Se cumplen 66 años de la Tragedia de Múnich
La historia del accidente aéreo que acabó con una de las mejores plantillas en la historia del Manchester United.
Juan Diego Forero Vélez
“¡Cristo! ¡No lo lograremos!” Gritó Ken Rayment, copiloto del Airspeed Ambassador de seis años de uso que se estrellaría unos minutos después contra una casa abandonada en Múnich, cerca al aeropuerto Múnich-Riem. James Thain, piloto del avión, no había podido detenerse a mirar el panorama que lo enfrentaba, estaba completamente absorto en los instrumentos de la cabina hasta que Ken gritó a su lado.
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“Bajé mi cabeza y esperé el impacto. Estaba convencido de que no lograríamos pasar en medio de la casa y el árbol”. En la parte trasera del avión viajaban los Busby Babes, amontonados al final de la nave por si había una colisión. El avión, gigantesco, se estrelló contra la casa, mientras el árbol que lo lindaba rasgaba como una tromba un costado del ave caída, ocasionando una erupción de combustible que prendió todo con unas llamas pérfidas y odiosas, ahogando los gritos de los que estaban dentro, de los que habían sobrevivido al primer impacto violento y súbito.
Ese fue el tercer intento de despegue. Apenas unos minutos antes, Thain y Rayment habían discutido con Bill Black, el ingeniero de la estación, que les había sugerido postergar el vuelo hasta pasada la noche. El equipo estuvo nervioso en todo momento, ansioso, distraído. Justo acababa de clasificar a las semifinales de la Copa de Europa por segundo año consecutivo, en su segunda participación.
Matt Busby había llegado al Manchester United para salvarlo de las cenizas. Old Trafford estaba completamente destruido tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Todos estaban sumergidos por completo en una utópica travesía. Su juego, su estilo, sus goles, su grandeza, todo parecía sacado de una historia de fantasía que no aminoraba la marcha en ningún momento, que lucía interminable.
La torre de control les informó que a las 15:04 expiraría su autorización de despegue, así que a las 15:03 decidieron intentarlo una vez más, seguros de que todo iría bien. Thain estuvo pálido durante el recorrido agónico encima de la pista. Cuando alcanzó la velocidad mínima para levantar el avión, 119 nudos, rezó para que siguiera aumentando, pero empezó a caer sin aparente explicación.
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“Estábamos girando y luego el avión se detuvo. Hubo un ruido infernal y luego un silencio total” recordó Thain. El avión no lo logró y todos los que estaban adentro sufrieron el mismo destino. El AC Milan los esperaría de forma indescriptiblemente abatida, formando un duelo sempiterno. El equipo de Sir Matt Busby había empatado 3-3 contra el Estrella Roja de Belgrado, en Yugoslavia, pero su ventaja en casa los había clasificado a la siguiente ronda. Un año antes habían perdido 5-3 contra el categórico e inalcanzable Real Madrid de Alfredo Di Stéfano y Paco Gento, tras dos duelos inolvidables que marcarían el comienzo de una ilusión nonata.
Los Busby Babes eran un equipo en reconstrucción que había alcanzado el estandarte de élite de forma precoz, los jugadores que hacían parte de sus filas tenían, en promedio, 22 años, y eran los mejores. Toda Europa estaba maravillada y atrapada en sus largas zancadas, en sus jugadas tácticas, en su compromiso y devoción. Fueron tal vez el equipo más amado por el mundo en su momento.
“Estoy segura de que aquellos que se fueron habrían querido que continuaras” le dijo Jean Busby a su esposo, tras verlo ocasionalmente culparse por la tragedia, tras ver cómo se marginaba por haber sobrevivido al evento, para detener sus intentos de olvidar el fútbol.
El BEA 609 tuvo un retraso de una hora en Belgrado e igual tuvo que hacer su parada para recargar combustible en Múnich. Johnny Berry había perdido su pasaporte. Al día siguiente tenían partido de liga. Todo el mundo estaba nervioso, ansioso, presuroso. Una hora de diferencia en el reloj. Unos minutos de perpetua agonía.
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“No era suficiente con tener a un grupo de buenos futbolistas jóvenes; tenían que tener un sentido de pertenencia” dijo alguna vez Jimmy Murphy, segundo entrenador del equipo durante esa época, que no viajó ese día. El Manchester United jamás, después de Busby, abandonó esa retórica, ese discurso bien formulado.
Años después fue Sir Alex Fergusson el que continuó impulsado la narrativa, único entrenador que ha estado más tiempo que Busby al frente del equipo. Ese Manchester United era una familia, había camaradería, complicidad, hermandad, amor. Ese día nevaba y la nieve caía ignota y autónoma sobre el suelo, sobre los escombros, sobre las almas abandonadas.
Las autoridades no tardaron en llegar, pero 21 personas murieron de forma instantánea. Mientras que Kenneth Rayment murió en una cama de hospital y Ducan Edwards, al que los que lo vieron jugar consideran el mejor jugador inglés de la época, lo hizo también bajo el cuidado médico, 15 días después.
Hace 66 años, un día como hoy pero más frígido y gélido, murieron Geoff Bent, Roger Byrne, Edde Colman, Mark Jones, David Pegg, Tommy Taylor y Liam Whelan, jugadores de aquel Manchester idílico y pionero. Murieron Walter Crickmer, Tom Curry y Bert Whalley, miembros del Staff del club. Al igual que Alf Clarke, Donny Davies, George Follows, Tom Jackson, Archie Ledbrooke, Henry Rose, Eric Thompson y Frank Swift, periodistas; y Tom Cable (miembro de la tripulación), Bela Miklos (agente de viajes ) y Willie Satinof, un fanático del equipo, amigo de Busby, que esa temporada había viajado con el equipo para todos sus compromisos europeos.
Y habrían sido muchas más víctimas fatales si Harry Gregg, arquero del plantel, no hubiese sentido aquel deseo irreprochable de exponerse a las flamas y al sufrimiento. Gregg volvió una y otra vez sobre sus pasos, luego de haberse salido del avión, para rescatar a sus compañeros y desconocidos. Harry salvó ese día a un bebé de 20 meses y a su madre embarazada. Corrió cuerpos, almas penitentes, ojos desdibujados. Pero nunca habló con firmeza y coraje sobre su valor, nunca impulsó la historia, trágica por sí sola.
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“¡Cristo! ¡No lo lograremos!” Gritó Ken Rayment, copiloto del Airspeed Ambassador de seis años de uso que se estrellaría unos minutos después contra una casa abandonada en Múnich, cerca al aeropuerto Múnich-Riem. James Thain, piloto del avión, no había podido detenerse a mirar el panorama que lo enfrentaba, estaba completamente absorto en los instrumentos de la cabina hasta que Ken gritó a su lado.
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“Bajé mi cabeza y esperé el impacto. Estaba convencido de que no lograríamos pasar en medio de la casa y el árbol”. En la parte trasera del avión viajaban los Busby Babes, amontonados al final de la nave por si había una colisión. El avión, gigantesco, se estrelló contra la casa, mientras el árbol que lo lindaba rasgaba como una tromba un costado del ave caída, ocasionando una erupción de combustible que prendió todo con unas llamas pérfidas y odiosas, ahogando los gritos de los que estaban dentro, de los que habían sobrevivido al primer impacto violento y súbito.
Ese fue el tercer intento de despegue. Apenas unos minutos antes, Thain y Rayment habían discutido con Bill Black, el ingeniero de la estación, que les había sugerido postergar el vuelo hasta pasada la noche. El equipo estuvo nervioso en todo momento, ansioso, distraído. Justo acababa de clasificar a las semifinales de la Copa de Europa por segundo año consecutivo, en su segunda participación.
Matt Busby había llegado al Manchester United para salvarlo de las cenizas. Old Trafford estaba completamente destruido tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Todos estaban sumergidos por completo en una utópica travesía. Su juego, su estilo, sus goles, su grandeza, todo parecía sacado de una historia de fantasía que no aminoraba la marcha en ningún momento, que lucía interminable.
La torre de control les informó que a las 15:04 expiraría su autorización de despegue, así que a las 15:03 decidieron intentarlo una vez más, seguros de que todo iría bien. Thain estuvo pálido durante el recorrido agónico encima de la pista. Cuando alcanzó la velocidad mínima para levantar el avión, 119 nudos, rezó para que siguiera aumentando, pero empezó a caer sin aparente explicación.
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“Estábamos girando y luego el avión se detuvo. Hubo un ruido infernal y luego un silencio total” recordó Thain. El avión no lo logró y todos los que estaban adentro sufrieron el mismo destino. El AC Milan los esperaría de forma indescriptiblemente abatida, formando un duelo sempiterno. El equipo de Sir Matt Busby había empatado 3-3 contra el Estrella Roja de Belgrado, en Yugoslavia, pero su ventaja en casa los había clasificado a la siguiente ronda. Un año antes habían perdido 5-3 contra el categórico e inalcanzable Real Madrid de Alfredo Di Stéfano y Paco Gento, tras dos duelos inolvidables que marcarían el comienzo de una ilusión nonata.
Los Busby Babes eran un equipo en reconstrucción que había alcanzado el estandarte de élite de forma precoz, los jugadores que hacían parte de sus filas tenían, en promedio, 22 años, y eran los mejores. Toda Europa estaba maravillada y atrapada en sus largas zancadas, en sus jugadas tácticas, en su compromiso y devoción. Fueron tal vez el equipo más amado por el mundo en su momento.
“Estoy segura de que aquellos que se fueron habrían querido que continuaras” le dijo Jean Busby a su esposo, tras verlo ocasionalmente culparse por la tragedia, tras ver cómo se marginaba por haber sobrevivido al evento, para detener sus intentos de olvidar el fútbol.
El BEA 609 tuvo un retraso de una hora en Belgrado e igual tuvo que hacer su parada para recargar combustible en Múnich. Johnny Berry había perdido su pasaporte. Al día siguiente tenían partido de liga. Todo el mundo estaba nervioso, ansioso, presuroso. Una hora de diferencia en el reloj. Unos minutos de perpetua agonía.
Lea también: Millonarios busca estadio, en El Campín hay conciertos de Karol G y Silvestre Dangond
“No era suficiente con tener a un grupo de buenos futbolistas jóvenes; tenían que tener un sentido de pertenencia” dijo alguna vez Jimmy Murphy, segundo entrenador del equipo durante esa época, que no viajó ese día. El Manchester United jamás, después de Busby, abandonó esa retórica, ese discurso bien formulado.
Años después fue Sir Alex Fergusson el que continuó impulsado la narrativa, único entrenador que ha estado más tiempo que Busby al frente del equipo. Ese Manchester United era una familia, había camaradería, complicidad, hermandad, amor. Ese día nevaba y la nieve caía ignota y autónoma sobre el suelo, sobre los escombros, sobre las almas abandonadas.
Las autoridades no tardaron en llegar, pero 21 personas murieron de forma instantánea. Mientras que Kenneth Rayment murió en una cama de hospital y Ducan Edwards, al que los que lo vieron jugar consideran el mejor jugador inglés de la época, lo hizo también bajo el cuidado médico, 15 días después.
Hace 66 años, un día como hoy pero más frígido y gélido, murieron Geoff Bent, Roger Byrne, Edde Colman, Mark Jones, David Pegg, Tommy Taylor y Liam Whelan, jugadores de aquel Manchester idílico y pionero. Murieron Walter Crickmer, Tom Curry y Bert Whalley, miembros del Staff del club. Al igual que Alf Clarke, Donny Davies, George Follows, Tom Jackson, Archie Ledbrooke, Henry Rose, Eric Thompson y Frank Swift, periodistas; y Tom Cable (miembro de la tripulación), Bela Miklos (agente de viajes ) y Willie Satinof, un fanático del equipo, amigo de Busby, que esa temporada había viajado con el equipo para todos sus compromisos europeos.
Y habrían sido muchas más víctimas fatales si Harry Gregg, arquero del plantel, no hubiese sentido aquel deseo irreprochable de exponerse a las flamas y al sufrimiento. Gregg volvió una y otra vez sobre sus pasos, luego de haberse salido del avión, para rescatar a sus compañeros y desconocidos. Harry salvó ese día a un bebé de 20 meses y a su madre embarazada. Corrió cuerpos, almas penitentes, ojos desdibujados. Pero nunca habló con firmeza y coraje sobre su valor, nunca impulsó la historia, trágica por sí sola.
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