Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El teléfono sonó en la paradisíaca isla de la Reunión, en el sureste africano, al oriente de Madagascar, en uno de los departamentos que pertenecen al ultramar francés. Ya no le importaba nada más, sus guayos se encontraban colgados. Sus tiempos dorados en el Bastia y Saint-Étienne de Francia estaban archivados. Tenía 38 años, andaba de vacaciones aguardando para ver el Mundial de Italia 1990 en su televisor a color. Había firmado un contrato para jugar en el modesto club Jeunesse Sportive Saint-Pierroise, de aquella tierra rodeada por agua. Al otro lado de la línea esperaba el personaje más ilustre de Camerún. “Ven, apúrate, Roger… Dicen que es importante”.
(Francisco Maturana: “A la selección Colombia procuro no verla”)
El atacante atendió la llamada. Era Paul Biya, presidente de Camerún desde 1982 hasta la fecha. El “estado de emergencia” lo había obligado a pasarle por encima al técnico de su selección, el soviético Valery Nepomnyashchy.
Los africanos contaban con una nómina talentosa para la Copa del Mundo, pero carente de rodaje internacional. Toda la responsabilidad del liderazgo recaía en los hombros del portero del Espanyol, Thomas N’kono. Se sentía un vacío en el vestuario. Y Paul tiró su elocuente, pero único decreto...
—Mira, Roger, yo sé que ya te retiraste, que estás de vacaciones, ¡pero el equipo te necesita!
—Pero presiden…
—Espera, espera… Solo necesito que seas un apoyo moral de los chicos, un referente del camerino, nada más. No me puedes decir que no…
No pudo decir que no. Agarró una maleta, mandó el contrato que acababa de firmar al carajo, guardó sus botines y abordó un avión para dirigirse a la concentración de la selección. Lo que no sabía era que ese sería el primer día del resto de su vida.
“A muchas personas les fue difícil entender su decisión, pero le estaré eternamente agradecido al presidente de la república porque me permitió experimentar emociones increíbles en la Copa del Mundo”, fueron las palabras de Roger Milla desde su natal Yaundé, capital de Camerún, donde vive el confinamiento, en diálogo con El Espectador. Puso su playlist con canciones de blues, salsa y zouk. Con su plato favorito: ndolè, un estofado hecho de nueces con variast clases de carnes y pescados. Escucha en inglés, pero responde en francés.
“El fútbol ha cambiado. Ya no hay esa voluntad de jugar para la gente, están menos involucrados. Ahora se juega por dinero”, reconoce.
El hombre que anotó uno de los goles que más fibras les ha movido a los hinchas de la selección colombiana comenzó a ganar monedas por jugar a la pelota cuando en su adolescencia se trasladó a la ciudad de Douala.
De los partidos barriales saltó al Écleir Douala y luego debutó con los Leopardos de esa región. En ese club, con el que ganó la Liga de Camerún con menos de veinte años, tomó la decisión de cambiar su apellido Miller por Milla, para que sonara más africano. Y antes de partir al balompié francés militó en el Tonnerre Yaoundé.
En el fútbol galo le costó en los primeros años. No logró consolidarse ni en Valenciennes ni en Mónaco. En Bastia triunfó y sus hinchas aún recuerdan un tanto que significó un título de la Copa de Francia. Después, teniendo que demostrar sus condiciones en segunda división, su registro de anotaciones superó las treinta por equipo, tanto en Saint Étienne como en Montpellier, conjunto en el que compartió con Carlos el Pibe Valderrama.
“Era un jugador particular, con gestos milimétricos. Podía poner la pelota donde la querías. Nos llevamos bien, porque cuando llegó no conocía bien la ciudad, así que yo lo ayudé”, contó el exgoleador que después tendría al colombiano como rival en los octavos de final de Italia 90.
Tras vencer en el debut a la Argentina de Maradona, que venía de ser campeona en México 86, Camerún enfrentó a Rumania, con Milla, otra vez, en el banco. Y a medida de que el encuentro se tornaba tosco, tenso, el entrenador Valery Nepomnyashchy pensaba en qué momento darle el ingreso a Milla. Fue al minuto 59 cuando pisó el césped del estadio San Nicola de Bari. Poco después peleó una pelota con su potencia, abrió el marcador y festejó bailando en el banderín del tiro de esquina. Una celebración espontánea que se convirtió en su marca registrada y que se inmortalizó en la cultura popular tras su posterior doblete a Colombia. Una mano a la cintura, otra con la palma abierta suspendida en el aire y una rebelión de caderas al ritmo del makossa, danza urbana de Camerún.
Y en el minuto 86 clavó un derechazo en el ángulo del arco rumano. Los europeos descontaron, pero los camerunenses aseguraron su clasificación. Una actuación que empezó a tejer la leyenda de Milla tras sumarse al equipo a última hora, por una cortesía presidencial.
Contra la agonizante Unión Soviética, Camerún se relajó y cayó 4-0. Ese estado no perduró, porque en octavos de final, frente a una de las mejores selecciones colombianas de la historia, los leones se refugiaron en el líder de la manada, el ‘viejito’ que estaba dando cátedra de fútbol en Italia. Ese ser especial que había dejado la comodidad de una isla para ayudar a sus compatriotas comenzó el encuentro, una vez más, en el banco.
Pero en la prórroga gambeteó y con un zurdazo clavó la pelota en el ángulo del primer palo de la portería defendida por René Higuita, en el minuto 106. Instantes después, el arquero antioqueño, ya jugando adelantado, en estado de anarquía por el cronómetro, le entregó el balón a Luis Carlos Perea, quien se lo regresó, también con una cuota de responsabilidad. Higuita controló e intentó eludir a Milla, pero él, con su astucia y experiencia, se lo robó y decretó el paso de Camerún a los cuartos de final. La cachetada final para un país que venía de sufrir el año más violento de su historia y que encontró en el fútbol la esperanza que la política y las bombas le habían quitado. De maquillaje serviría el posterior gol de Bernardo Redín.
“Junto a Valderrama, cuando estábamos en Montpellier, veía los partidos de Higuita porque la televisión francesa los pasaba. Mis entrenadores Peter Schnittger y Claude Le Roy siempre me dijeron que tenía que estar muy cerca de la línea central y del portero. Traté de seguir sus instrucciones y el éxito fue total, pese a que no esperaba que cometiera ese error. De todas formas felicité a los colombianos al final del partido. Tenían un gran equipo”, relata Roger, cuya calma para hablar contrasta con la fiereza con la que realizaba fortísimos remates y grandes zancadas que terminaban con la red a punto de estallar.
(Así se incubó el Fifagate, el escándalo más grande en la historia del deporte)
Milla, que en el papel sería un actor de reparto, un líder moral, terminó guiando a Camerún dentro de la cancha y lo convirtió en el primer país africano de la historia en llegar a los cuartos de final de un Mundial. Ahora la meta eran las semifinales. El peaje: la Inglaterra de Gary Lineker. El nerviosismo cobró factura a los 25 minutos, cuando los británicos rompieron el empate con un cabezazo de David Platt.
Roger ingresó en la segunda mitad y el efecto fue inmediato: a los 60 minutos fue derribado dentro del área y Kundé transformó el penalti en gol. Y cinco minutos después volvió a tirar magia con una imperial asistencia a Ekeké, quien puso el 2-1 a favor de los africanos. Nápoles, llena de ingleses, quedó en silencio. Pero Lineker les dio vida a los británicos con un tanto de penalti que obligó al alargue, en el que los ingleses, una vez más desde el punto blanco, tumbaron a los leones. Y a Milla, el alma del torneo.
“Técnicamente todavía era muy bueno, porque físicamente ya no podía jugar un partido completo, pero aún tenía esa inteligencia. Hoy confieso que no jugué mi mejor fútbol en los mundiales de 1990 y 1994. Si los hubiera jugado a los 26 o 27 años, habríamos sido campeones. Ya no tenía mis piernas de veinte años. Hacer un buen Mundial no es para todos”.
La inyección anímica de lo que representó esa Copa del Mundo para su país y su continente lo motivó a jugar por seis años más en las filas del Tonerre de Yaoundé de su país y el Perlita Jaya y el Bali, ambos de Indonesia.
Tampoco falló en Estados Unidos 1994, en el que con su gol a Rusia se convirtió, a los 42 años, en el jugador más longevo en anotar en un Mundial. Su legado, movimiento de caderas y baile quedó plasmado en Saga África, una canción en la que Yannick Noah, el extenista francés ganador del Roland Garros de 1983, reconvertido en artista, le hizo apología a él y a toda la selección de Camerún que conquistó al planeta en Italia.
Roger Milla, catalogado por la FIFA como el mejor futbolista africano del siglo XX, junto al liberiano George Weah, leyenda del AC Milan, fueron los hombres que globalizaron el balompié de su continente. Les abrieron la puerta de la élite de Europa a Samuel Eto’o, Didier Drogba, Yaya Touré, Mohamed Salah y Sadio Mané. Hoy Weah es el presidente de Liberia y a Milla también lo han postulado para ejercer ese cargo en Camerún. Y aunque no hay nada más dinámico que la política, él responde tajante: “En lo que se ha convertido Weah en su país está bien, pero no tengo ninguna aspiración política”.
Con el 9 blanco en su camiseta verde que se complementaba con una pantaloneta color sangre, el león Milla se inmortalizó en la memoria colectiva del fútbol colombiano y mundial. Con 68 años, ya no anhela más llamadas telefónicas relacionadas con el fútbol. La paz invade su interior porque no quedó con deudas respecto a goles memorables. “No quiero cambiar nada en mi carrera. Dios me creó así, así que no quiero cambiar nada”.
Sebastián Arenas- @SebasArenas10 y Thomas Blanco @thomblalin