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Muchos lo olvidaron, incluso algunos de los protagonistas que aún sobrevivimos. Yo sí recuerdo todo, pues con 23 años era el más joven de esa delegación dorada que disputó hace medio siglo el primer Mundial de Colombia, el de Chile 62. Ese torneo por el que nos pagaron sólo 40 dólares a cada uno como premio. Ese bautizo de Mundial por el que nos recibieron de vuelta en carro de bomberos en el aeropuerto El Dorado de Bogotá y por el que conocí al presidente Alberto Lleras Camargo, el mismo que me puso una medalla dorada en el pecho como reconocimiento y que aún conservo.
A mí me entregaron la cédula, porque en ese tiempo era a los 21, y a los pocos días me llevaron a disputar la eliminatoria directa para clasificar al Mundial contra Perú, tras el retiro de Bolivia. No podía creer que yo, un puntero derecho que jugaba en el Atlético Bucaramanga, acabara de ser convocado por el maestro Adolfo Pedernera.
Aún tenía intacto el recuerdo de El Gordo Monsider, mi primer entrenador, motivándome a que jugara. Por esa época me apodaron Cuca, por las galletas que vendía para ayudar a mi padre Gustavo con los gastos del hogar. Hacía poco había debutado como profesional en el equipo de mi ciudad enfrentando a América en el Alfonso López y ya estaba vistiendo la camiseta de la selección. Todo fue muy rápido.
Pasamos esa eliminatoria contra todo pronóstico. Perú era favorito, pero nos impusimos 1-0 en Bogotá e igualamos 1-1 en Lima, cuando promediaba 1961. La gente estaba muy contenta en Colombia, pero nosotros ya estábamos pensando en el Mundial.
El comunicado me llegó unos tres meses antes de viajar a Chile. Me avisaron en el club, el Bucaramanga, que había llegado un mensaje por marconi (telegrama). “Se solicita al señor Herman Aceros que se presente en Bogotá para iniciar concentración. Favor reclamar pasaje y traer ropa adecuada”. En ese tiempo no nos hospedábamos en hoteles lujosos, en esa ocasión el sitio de concentración fue el batallón militar de Palmira. ¡Parecíamos reclusos! Debíamos pasar un permiso escrito y firmado por el maestro Pedernera para que nos dejaran salir. Muchos lo solicitaban porque, claro, tanto tiempo encerrado y con tanto hombre… Ya muchos tenían a su ternera del asado esperándolos afuera. Yo no, yo estaba comprometido porque le dije a mi novia que nos casáramos cuando volviera del Mundial. Así fue y estuvimos juntos hasta su muerte, hace 12 años.
Esas concentraciones en el batallón eran muy divertidas. Los del Valle tenían su radio y escuchaban todo el tiempo a la Sonora Matancera. Los de oriente, como yo, oíamos boleros. Pero nos uníamos para ir a cine, jugar cartas. Había armonía en el grupo, en parte por tres personas que tenían muy buen sentido del humor: Ignacio Calle, Hernán Echeverry y Rolando Serrano. Echaban chistes como Montecristo, el humorista de la época. Eso amenizaba el hecho de estar tres meses lejos de la familia, de dormir en esos catres duros de los soldados, de jugar con unos balones de 500 gramos que le dejaban a uno la cabeza sonando tras cabecearlos.
Llegó el día de partir. Viajamos Bogotá-Lima y Lima-Tacna. Recuerdo que era un avión DC3 de la aerolínea Panagra en el que iban, además, dirigentes de la entonces Asociación Colombiana de Fútbol, y dos periodistas, entre ellos don Mike Forero Nougués, entonces editor deportivo de El Espectador. El maestro Pedernera y el señor Mike tuvieron un altercado muy fuerte en Chile, un encuentro de palabras porque pensaban diferente sobre cómo plantear al equipo. El disgusto fue total.
Volviendo al tema, nosotros llegamos a Tacna y de allí en carro hasta Arica, una de las cuatro ciudades sedes del Mundial. Llegamos a El Morro, un hotel muy confortable, con vista al mar, con piscina y una cancha auxiliar para entrenar. Chile había sufrido dos años antes el terremoto de Valdivia y la infraestructura era precaria. Pero las canchas eran mejores que aquí.
Merecimos más en el debut contra Uruguay. Empezamos ganando con un gol de Francisco Cobo Zuluaga. Pero finalizando el segundo tiempo, precisamente a Cobo le metieron un codazo en las costillas, si no estoy mal fue José Sasía. Como en esa época no había cambios, jugamos el tiempo restante con 10 y al final no aguantamos. Perdimos 2-1. El siguiente juego era Unión Soviética, una potencia que conocíamos muy poco.
A los 20 minutos ya perdíamos 3-0, parecíamos unas cucarachas en un gallinero. En el entretiempo estábamos agotados, nos dieron suero y el maestro nos motivó. Nos dijo que estábamos representando a un país, que muchos confiaban en nosotros. A mí me dijo: “Aceros, usted es flaquito, pero con velocidad les gana”. Seguí las instrucciones. Tomé la pelota, se la toqué a Toño Rada, él me la devolvió y vencí a Yashin para el 3-1. A pesar de que nos convirtieron el cuarto, empezamos a imponernos. Luego vino el de Coll, el histórico olímpico. Atacábamos de sur a norte, yo pateaba los tiros de esquina en mi sector pero Marcos me dijo que lo dejara patear. Yo hubiera tirado un balón abierto, pero el de Coll tomó una curva, como las bolas de billar y se metió. Yo hubiera podido arruinar todo con mi cobro. Luego Marino Klínger acortó y Toño Rada empató. Faltando un minuto Coll estrelló uno contra el palo, pudo ser el 5-4. Igualmente no lo podíamos creer. No es que haya hombres superiores, sino equipos con más mentalidad, y nosotros jugamos con picardía. Llegamos al hotel y nos tiramos a la piscina en ropa. Pedernera no nos dejó celebrar luego, aunque algunos, a escondidas, se tomaron unas cervezas para brindar.
Pienso que si nosotros hubiésemos conocido sobre medicina deportiva, la vida dentro de la alta competencia o al menos información sobre los rivales (nunca la tuvimos), hubiéramos hecho más. Perdimos luego por goleada 5-0 contra Rusia, pero creo que igualmente abrimos un camino que luego otras selecciones, décadas después, recorrieron. Volvimos con cierta satisfacción por el deber cumplido, cargados de vinos para nuestra familia y, además, unos regalos que compramos en la zona libre con los benditos 40 dólares que nos dieron como premio.
La llegada a Colombia fue impresionante. Lo primero que vi cuando me bajé del avión fue a mi papá, que se había ido desde Bucaramanga a Bogotá en carro. Estaba envuelto en la bandera de Colombia, saltando y gritando junto con un millón de personas. Nos montaron a los del equipo en un carro de bomberos hasta la Avenida Caracas. Ninguno lo podía creer. En el hotel Intercontinental nos invitaron a un asado y ahí sí nos tomamos unos traguitos. Al día siguiente nos llevaron a la Casa de Nariño y nos condecoraron.
¡Juemíchica! Aún no puedo creer que haya sido tan homenajeado por esa hazaña.
*Adaptación Juan Diego Ramírez