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MIS EXPERIENCIAS COMO APRENDIZ DE CARNICERO, ALBAÑIL Y ASCENSORISTA. VÍCTOR ME ABRIÓ LOS OJOS. ¡YO APRENDÍ A CORRER EN GÁLAPAGO DE HIERRO! ENTRENAMIENTOS CON BAILE Y CIGARRILLOS EN EL CLUB SAETA. ¡Y, POR FIN, MI PRIMERA CARRERA!
Porque ganaba más había cambiado la heladería por el granero. Y porque todavía era posible ganar más, cambié a los seis meses el granero por un expendio de carne. En La Bandera Blanca, una carnicería moderna, con un congelador del tamaño de mi dormitorio actual y servicio a domicilio, me recibieron como repartidor en bicicleta, con sesenta pesos mensuales. Comencé a aprender los numerosos secretos de la bicicleta, no porque tuviera la aspiración de ser ciclista —en una época en que no se hablaba de ciclismo deportivo— sino porque la destreza en el manejo de mi bicicleta debía considerarse como un progreso en mi oficio de repartidor. Después del accidente de mi primer día en el granero, del cual me repuse con tres o cuatro magulladuras leves, no volví a sufrir ningún otro percance ciclístico, pues en poco tiempo aprendí las reglas del tránsito y fui experto en el manejo del vehículo. Pero no sentía ningún placer sobre la bicicleta. Al contario, habría preferido andar a pie, si de a pie hubiera podido repartir la carne con tanta rapidez como lo hacía sobre dos ruedas. Por eso, al poco tiempo de trabajar en La Bandera Blanca, me había dado cuenta de que era mejor negocio ser carnicero que repartidor. Y me dispuse a ser carnicero.
El aprendiz de carnicero
Entonces fue cuando aprendí a volar en bicicleta. Mientras más rápidamente hiciera mis mandados, más tiempo me sobraba para aprender a distinguir y separar las diferentes clases de carne de una res. Por eso el propietario de la carnicería dice ahora que fui un magnífico empleado: en muy pocos minutos era capaz de llevar una libra de carne solicitada por teléfono desde cualquier sitio de la ciudad y estar de regreso en el expendio para recibir mi diaria, larga y complicada lección de carnicería. Aún hoy podría ejercer la profesión de carnicero, pues no he olvidado que un novillo tiene quince clases de carne diferentes, y sé cómo separarlas con el cuchillo y calcular su peso exacto antes de ponerlas en la báscula. Pero el caso es que mientras más progresaba en el aprendizaje de la carnicería, más me entusiasmaba con la perspectiva de mi nuevo oficio, y más rápidamente andaba en la bicicleta que pensaba abandonar para siempre en pocos meses. Así fue como aprendí a desarrollar grandes velocidades. Y fue así como progresé en la profesión de ciclista, creyendo que progresaba en la de carnicero.
Y el aprendiz de albañil
Definitivamente instalada en Medellín, mi familia también progresaba. Siempre hemos sido muy unidos en la casa. Con los escasos ahorros de todos —y especialmente con los de mi padre, que negociaba con productos agrícolas— nosotros mismos construimos una casa de adobe y tejas en el barrio Nacional. Los sábados en la tarde, mis hermanos y yo aprendimos a manejar el palustre y a pegar con mezcla bloques de adobe. De manera que también pasé por el oficio de albañil, hasta cuando la casa estuvo terminada y nos metimos a vivir en ella.
Pero ninguno de mis hermanos persistió en ese oficio: cansados de empacar helados, ellos también vinieron a trabajar en La Bandera Blanca. Yo había cumplido quince años. Compré mis primeros pantalones largos. Todos los sábados iba a cine, especialmente —como ahora— a las películas habladas en español. Tenía amigos en casi toda la ciudad. Algunos de ellos, que me acompañaban los sábado en la tarde, sabían que en numerosas ocasiones me quedaba a dormir en la carnicería. Por eso creyeron, un día de 1946, que me habían asesinado a puñaladas.
El día que me creyeron muerto
La cosa ocurrió de este modo: una noche fue asaltada la carnicería y descosido a puñaladas otro aprendiz que dormía en el establecimiento. Pero el cuerpo no fue hallado la primera mañana. Lo habían encerrado en el congelador y por casualidad nadie penetró a ese lugar durante doce horas. Dos días después del asalto, uno de los empleados abrió el congelador y encontró al muchacho boca abajo, tirado en el suelo, con la ropa manchada de sangre negra y endurecida de hielo. Yo estaba haciendo un mandado en el momento del hallazgo. En medio de la confusión, tratando de abrirme paso a través de la multitud que se agolpaba a la puerta de la carnicería, llegué en mi bicicleta en el preciso instante en que el cuerpo era transportado en una camilla hasta la ambulancia. A un desconocido del grupo le pregunté qué pasaba. Y me respondió sin pestañar:
— Nada. Que mataron a Ramón Hoyos.
Víctor me abrió los ojos
En la misma acera y en la misma cuadra de la carnicería, había un taller de reparación de bicicletas. Era un cuarto de madera, con incontables repuestos colgados en las paredes, entre las enmarcadas fotografías de artistas de cine. Allí se reunían a conversar todas las tardes los muchachos del barrio. Allí se reparaban las bicicletas de la carnicería. Y allí oí hablar, por primera vez en mi vida, del ciclismo deportivo. Entonces —a los 16 años— supe que una bicicleta puede servir para muchas cosas diferentes de repartir la carne.
Fue como si me hubieran abierto los ojos: me di cuenta de que en la bicicleta podía llegarse más lejos de lo que yo creía. Casi todo ese entusiasmo me lo infundió el mecánico, Víctor Betancourt, a quien debo y agradezco mi primer impulso de hacerme campeón.
“Esta bicicleta es mía”
Entusiasmado con el ciclismo deportivo, compré mi uniforme y comencé mis entrenamientos informales, en 1948. Milagrosamente, se me salió de la cabeza la idea de ser carnicero. Necesitaba progresar por otro lado, en un oficio que no me ocupara todo el tiempo, que no me agotara físicamente y que me permitiera seguir progresando en el ciclismo. Como una recomendación del propietario de La Bandera Blanca, fui a la fábrica de tejidos Coltejer. Me admitieron como obrero en el salón número cinco, de oficios varios. Y allí progresé rápidamente. A las tres semanas me aumentaron un centavo semanal. A los tres meses, me aumentaron dos pesos. A los seis meses, dos pesos más. Pasaba de una trabajo a otro, dentro de la fábrica, a una velocidad que se notaba siempre, menos cuando fui el conductor del lento y pesado ascensor de carga, que demoraba siete minutos para subir dos pisos. Después de un año de trabajo en la fábrica estaba ahorrando cinco pesos semanales. Tres meses después estaba ahorrando siete. Antes de cumplir quince meses había ahorrado ciento setenta pesos. En abril de 1949 —¡por fin!— compré mi primera bicicleta: una negra y casi nueva bicicleta de turismo.
Entrenamiento con baile y cigarrillo
En el taller de Víctor Betancourt, que todavía existe, crecía cada vez más el entusiasmo. Allí llegaban revistas deportivas de otros países. En ellas leíamos las incidencias de las grandes carreras internacionales. Nosotros soñábamos con participar en ellas algún día, y para estar preparados salimos a entrenarnos los sábados en la tarde. Ahora me doy cuenta de lo mucho que nos faltaba para llegar a ser campeones, con aquel sistema de entrenamiento. Los sábados en la tarde salíamos en pelotón para la hacienda Santa Cruz, de Víctor Betancourt, a 17 kilómetros de Medellín. No cronometrábamos el viaje. Fumábamos sobre la bicicleta, hasta ocho cigarrillos, en todo el trayecto. Si en alguna de las casas del camino encontrábamos un baile, sacábamos los vehículos al patio, bailábamos un rato y nos refrescábamos la garganta con un trago de aguardiente. Ya a la medianoche, cansados y un poco achispados, continuábamos nuestro entrenamiento.
El club Saeta
De cualquier modo, aunque no observáramos ningún régimen especial, de aquellos disparatados entrenamientos salió algo importante: el club Saeta, donde se han formado muchos de los buenos ciclistas antioqueños. Yo me cuento entre los fundadores de ese club, cuyo presidente es Víctor Betancourt, y con cuya camiseta participé en la II Vuelta a Colombia.
En 1951 había cambiado mi bicicleta de turismo por una de semicarreras, con placas número 1755. Esa es para mí una bicicleta inolvidable. En ella aprendí los primeros conocimientos técnicos, recorrí muchos kilómetros y me aficioné definitivamente al ciclismo. Ahora les he puesto nombre a todas mis bicicletas. Sin embargo, aquélla no tuvo ninguno y todavía no me explicó por qué.
Sobre un galápago de hierro
Tan engreído estaba con mi bicicleta de semicarreras, con mi uniforme y mis credenciales del club Saeta, que la recargué de adornos, de pesados accesorios deportivos, como lo hice en mi infancia con el carro de madera, en Marinilla. Instalé en los manubrios distintos tipos de reflectores, pero completamente inútiles porque no usaba batería. Instalé una larga y brillante antena, pero completamente inútil porque no tenía receptor de radio. En realidad, nunca he usado radio en la bicicleta, y sólo desde hace quince días que tengo uno, magnífico, que me regalaron por mi triunfo de la V Vuelta a Colombia.
Mi bicicleta 1755 parecía un altar, de tantas cosas que llevaba encima. Pero con esas cosas hice mis primeros entrenamientos en serio. Incluso con una barbaridad: un galápago de hierro, forrado apenas por un vellón de lana. Lo usaba, porque transcurrió mucho tiempo antes de que supiera que correr con un galápago de hierro es un disparate. En ese galápago aprendí a ser corredor. Y en ese galápago participé en la primera competencia oficial, el 24 de mayo de 1951.
¡Qué susto!
No se necesitaba estar inscrito en la Liga de Ciclismo de Antioquia para participar en aquella carrera: 110 kilómetros, desde Medellín hasta el pintoresco y desierto parquecito de Laureles. Cuando llegué al punto de partida, a las nueve de la mañana, con mi bicicleta cuidadosamente revisada por Víctor Betancourt y mi uniforme del club Saeta, estuve a punto de echarme atrás. Allí estaban, listos para participar en la competencia, los grandes de Antioquia: Pedro Nel Gil, Roberto Cano Ramírez, Tito Gallo y Antonio Zapata. Se me había dicho que era una carrera informal, pero la presencia de aquellos veteranos del ciclismo antioqueño me hizo comprender que me había metido en camisa de once varas. Sin embargo, temblando y con la boca seca, me incorporé al pelotón, me afirmé en mi sólido galápago de hierro, oí la señal de partida y salí disparado. Cinco minutos después, sólo me daba cuenta de una cosa: de que iba pedaleando como un loco, y de que el aire empezaba a faltarme en los pulmones.
NOTA DEL REDACTOR
“A QUE TE COJO, RAMÓN”
En Antioquia no se duda de que Ramón Hoyos seguirá siendo campeón durante varios años. Pero otra cosa no se duda: cuando Hoyos decaiga, su título quedará en poder de otro antioqueño. “Es cuestión de raza”, asegura el entrenador Julio Arrastía, un argentino que participó como ciclista en la I Vuelta a Colombia, como entrenador de sus compatriotas en la segunda y como entrenador de los antioqueños, desde entonces. Arrastía no duda de que —si las cosas siguen como hasta ahora— siempre habrá un antioqueño en la punta de las competiciones ciclísticas. Y los antioqueños, que tampoco lo dudan, atribuyen su seguridad a otra cosa: a la mazamorra.
El mayor peligro
Mientras se venera al campeón, ya se están barajando nombres para su sucesor. “Honorio Rúa es el hombre”, se dice. Y Hoyos está de acuerdo, pero a su manera.
—Si tuvieras que dejarle el campeonato a alguien, ¿a quién escogerías? —se le preguntó
—¿Si yo no quisiera seguir siendo campeón? —preguntó a su vez, con una astucia que demuestra la seguridad de que Hoyos se siente muy seguro de sus posibilidades. Si yo no quisiera seguir en esto —continuó— se lo dejaría a Rúa.
Pero no todos los antioqueños están de acuerdo con Hoyos. “Eso dice él —explican— porque Rúa es de su mismo equipo. Pero hay otros mejores”. Y Julio Arrastía dice:
—El mayor peligro para Hoyos es Reinaldo Medina.
Todos contra uno
Los motivos que tiene el entrenador argentino para creer que Reinaldo Medina será el sucesor de Hoyos, “mucho antes de lo que se cree”, son muy interesantes: Medina tiene 17 años, y sus condiciones son asombrosamente semejantes a las de Hoyos cuando tenía esa edad. “No han debido dejar correr a ese pibe”, dijeron los ciclistas argentinos, cuando lo vieron en la V Vuelta a Colombia. Y, sin embargo, Medina hizo un excelente papel. “Pesa lo mismo, lleva el mismo empuje y tiene la misma voluntad de Hoyos cuando tenía 17 años”, dice Arrastía. Y no lo dice, pero de su entusiasmo se desprende que espera para muy pronto el primer resonante triunfo de Medina. Por una razón:
—Hoyos no tuvo que luchar contra un Hoyos. Medina sí.
Secreto profesional
Esas especulaciones tienen una sede: el taller de reparación de bicicletas de Víctor Betancourt, que es al mismo tiempo un taller de ciclistas. Allí no se ve nada que no tenga algo que ver con las bicicletas. Ni se habla de nada que no tenga que ver con el ciclismo. Es al mismo tiempo un centro de rivalidad. A medio metro de distancia, conversando con distintos grupos, estuvieron el viernes de la semana pasada Ramón Hoyos y Héctor Mesa, sin dirigirse la palabra. No se hablan desde hace varios años. Pero el campeón es un hombre discreto. Cuando se le preguntó por qué no le dirige la palabra a Héctor Mesa, respondió, a secas:
—No sé.
La amenaza en una escoba
Pero así como hay rivalidades, hay también en el club Saeta un formidable ambiente de camaradería. Allí está el corpulento y atolondrado muchacho que en la V Vuelta a Colombia entró a Medellín detrás de Ramón Hoyos, como espontáneo, después de haberse pegado a la rueda del campeón en el Alto de la Mina. El reportero gráfico de El Espectador, Guillermo Sánchez, captó una fotografía que publicó este periódico al día siguiente, con el título: “A que te cojo, Ramón”. No tendría nada de raro que fuera ese un título profético. Ramón Hoyos dice: “A este loco hay que abrirle el ojo”. Y ese loco, que está ganando todas las competencias locales, que cubre con ruana y sombrero de campesino antioqueño y con una escoba amarrada a su bicicleta —como una bruja con dos ruedas— no sólo está absolutamente seguro de que Hoyos tiene razón, sino que espera conquistar el campeonato el año entrante.
¿Será posible?
Ese gigante de quince años, a quien “hay que abrirle el ojo”, se pasa el día subido en una bicicleta. “Es mi protegido”, decía Ramón Hoyos, sonriente, ya un poco paternal, un día de la semana pasada. “Dentro de dos años van a verlo”, agregó.
—¡Dentro de dos años! —protestó el muchacho—. Me van a ver el año entrante.
Sin embargo, aunque todos los muchachos antioqueños que aspiran a participar en las vueltas a Colombia se están entrenando excesivamente para destronar a Ramón Hoyos, el entrenador Arrastía asegura: “Hoyos no se ha detenido en su progreso. Cada día está mejor y me parece que aún tiene mucho margen para progresar, durante dos o tres años”.
El único que se atreve a dudar en Medellín de que sea un antioqueño el sucesor de Hoyos, es el mismo Hoyos. El campeón manifiesta, con toda franqueza, su temor a Jaime Villegas, el formidable ciclista caleño. “También en ese caso —dice— el campeonato quedaría en buenas manos”.