores y agradecimientos, porque de hacerlo, no lograría irse. Ferguson siempre pensó en la perfección del juego y de los jugadores, que son lo realmente importante: “No creo que haya nada de malo en perder los estribos si es por las razones correctas. Si no alcanzaron sus expectativas en un juego. Porque todo se construye en torno a lo que esperamos, en cuanto al nivel de nuestra formación y las ambiciones del club. Mi experiencia con los seres humanos es que les gusta hacer las cosas de la manera más fácil. En el momento en que aceptes una mala actuación de ellos o un mal entrenamiento, lo volverán a hacer”.
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