La FIFA y el camino para que el balón siga rodando
A raíz del triunfo del suizo, dirigentes han amenazado con retirarse y montar toldo aparte. El debate sube de tono.
Jorge Tovar
Nate Silver, uno de esos gurús de las predicciones estadísticas (aunque como todos se equivocó totalmente en las recientes elecciones británicas), ha planteado en su web una propuesta para romper la FIFA y, se entiende, acabar así con la corrupción. La propuesta es de lo más simple, por no decir simplista: que los países ricos se retiren (los de la OCDE, por ejemplo) y jalando a Argentina y Brasil logren tener un porcentaje tan alto del negocio como para acabar con la corrupción que llega desde esos países pobres de África, Asia y América Latina. Es decir, quite usted a los pobres, esas manzanas podridas, y podrá construir una bella e idílica organización de fútbol prístina e incorruptible.
Olvida mencionar, cosa que no hizo el Departamento de Justicia de Estados Unidos, que si unos reciben, otros pagan. Es tan corrupto quien paga como quien recibe. Y si los que recibieron eran tercermundistas, lo que pagaron son varios del primer mundo. La corrupción, tristemente, no es un tema de ricos y pobres.
Al blog de Silver respondió Branko Milanovic, experto en inequidad asociado al Banco Mundial, con una columna en la que defiende que la corrupción, en su justa medida, es aceptable. A la memoria viene el expresidente colombiano Turbay Ayala, quien llegó a afirmar aquello de “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. En alguna medida, la posición de Milanovic es similar a la del diario As de España, que a través de su director, Alfredo Relaño, también defendió la “corrupción en su justa medida”. El argumento de Milanovic (y de Relaño) se basa en la visión histórica del fútbol, aspecto que Silver ignora casi por completo.
En esencia nos recuerdan que antes de la llegada del brasileño Havelange a la presidencia de la FIFA, el fútbol era cosa de ricos y de unos pocos pobres que jugaban mucho fútbol y le daban esa esencia mundial al deporte. Desde su fundación, nos recuerda Milanovic, la FIFA fue un instrumento de la élite europea o “aristócratas”, como él los denomina.
La llegada de Havelange a una institución de apenas ocho personas en 1974 coincidió con la expansión del negocio del fútbol a las proporciones que tiene hoy. FIFA tiene aproximadamente US$1.500 millones en efectivo. Antes, defiende Milanovic, Stanley Rous como presidente de la FIFA, en representación de esa “aristocracia” europea, sólo hacía travesuras. Menciona alguna, pero olvida otras como amenazar con expulsar a Argentina de los mundiales porque Rattin se sentó en la alfombra de la reina al ser expulsado por insultar en alemán (idioma que no hablaba) o manipular la designación arbitral para beneficiar a Inglaterra y Alemania en detrimento de Argentina y Uruguay en el Mundial de 1966. Esas travesuras, en lenguaje moderno, se llaman abuso de poder y también son una forma de corrupción.
Blatter, para Milanovic, no es más que un populista que basa su poder en el apoyo de los pobres a quienes él abrió el mundo del balón. Blatter no hizo más que redistribuir la riqueza y, en ese sentido, debe apoyarse en caciques locales que, como tercermundistas que son, son fácilmente corruptibles. La descentralización del fútbol ha llegado acompañada de un incremento inevitable de la corrupción. Milanovic afirma que, en la vida, más inclusión implica más corrupción, costo que ineludiblemente se debe pagar por disminuir la inequidad.
¿Estamos condenados a vivir corruptos pero equitativos o incorruptibles pero dependientes del eurocentrismo? Si la UEFA se retira (que no lo haría nunca en su totalidad, pues Rusia y algún otro apoyan a Blatter) sin duda sería un golpe para el fútbol. Pero es difícil imaginarse que logren jalar individualmente a países sudamericanos. El fútbol divido entre dos potencias sería el comienzo del fin del gran espectáculo. Eventualmente, en Europa surgiría otra federación que se afiliase a la FIFA. Las ligas, que ya no serían de la FIFA, podrían mantenerse, pero surgirían alternativas. En fin, tener dos entes que rijan el fútbol mundial sería el comienzo del fin, algo similar al boxeo, cuyo número de entes mundiales son tantos que hace mucho perdí la cuenta.
El statu quo tampoco es aceptable. Uno de los principales problemas de la FIFA hoy es la figura de Joseph Blatter. Si ama tanto el fútbol, como dice, debería renunciar. Su imagen, actualmente, hace daño al fútbol. Pero la FIFA como organización es válida. Sus programas de apoyo y expansión del fútbol en zonas apartadas y deprimidas han sido exitosos.
La solución pasa por un punto intermedio entre lo que sugieren Silver y Milanovic. El término del presidente de la FIFA debe restringirse a un tope, quizás de ocho años (es decir a una sola reelección). Lo mismo en las asociaciones nacionales. La restricción restringe el caudillismo y minimiza el populismo. La votación debe ser, además, abierta y la FIFA debe reorganizar el Comité de Ética para que sea de verdad un ente independiente del organismo, tal que pueda actuar con mayor libertad y celeridad ante sospechas de corrupción. Cero tolerancia, como contra el racismo.
Blatter acertó en algo. El barco está hundido. Pero no será él quien lo reflote. Debe ser otro quien impulse profundas reformas a la manera como funciona internamente la FIFA. Lo que no hicieron los delegados, seguramente lo harán los patrocinadores. La presión lo obligará a retirarse. Sólo entonces se podrá reflotar el barco.
Nate Silver, uno de esos gurús de las predicciones estadísticas (aunque como todos se equivocó totalmente en las recientes elecciones británicas), ha planteado en su web una propuesta para romper la FIFA y, se entiende, acabar así con la corrupción. La propuesta es de lo más simple, por no decir simplista: que los países ricos se retiren (los de la OCDE, por ejemplo) y jalando a Argentina y Brasil logren tener un porcentaje tan alto del negocio como para acabar con la corrupción que llega desde esos países pobres de África, Asia y América Latina. Es decir, quite usted a los pobres, esas manzanas podridas, y podrá construir una bella e idílica organización de fútbol prístina e incorruptible.
Olvida mencionar, cosa que no hizo el Departamento de Justicia de Estados Unidos, que si unos reciben, otros pagan. Es tan corrupto quien paga como quien recibe. Y si los que recibieron eran tercermundistas, lo que pagaron son varios del primer mundo. La corrupción, tristemente, no es un tema de ricos y pobres.
Al blog de Silver respondió Branko Milanovic, experto en inequidad asociado al Banco Mundial, con una columna en la que defiende que la corrupción, en su justa medida, es aceptable. A la memoria viene el expresidente colombiano Turbay Ayala, quien llegó a afirmar aquello de “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. En alguna medida, la posición de Milanovic es similar a la del diario As de España, que a través de su director, Alfredo Relaño, también defendió la “corrupción en su justa medida”. El argumento de Milanovic (y de Relaño) se basa en la visión histórica del fútbol, aspecto que Silver ignora casi por completo.
En esencia nos recuerdan que antes de la llegada del brasileño Havelange a la presidencia de la FIFA, el fútbol era cosa de ricos y de unos pocos pobres que jugaban mucho fútbol y le daban esa esencia mundial al deporte. Desde su fundación, nos recuerda Milanovic, la FIFA fue un instrumento de la élite europea o “aristócratas”, como él los denomina.
La llegada de Havelange a una institución de apenas ocho personas en 1974 coincidió con la expansión del negocio del fútbol a las proporciones que tiene hoy. FIFA tiene aproximadamente US$1.500 millones en efectivo. Antes, defiende Milanovic, Stanley Rous como presidente de la FIFA, en representación de esa “aristocracia” europea, sólo hacía travesuras. Menciona alguna, pero olvida otras como amenazar con expulsar a Argentina de los mundiales porque Rattin se sentó en la alfombra de la reina al ser expulsado por insultar en alemán (idioma que no hablaba) o manipular la designación arbitral para beneficiar a Inglaterra y Alemania en detrimento de Argentina y Uruguay en el Mundial de 1966. Esas travesuras, en lenguaje moderno, se llaman abuso de poder y también son una forma de corrupción.
Blatter, para Milanovic, no es más que un populista que basa su poder en el apoyo de los pobres a quienes él abrió el mundo del balón. Blatter no hizo más que redistribuir la riqueza y, en ese sentido, debe apoyarse en caciques locales que, como tercermundistas que son, son fácilmente corruptibles. La descentralización del fútbol ha llegado acompañada de un incremento inevitable de la corrupción. Milanovic afirma que, en la vida, más inclusión implica más corrupción, costo que ineludiblemente se debe pagar por disminuir la inequidad.
¿Estamos condenados a vivir corruptos pero equitativos o incorruptibles pero dependientes del eurocentrismo? Si la UEFA se retira (que no lo haría nunca en su totalidad, pues Rusia y algún otro apoyan a Blatter) sin duda sería un golpe para el fútbol. Pero es difícil imaginarse que logren jalar individualmente a países sudamericanos. El fútbol divido entre dos potencias sería el comienzo del fin del gran espectáculo. Eventualmente, en Europa surgiría otra federación que se afiliase a la FIFA. Las ligas, que ya no serían de la FIFA, podrían mantenerse, pero surgirían alternativas. En fin, tener dos entes que rijan el fútbol mundial sería el comienzo del fin, algo similar al boxeo, cuyo número de entes mundiales son tantos que hace mucho perdí la cuenta.
El statu quo tampoco es aceptable. Uno de los principales problemas de la FIFA hoy es la figura de Joseph Blatter. Si ama tanto el fútbol, como dice, debería renunciar. Su imagen, actualmente, hace daño al fútbol. Pero la FIFA como organización es válida. Sus programas de apoyo y expansión del fútbol en zonas apartadas y deprimidas han sido exitosos.
La solución pasa por un punto intermedio entre lo que sugieren Silver y Milanovic. El término del presidente de la FIFA debe restringirse a un tope, quizás de ocho años (es decir a una sola reelección). Lo mismo en las asociaciones nacionales. La restricción restringe el caudillismo y minimiza el populismo. La votación debe ser, además, abierta y la FIFA debe reorganizar el Comité de Ética para que sea de verdad un ente independiente del organismo, tal que pueda actuar con mayor libertad y celeridad ante sospechas de corrupción. Cero tolerancia, como contra el racismo.
Blatter acertó en algo. El barco está hundido. Pero no será él quien lo reflote. Debe ser otro quien impulse profundas reformas a la manera como funciona internamente la FIFA. Lo que no hicieron los delegados, seguramente lo harán los patrocinadores. La presión lo obligará a retirarse. Sólo entonces se podrá reflotar el barco.