A un gran salto, una gran foto
En los Juegos Olímpicos de México 68, Bob Beamon sorprendió al mundo con un récord sideral en el salto largo. Frente a él, un contador público capturó su salto en una fotografía icónica.
José Ricardo Avila Palacios
El viernes 18 de octubre de 1968, en unos Juegos Olímpicos de México en los que sucedió de todo (el récord de los 100 metros en menos de diez segundos, el “Poder Negro” en un podio, la invención de Dick Fosbury en el salto alto…), el mundo deportivo fue sacudido por un hecho impensable: el estratosférico salto de longitud que rompió toda la lógica del esfuerzo humano. Los 8,90 metros del estadounidense Bob Beamon, un deportista de raza negra, en momentos de segregación racial en los Estados Unidos.
En los seis segundos que duró su presentación, este hombre logró un avance sideral en esta modalidad. Nunca antes el récord mundial había sido superado por 55 centímetros y el olímpico por 78. En los anteriores 33 años la marca orbital había progresado apenas 22 centímetros. Hasta entonces, el mejor registro personal de Beamon era de 8,33.
Lea también: El ‘Poder Negro’, recuerdo de una protesta simbólica
Mientras sostiene en sus manos un libro con la imagen de Beamon en plena acción, el atleta antioqueño Álvaro Mejía, quien participó en México 68 en los 10.000 metros, empieza a hablar de sus recuerdos de aquella gesta. “Mire eso, ¡está volando!”, afirma como si aún estuviera presenciando la hazaña.
“Estábamos en el estadio Olímpico y como en atletismo las competencias se van celebrando simultáneamente, nosotros nos movimos para ver el salto alto, que era una de las últimas pruebas. Beamon saltó y los jueces se demoraron mucho tiempo, 15 o 20 minutos, en dar el resultado final. Claro, había saltado 8,90 metros y esto no era creíble. Todo el mundo estaba a la expectativa. Beamon caminaba impacientemente de un lado a otro del foso. Y cuando los jueces reconocieron oficialmente el 8,90 hubo una explosión de júbilo en la tribuna. Beamon empezó a saltar como un loco. Todo fue euforia. Una locura impensable, del otro mundo. Fue el récord más espectacular que presencié”, rememora Mejía.
A sus 22 años de edad, el héroe de la hazaña da saltitos cortos y con un trotecito inofensivo levanta sus brazos mientras su sonrisa delata la ausencia de un par de dientes frontales. Aun así, es una sonrisa hermosa e inocente, la de un campeón. Se desplaza unos metros por la pista hasta caer al suelo. Estaba conmocionado. Abrazó las piernas de un compañero de equipo, se llevó las manos al rostro y lloriqueó un rato antes de subirse a lo más alto del podio para recibir la medalla de oro.
Beamon ridiculizó a sus rivales: Ralph Boston, medallista de oro en Roma 60, y el ídolo soviético Igor Ter Ovanesyan. Entre ambos habían batido ocho veces el récord del mundo en la década del 60, añadiéndole 19 centímetros. En escena también estaba Lynn Davies, campeón en Tokio 64.
Beamon no la tuvo fácil tras dos intentos nulos en la ronda clasificatoria. En su tercera salida a la pista marcó 8,19 metros, registro que lo llevó a la final, donde Boston terminó tercero (8,16 m) a tres centímetros del alemán Klauss Beer. Ter Ovanesyan se derrumbó y fue cuarto, mientras Davies tuvo un mal día y se encasilló en el noveno lugar (7,94 m). Es decir, Beamon le sacó 71 centímetros de ventaja a su escolta en la clasificación final. La marca mundial de Beamon perduró hasta 1991, cuando su compatriota Mike Powell llegó a 8,95. Como marca olímpica continúa vigente.
Por esa gesta cualquiera pensaría que Beamon se convirtió en una celebridad en Estados Unidos, pero no lo fue en ese momento. Seguramente por algunas horas, pero el paso del tiempo fue diluyendo a una figura que mereció mejor trato.
En 1976, en una entrevista concedida a As Deportes de España, Beamon reflexionaba que si Jesse Owens, su gran ídolo, estaba considerado como un dios con su salto de ocho metros veintiún centímetros, ¿cómo tengo que estar considerado yo? Sencillamente, respondió él mismo: “No estoy considerado”.
Tiempo después de su récord recibió algún apoyo para trabajar. “En Estados Unidos sobran los atletas y, por tanto, se olvidan de ellos”. Para sobrevivir, tocó el bongó por algún tiempo en bares nocturnos. Después, las cosas mejoraron y este hombre, que en 1972 se graduó de sociólogo, ya es un jubilado de 72 años.
Una foto icónica
Y así como el salto de Beamon pasó a la historia, este atleta negro quedó inmortalizado en una imagen icónica que también pasaría a la historia del deporte y del fotoperiodismo. Ese 18 de octubre de 1968, Tony Duffy, un contador público londinense de 29 años y fotógrafo aficionado amante de los deportes, se las arregló para ubicarse a 15 metros frente al foso de arena donde los atletas aterrizarían para terminar su salto. Tuvo olfato, pues consiguió el mejor ángulo para él y su pequeña cámara Nikkormat, mucho más sencilla que las vistosas máquinas de los profesionales que, en su mayoría, en ese momento estaban pendientes de la final de los 400 metros planos.
Duffy estaba tras Beamon, después de escuchar que entre los favoritos hacían bromas sobre sus rivales. Entonces, Boston le advirtió a Davies, citando a Beamon: “No dejes que explote, porque el tipo es capaz de saltar hasta el otro lado del puto foso”. No era para menos, el muchacho había ganado 22 de las 23 competencias que había disputado ese año.
Mientras Beamon preparaba su explosiva carrera para encaminarse al foso de arena, a las 3:32 p.m., Duffy —a ras de suelo— tendría menos de seis segundos para poner su ojo en el visor de su cámara, que no era automática sino manual, afinar el foco y atinar al célebre “instante decisivo” para disparar sin perder tiempo. Fueron 19 las zancadas de Beamon para llegar a la tabla de batida y despegar en un memorable vuelo que se prolongaría por apenas 15 décimas, el mismo tiempo que tuvo Duffy para captar la imagen.
“Fue solo después de que sostuve los negativos a la luz en la habitación que descubrí la foto de Beamon. Era una imagen nítida en la que su boca se transforma en una O y el tablero electrónico enmarca su figura”, recordó Duffy.
“A mi regreso a Inglaterra, envié la foto y otras que había tomado en México a la revista Amateur Photographer. En diciembre de ese año publicaron la imagen de Beamon y solo entonces me di cuenta de su calidad. Mi teléfono comenzó a sonar y la gente comenzó a hablar sobre la imagen. Con el tiempo me di cuenta de que había tomado algo especial y esto me dio la confianza y la convicción de seguir una carrera de fotografía de tiempo completo. Tres años más tarde abandoné mi trabajo de contabilidad y al año siguiente fundé la agencia de fotografía Allsport junto a mi amigo John Starr. Tuve la suerte de establecer una de las principales agencias de fotografía deportiva del mundo”, que en 1998 fue comprada por Getty Images en US$29,4 millones.
El viernes 18 de octubre de 1968, en unos Juegos Olímpicos de México en los que sucedió de todo (el récord de los 100 metros en menos de diez segundos, el “Poder Negro” en un podio, la invención de Dick Fosbury en el salto alto…), el mundo deportivo fue sacudido por un hecho impensable: el estratosférico salto de longitud que rompió toda la lógica del esfuerzo humano. Los 8,90 metros del estadounidense Bob Beamon, un deportista de raza negra, en momentos de segregación racial en los Estados Unidos.
En los seis segundos que duró su presentación, este hombre logró un avance sideral en esta modalidad. Nunca antes el récord mundial había sido superado por 55 centímetros y el olímpico por 78. En los anteriores 33 años la marca orbital había progresado apenas 22 centímetros. Hasta entonces, el mejor registro personal de Beamon era de 8,33.
Lea también: El ‘Poder Negro’, recuerdo de una protesta simbólica
Mientras sostiene en sus manos un libro con la imagen de Beamon en plena acción, el atleta antioqueño Álvaro Mejía, quien participó en México 68 en los 10.000 metros, empieza a hablar de sus recuerdos de aquella gesta. “Mire eso, ¡está volando!”, afirma como si aún estuviera presenciando la hazaña.
“Estábamos en el estadio Olímpico y como en atletismo las competencias se van celebrando simultáneamente, nosotros nos movimos para ver el salto alto, que era una de las últimas pruebas. Beamon saltó y los jueces se demoraron mucho tiempo, 15 o 20 minutos, en dar el resultado final. Claro, había saltado 8,90 metros y esto no era creíble. Todo el mundo estaba a la expectativa. Beamon caminaba impacientemente de un lado a otro del foso. Y cuando los jueces reconocieron oficialmente el 8,90 hubo una explosión de júbilo en la tribuna. Beamon empezó a saltar como un loco. Todo fue euforia. Una locura impensable, del otro mundo. Fue el récord más espectacular que presencié”, rememora Mejía.
A sus 22 años de edad, el héroe de la hazaña da saltitos cortos y con un trotecito inofensivo levanta sus brazos mientras su sonrisa delata la ausencia de un par de dientes frontales. Aun así, es una sonrisa hermosa e inocente, la de un campeón. Se desplaza unos metros por la pista hasta caer al suelo. Estaba conmocionado. Abrazó las piernas de un compañero de equipo, se llevó las manos al rostro y lloriqueó un rato antes de subirse a lo más alto del podio para recibir la medalla de oro.
Beamon ridiculizó a sus rivales: Ralph Boston, medallista de oro en Roma 60, y el ídolo soviético Igor Ter Ovanesyan. Entre ambos habían batido ocho veces el récord del mundo en la década del 60, añadiéndole 19 centímetros. En escena también estaba Lynn Davies, campeón en Tokio 64.
Beamon no la tuvo fácil tras dos intentos nulos en la ronda clasificatoria. En su tercera salida a la pista marcó 8,19 metros, registro que lo llevó a la final, donde Boston terminó tercero (8,16 m) a tres centímetros del alemán Klauss Beer. Ter Ovanesyan se derrumbó y fue cuarto, mientras Davies tuvo un mal día y se encasilló en el noveno lugar (7,94 m). Es decir, Beamon le sacó 71 centímetros de ventaja a su escolta en la clasificación final. La marca mundial de Beamon perduró hasta 1991, cuando su compatriota Mike Powell llegó a 8,95. Como marca olímpica continúa vigente.
Por esa gesta cualquiera pensaría que Beamon se convirtió en una celebridad en Estados Unidos, pero no lo fue en ese momento. Seguramente por algunas horas, pero el paso del tiempo fue diluyendo a una figura que mereció mejor trato.
En 1976, en una entrevista concedida a As Deportes de España, Beamon reflexionaba que si Jesse Owens, su gran ídolo, estaba considerado como un dios con su salto de ocho metros veintiún centímetros, ¿cómo tengo que estar considerado yo? Sencillamente, respondió él mismo: “No estoy considerado”.
Tiempo después de su récord recibió algún apoyo para trabajar. “En Estados Unidos sobran los atletas y, por tanto, se olvidan de ellos”. Para sobrevivir, tocó el bongó por algún tiempo en bares nocturnos. Después, las cosas mejoraron y este hombre, que en 1972 se graduó de sociólogo, ya es un jubilado de 72 años.
Una foto icónica
Y así como el salto de Beamon pasó a la historia, este atleta negro quedó inmortalizado en una imagen icónica que también pasaría a la historia del deporte y del fotoperiodismo. Ese 18 de octubre de 1968, Tony Duffy, un contador público londinense de 29 años y fotógrafo aficionado amante de los deportes, se las arregló para ubicarse a 15 metros frente al foso de arena donde los atletas aterrizarían para terminar su salto. Tuvo olfato, pues consiguió el mejor ángulo para él y su pequeña cámara Nikkormat, mucho más sencilla que las vistosas máquinas de los profesionales que, en su mayoría, en ese momento estaban pendientes de la final de los 400 metros planos.
Duffy estaba tras Beamon, después de escuchar que entre los favoritos hacían bromas sobre sus rivales. Entonces, Boston le advirtió a Davies, citando a Beamon: “No dejes que explote, porque el tipo es capaz de saltar hasta el otro lado del puto foso”. No era para menos, el muchacho había ganado 22 de las 23 competencias que había disputado ese año.
Mientras Beamon preparaba su explosiva carrera para encaminarse al foso de arena, a las 3:32 p.m., Duffy —a ras de suelo— tendría menos de seis segundos para poner su ojo en el visor de su cámara, que no era automática sino manual, afinar el foco y atinar al célebre “instante decisivo” para disparar sin perder tiempo. Fueron 19 las zancadas de Beamon para llegar a la tabla de batida y despegar en un memorable vuelo que se prolongaría por apenas 15 décimas, el mismo tiempo que tuvo Duffy para captar la imagen.
“Fue solo después de que sostuve los negativos a la luz en la habitación que descubrí la foto de Beamon. Era una imagen nítida en la que su boca se transforma en una O y el tablero electrónico enmarca su figura”, recordó Duffy.
“A mi regreso a Inglaterra, envié la foto y otras que había tomado en México a la revista Amateur Photographer. En diciembre de ese año publicaron la imagen de Beamon y solo entonces me di cuenta de su calidad. Mi teléfono comenzó a sonar y la gente comenzó a hablar sobre la imagen. Con el tiempo me di cuenta de que había tomado algo especial y esto me dio la confianza y la convicción de seguir una carrera de fotografía de tiempo completo. Tres años más tarde abandoné mi trabajo de contabilidad y al año siguiente fundé la agencia de fotografía Allsport junto a mi amigo John Starr. Tuve la suerte de establecer una de las principales agencias de fotografía deportiva del mundo”, que en 1998 fue comprada por Getty Images en US$29,4 millones.