Suramérica y el monopolio de la gambeta
Reflexiones sobre los estilos de juego a propósito de la Eurocopa y la Copa América.
Eduardo Ustáriz / ustarizfilm@gmail.com / @10Kundera
En algún lugar de la noche, Joaquín Sabina canta un lamento: “Quién me ha robado el mes de abril, cómo pudo sucederme a mí”. Es la misma sensación que ronda las conversaciones, de voces o números binarios, sobre el fútbol que se está jugando en esta Copa América. La gente se pregunta dónde está la gambeta, quién la escondió en un cofre y la tiró al mar. Que por qué en los potreros ahora hay un Carrefour. Que por qué entre Caminito y Copacabana hay una hilera de avisos que rezan “prohibido jugar a la pelota”.
¿Es así? ¿Nos hemos olvidado de la gambeta en Suramérica? ¿Y es que acaso era nuestro monopolio? La idea de la gambeta como patrimonio identitario del fútbol suramericano nació hace un centenar de años, mitad ficción, mitad verdad. Era una época en la que las identidades nacionales de los bisoños países de la región estaban forjándose y cualquier forma de expresión era susceptible de ser vestida de idiosincrasia. Pasó con la música y pasó también con el fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay.
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Los británicos habían traído a estas tierras su deporte, primero en forma aficionada, y luego profesional, con las giras de los equipos de principios del siglo XX. Entre uno y otro, por repetición, admiración y condiciones propias del contexto suramericano, en el que el fútbol se jugaba más en callejones, potreros, playas y recovecos que en canchas reglamentadas y pulidas para su práctica, surgió una forma autóctona de jugar fútbol que tomaba elementos de la cultura de juego de sus creadores, pero era distinta, también porque la contextura física de los nuestros, más currutacos, impedía jugarlo así como ellos lo habían pensado.
En ese coctel de circunstancias casuales, el jugador suramericano comenzó a inventarse un fútbol en el que había que esquivar obstáculos y piernas. Y en eso, nuestro trazo hacia el gol se llenó de improvisación y desvíos, en lugar del rectilíneo y calculador fútbol profesional de los Smith, Johnson, Williams o Jones. Nosotros, de este lado del Atlántico, gambeteamos. Y esa distinción estilística fue usada por los escritores de la ficción que son nuestras identidades para hablar de nuestra unicidad: el malandraje brasileño, la viveza criolla. Así éramos y por eso jugábamos así. El suramericano gambeteaba y el europeo no.
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La sentencia, que todavía resuena en el imaginario colectivo, tenía rasgos de verdad: los británicos, que también driblaban, no lo hacían como nosotros. Ellos buscaban superar por velocidad y potencia a sus pares, sin rehusar el choque, mientras que nosotros lo hacíamos evitándolo, buscando engañar al otro; lo que provocaba un juego más plástico, más artístico.
Pero no fuimos los únicos. A lo largo de la cuenca del río Danubio, en Europa central, ocurrió un fenómeno similar. En la mitología del juego danubiano también se cuenta esa historia: las giras de los profesionales británicos, los niños flaquitos que los admiraban y que como no podían jugar en los clubes y colegios, lo hacían en los lotes vacíos de la ciudad no urbanizada, por lo que desarrollaron una técnica propia, diferente a la de los inventores, basada en el artilugio y la fantasía.
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Y ocurrió que ese fútbol gemelo empezó pronto a ser el mejor y ganarle al de los británicos, y el secreto detrás de ello se regó en una diáspora de jugadores y entrenadores suramericanos y del Danubio viajando por el mundo. Y más pronto que tarde todos empezaron a gambetear sin necesidad de cumplir con requisitos de denominación de origen. ¿No gambeteaban Best y Sekularac? ¿No gambeteaban Cruyff y Amancio, el español? ¿No lo hacían Keegan y Djazic? ¿Dalglish y Conti? ¿Chalana y Giresse? ¿Savicevic y Baggio? ¿Figo y Zidane? ¿No lo hacen Hazard y Grealish?
Es cierto que el fútbol contemporáneo amenaza con volverse fordista en demasía, privilegiando la estandarización de procesos en términos de eficacia, olvidándose de que el fútbol es tanto deporte como juego y que por eso es también un espacio de expresión individual y colectiva. El paradigma táctico dominante del momento pone el énfasis en sucesiones de pases y controles, en minimizar el riesgo de perder el balón y creando secuencias de ataque desde la pizarra que buscan aumentar las probabilidades de que una jugada pueda terminar en gol y que, en caso de no hacerlo, eso no signifique un ataque sencillo del rival.
Así, desde las etapas de formación se ha cortado la libertad para crear e improvisar de los jugadores, lo que se traduce en menos futbolistas atreviéndose a tomar los riesgos que suele traer gambetear u otras artes de inventiva. No es solo en Suramérica donde la pregunta sobre qué ha pasado con esos jugadores aparece. En Europa también están preocupados, especialmente en España, adalid de la cultura táctica que impregnó todo el fútbol de los últimos años y que hoy vive una crisis en su fútbol doméstico, porque los equipos especulan aunque tengan el balón.
El fútbol suramericano vive siempre bajo sospecha por no tener el dinero para que los mejores jueguen acá, sean nuestros o no. La dinámica del mercado, que inició el éxodo en la década de 1980 y se afianzó con la sentencia Bosman de 1995, creó una crisis profunda en todos nuestros estamentos. Si el jugador irreverente y fantasioso que la descosió en las canchas nuestras no tiene el mismo rendimiento jugando en las de allá, dudamos. ¿Somos tan buenos? Los coyunturales resultados en las últimas Copas del Mundo también han afectado nuestra autopercepción. ¿Son nuestras tradiciones competitivas? Y la respuesta, sin embargo, la tenemos frente a nuestros ojos: Neymar y Messi son los mejores del mundo. Juegan fútbol contracultura. Se atreven, arriesgan, inventan, gambetean. Más que nadie. La salvación del fútbol suramericano tiene muchas aristas, pero en el centro debe estar esa: creer en nuestros mitos. Y volver a aprender a disfrutarlos. No tenemos el monopolio de la gambeta, pero para ser los mejores quizá deberíamos creerlo.
Eduardo Ustáriz / ustarizfilm@gmail.com / @10Kundera
En algún lugar de la noche, Joaquín Sabina canta un lamento: “Quién me ha robado el mes de abril, cómo pudo sucederme a mí”. Es la misma sensación que ronda las conversaciones, de voces o números binarios, sobre el fútbol que se está jugando en esta Copa América. La gente se pregunta dónde está la gambeta, quién la escondió en un cofre y la tiró al mar. Que por qué en los potreros ahora hay un Carrefour. Que por qué entre Caminito y Copacabana hay una hilera de avisos que rezan “prohibido jugar a la pelota”.
¿Es así? ¿Nos hemos olvidado de la gambeta en Suramérica? ¿Y es que acaso era nuestro monopolio? La idea de la gambeta como patrimonio identitario del fútbol suramericano nació hace un centenar de años, mitad ficción, mitad verdad. Era una época en la que las identidades nacionales de los bisoños países de la región estaban forjándose y cualquier forma de expresión era susceptible de ser vestida de idiosincrasia. Pasó con la música y pasó también con el fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay.
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Los británicos habían traído a estas tierras su deporte, primero en forma aficionada, y luego profesional, con las giras de los equipos de principios del siglo XX. Entre uno y otro, por repetición, admiración y condiciones propias del contexto suramericano, en el que el fútbol se jugaba más en callejones, potreros, playas y recovecos que en canchas reglamentadas y pulidas para su práctica, surgió una forma autóctona de jugar fútbol que tomaba elementos de la cultura de juego de sus creadores, pero era distinta, también porque la contextura física de los nuestros, más currutacos, impedía jugarlo así como ellos lo habían pensado.
En ese coctel de circunstancias casuales, el jugador suramericano comenzó a inventarse un fútbol en el que había que esquivar obstáculos y piernas. Y en eso, nuestro trazo hacia el gol se llenó de improvisación y desvíos, en lugar del rectilíneo y calculador fútbol profesional de los Smith, Johnson, Williams o Jones. Nosotros, de este lado del Atlántico, gambeteamos. Y esa distinción estilística fue usada por los escritores de la ficción que son nuestras identidades para hablar de nuestra unicidad: el malandraje brasileño, la viveza criolla. Así éramos y por eso jugábamos así. El suramericano gambeteaba y el europeo no.
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La sentencia, que todavía resuena en el imaginario colectivo, tenía rasgos de verdad: los británicos, que también driblaban, no lo hacían como nosotros. Ellos buscaban superar por velocidad y potencia a sus pares, sin rehusar el choque, mientras que nosotros lo hacíamos evitándolo, buscando engañar al otro; lo que provocaba un juego más plástico, más artístico.
Pero no fuimos los únicos. A lo largo de la cuenca del río Danubio, en Europa central, ocurrió un fenómeno similar. En la mitología del juego danubiano también se cuenta esa historia: las giras de los profesionales británicos, los niños flaquitos que los admiraban y que como no podían jugar en los clubes y colegios, lo hacían en los lotes vacíos de la ciudad no urbanizada, por lo que desarrollaron una técnica propia, diferente a la de los inventores, basada en el artilugio y la fantasía.
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Y ocurrió que ese fútbol gemelo empezó pronto a ser el mejor y ganarle al de los británicos, y el secreto detrás de ello se regó en una diáspora de jugadores y entrenadores suramericanos y del Danubio viajando por el mundo. Y más pronto que tarde todos empezaron a gambetear sin necesidad de cumplir con requisitos de denominación de origen. ¿No gambeteaban Best y Sekularac? ¿No gambeteaban Cruyff y Amancio, el español? ¿No lo hacían Keegan y Djazic? ¿Dalglish y Conti? ¿Chalana y Giresse? ¿Savicevic y Baggio? ¿Figo y Zidane? ¿No lo hacen Hazard y Grealish?
Es cierto que el fútbol contemporáneo amenaza con volverse fordista en demasía, privilegiando la estandarización de procesos en términos de eficacia, olvidándose de que el fútbol es tanto deporte como juego y que por eso es también un espacio de expresión individual y colectiva. El paradigma táctico dominante del momento pone el énfasis en sucesiones de pases y controles, en minimizar el riesgo de perder el balón y creando secuencias de ataque desde la pizarra que buscan aumentar las probabilidades de que una jugada pueda terminar en gol y que, en caso de no hacerlo, eso no signifique un ataque sencillo del rival.
Así, desde las etapas de formación se ha cortado la libertad para crear e improvisar de los jugadores, lo que se traduce en menos futbolistas atreviéndose a tomar los riesgos que suele traer gambetear u otras artes de inventiva. No es solo en Suramérica donde la pregunta sobre qué ha pasado con esos jugadores aparece. En Europa también están preocupados, especialmente en España, adalid de la cultura táctica que impregnó todo el fútbol de los últimos años y que hoy vive una crisis en su fútbol doméstico, porque los equipos especulan aunque tengan el balón.
El fútbol suramericano vive siempre bajo sospecha por no tener el dinero para que los mejores jueguen acá, sean nuestros o no. La dinámica del mercado, que inició el éxodo en la década de 1980 y se afianzó con la sentencia Bosman de 1995, creó una crisis profunda en todos nuestros estamentos. Si el jugador irreverente y fantasioso que la descosió en las canchas nuestras no tiene el mismo rendimiento jugando en las de allá, dudamos. ¿Somos tan buenos? Los coyunturales resultados en las últimas Copas del Mundo también han afectado nuestra autopercepción. ¿Son nuestras tradiciones competitivas? Y la respuesta, sin embargo, la tenemos frente a nuestros ojos: Neymar y Messi son los mejores del mundo. Juegan fútbol contracultura. Se atreven, arriesgan, inventan, gambetean. Más que nadie. La salvación del fútbol suramericano tiene muchas aristas, pero en el centro debe estar esa: creer en nuestros mitos. Y volver a aprender a disfrutarlos. No tenemos el monopolio de la gambeta, pero para ser los mejores quizá deberíamos creerlo.
Eduardo Ustáriz / ustarizfilm@gmail.com / @10Kundera