Antes de empezar a pedalear, un poco de turismo y de tensiones
Segunda entrega de la crónica de dos sesentones en bicicleta, de Atenas a Ámsterdam. Ya Alejandro e Iván se han encontrado en Grecia y hacen un poco de turismo, sin olvidar las tensiones, antes de partir a su travesía.
Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dio como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Las tensiones de última hora y los primeros días en Grecia
Washington (sala de espera del aereopuerto) y en el avión a Atenas (en el cielo), abril 12
Todo estuvo relativamente libre de tensiones durante la última semana. Como estaba previsto, Iván se echó a las petacas y no salió a entrenar. Yo, en cambio, me hice dos veces una de las etapas reinas de por estos lares en el Parque Nacional del Shenandoah: 100 kilómetros de distancia con 2.000 metros de elevación. La hice a un promedio de velocidad de 20 kilómetros por hora (aproximadamente).
Salí con la patota de amigos de la bicicleta en Washington (casi todos colombianos o hispanoamericanos). Y, como ha pasado desde siempre, me dieron en la jeta. Los mejores (que ya se aproximan o llegaron a los 70 años) me sacaron más de 30 minutos en la etapa reina. Esto me sirve para ser más modesto, menos ignorante y dejar de maldecir a nuestros héroes escarabajos cuando pierden 20 segundos en una etapa reina de las grandes vueltas europeas. Además, intento convencerme de que es mejor pensar como Vicente Fernández y que “no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.
Lo invitamos a leer la primera crónica de esta serie: Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones)
Quizás el desarrollo más novedoso de la última semana fue mi conversión a “influencer”. La generosidad de El Espectador al publicar estas crónicas me puso eléctrico y empecé a circular la noticia (y la primera crónica) dentro de los amigos. Ningún artículo en revista de economía o promoción dentro de la burocracia internacional me había electrizado así. Y cuando estaba casi electrocutado, vino la sugerencia y pedido de amigos de abrir cuenta de Instagram para seguirnos durante la travesía. Y yo, que no tenía ni cuenta de Facebook, abrí la cuenta de Instagram, y me puse en la tarea de aprender a montar fotos, ponerles leyendas y etcétera, y reclutar familia, amigos y conocidos para que me siguieran (muchas veces infructuosamente, pues al igual que el Alejandro de una semana atrás, pocos de mis amigos son afectos a las redes sociales). Así que encontré trabajo de tiempo completo a última hora y mi acelere en distribuir la primera crónica antes de salir del horno me costó una cariñosa jalada de orejas de un hidalgo de cuyo nombre no quiero acordarme.
Sin embargo, la última semana en Washington no estuvo exenta de tensioncitas in crescendo. La angustia empezó con unos ajustadores para las alforjas que me tocó pedir a última hora y que, cuando llegaron, eran del tamaño que no tocaba. Al final, los nuevos ajustadores llegaron ayer en la víspera del viaje. La angustia creció después con los pedales nuevos para los zapatos de montaña y con los cuales a veces me golpeaba el tobillo con la biela o rozaba con el pie la bicicleta. Así que a última hora me compré unas extensiones para los pedales que terminaron funcionando bien en la última etapa de entrenamiento que hice por el Shenandoah. Fue una lástima no haber tenido más tiempo para probarlos. Toco madera que no me vayan a fregar las rodillas, pero si veo que me empiezan a doler, pues quito las extensiones y veo a ver cómo ajusto los pedales.
Y luego vino la angustia de una bendita corona en una muela. A pesar de querer hacer las cosas con tiempo, desde hace un mes el dentista trató de cambiarme la corona y nada que podía. Finalmente, después de dos idas infructuosas a su consultorio, parece que la arregló ayer. Al llegar a Grecia me encomendaré a los dioses del Olimpo para que así sea, pues el problema de la muela puede ser más maluco que el del pedal.
Y qué decir del placer de presentar los impuestos: por más que uno trate de hacer las cosas bien, siempre sale un conejo del sombrero a última hora diciendo que toca pagar más de lo que uno pensaba y/o que la administración de impuestos le debe a uno menos de lo soñado, así que ayer me tocó ir donde los contadores a firmar para poder presentar los impuestos antes del viaje.
Ya lo decía mi tío David:
“A los problemas hay que hacerles frente y ponerles el diente
pa que no diga la gente que parecés indigente”.
Después, cuando todo parecía listo, me dio por revisar lo que llevaba en las alforjas. Quité y volví a poner una y otra vez cosas para minimizar el peso y decidir qué sobraba. Al final logré que cada alforja pesara 9 libras y media (o sea que una alforja pesa lo mismo que perdí desde enero y que había ganado de tanto trago y tanta comilona en Colombia a principios de noviembre del 2022 y en las fiestas de Acción de Gracias y de Navidad). Entiendo que el “equipaje” de Iván pesa dos terceras partes del mío (o menos). Ya lo veré pidiéndome cacao que le preste esto o aquello.
Más deportes: 5.000 amantes del ciclismo participarán en la Travesía Bogotá - Villavicencio)
Y luego, de perfeccionista pendejo, me dio por hacer una última revisión para estar seguro de que todo estaba en orden. Y con la revisión, ofúsquese se dijo al no encontrar las pilas de repuesto para los cambios de la bicicleta; busqué aquí y allá, desempaqué la bici de la caja para ver si por equivocación las había puesto ahí, para finalmente encontrarlas donde deberían estar: bien puestecitas dentro de una bolsa en las alforjas.
Y para rematar, después de tener las bicicletas empacadas y bien desbaratadas, nos dimos cuenta de que cuando llegaramos a Grecia estaríamos en medio de la Semana Santa ortodoxa. Entramos en trance pensando que las tiendas de bicicletas estarían cerradas en Atenas (como mencioné en la crónica anterior, Iván y yo seríamos incapaces, entre otros asuntos mecánicos, de volver a poner el descarrilador por más Youtube que viéramos); pero la tranquilidad volvió parcialmente a las huestes después de llamar a la tienda y creer entenderles a los mecánicos griegos que la tienda estaría abierta. La tranquilidad fue total cuando Iván confirmó hoy al llegar a Atenas que lo que entendimos por el teléfono era correcto, que al menos por esta vez estaremos sanos y salvos en lo que a problemas mecánicos se refiere.
Por el lado de Iván, entiendo que la tranquilidad tampoco predominó en la última semana (aunque sospecho que no lo reconoce porque “él es así”). Apenas se dio cuenta de que llegábamos en la Semana Santa griega, y en contra de la idea original de solo hacer reservaciones la víspera de llegar a cada sitio, se clavó a reservar cuartos en hotelitos hasta el próximo miércoles 19 de abril. Y a última hora se puso a sugerirme pequeñas modificaciones a la ruta que me obligaron a repasar mis pocas habilidades como cartógrafo.
La salida de Madrid y la llegada de Iván a Atenas tuvo sus altibajos. Le hicieron desempacar la bicicleta en el aereopuerto de Madrid para desinflar las llantas. Luego se puso feliz porque le rebajaron el precio del transporte de la bicicleta a punta de ojitos de mosquita muerta. Y, al llegar a Atenas, los ánimos se le volvieron a subir: casi no encuentra taxi en el aereopuerto que lo llevara a la tienda de bicicletas para que armaran la suya (la bicicletería queda a cuatro cuadras de donde vamos a dormir).
Anita, la esposa de Iván y quien está en Atenas para despedirnos al inicio del periplo, me avisó por WhatsApp del impasse en el aereopuerto (con Anita —quien me motivó y empujó a escribir estas crónicas— nos conocemos desde que éramos niños). Yo la llamé a sugerirle que alquilaran carro para visitar Delfi u Olimpia, y entre susurros me dijo: “No sé, la electricidad está alta”. Y en seguida se oyeron los gritos de Iván: “Alquilar carro, ¡NO!”. Colgué ipso facto para evitar bajas en combate. Un rato más tarde, supe que un Dimitri los había salvado y que mañana me recoge con la poderosa en el aereopuerto de Atenas.
Abril 15, Atenas
Llegué a Atenas con casi dos horas de retraso y Dimitri estaba a mil diciendo que por mi culpa había perdido no sé cuántos clientes y aprovechando para hacer su agosto en abril, cosa que le resultó fácil dada mi ineptitud para negociar. De todos modos llegué derecho a armar la bici. Anita e Iván me estaban esperando y me acompañaron a comprar mi tarjeta SIM para el teléfono y a hacer otras cositas aquí y allá. Caminamos todo el tiempo por el barrio llamado Plaka, lleno de mesas en las calles con gente conversando sin afanes, con iglesias pequeñas y casi coquetas en cada esquina y con la Acrópolis como telón de fondo por allá a lo lejos. Había estado en Atenas en 1993 pero, al menos en lo que respecta a Plaka, no la recordaba como una ciudad tan encantadora.
No se qué fue más memorable de estos 3 días que llevo en Grecia: si la Acropolis y el Partenón, o Delfi en medio de esas montañas mágicas, o las megarronchas que me sacó una pulga después del banquete que se dio en el avión de Lufthansa que me trajo hasta acá. Sin duda, el motivo de mayor preocupación y burla fueron las ronchas que poco a poco fueron creciendo pierna arriba hasta la nalga. Afortunadamente, Iván cargaba unas pepas para alergia que parecería que me estuvieran controlando las ronchas y con ello las burlas y la rascada indecente.
Le puede interesar: Recorrer Colombia en bicicleta para contribuir con la economía del país)
Visitar la Acropolis y el Partenón y Delfi (y si la rasquiña dejaba), hicieron imposible no pensar en mi mamá, Ángela Mejía, “la” profesora de historia antigua y de Grecia de la Universidad Nacional entre principios de los años 70 (cuando quedó viuda) y mediados de los años 90 del siglo pasado. Todos los días he desayunado con yogur griego con nueces y miel, plato que para mi mamá era manjar de los dioses y del cual no paraba de hablar desde su visita a Grecia en 1981 con mi hermana.
Mañana, domingo 16, día de Resurrección para los Griegos, empezamos a pedalear. Llegó la hora de la verdad, el juicio final. Además, iniciamos este matrimonio de dos meses con Iván. Vamos a ver si nos aguantamos en las buenas y en las malas hasta que Ámsterdam nos separe (alrededor de junio 15).
Addendum 1
Mientras viajaba en avión (y la pulga me devoraba) y en medio de las caminadas por Atenas y los restos arqueológicos, mi mamá estuvo siempre presente: sus historias sobre los estudiantes que tanto quería (bien fueran pilos, vagos, no supieran casi escribir o le metieran cuentos chinos para no presentar un examen), sus escapadas de la universidad en su inolvidable escarabajo color mostaza en medio de disturbios, retenes del ejército y gases lacrimógenos.
Y claro, acá en Atenas recuerdo cómo gozó catalogando y rescatando de un sótano perdido de la ciudad universitaria la colección del maestro Roberto Pizano, contribuyendo así a que se exhibiera de manera permanente en el museo de Arte de la Universidad Nacional (trabajo a partir del cual publicó un libro que guardo como tesoro). La colección Pizano —la primera y tal vez la única llevada a Colombia con criterio museológico— estaba conformada por más de 160 obras copiadas en yeso a partir de las originales (en su mayoría expuestas en el Museo del Louvre; igual sucede con muchas de las piezas expuestas en el museo de la Acrópolis acá en Atenas, las cuales son copias en yeso de la originales expuestas en su mayoría en el museo británico). Las obras de la colección Pizano permitían ilustrar, entre otras, las obras de arte antiguo del cercano Oriente, Grecia, el Helenístico, el arte Ibérico y medieval, obras notables del Renacimiento y obras importantes del escultor Augusto Rodin. No sé si sea cierto, pero hace relativamente poco escuché que la colección había sido de nuevo guardada “en un closet” de la Universidad a pesar de su inmenso valor didáctico.
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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dio como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Las tensiones de última hora y los primeros días en Grecia
Washington (sala de espera del aereopuerto) y en el avión a Atenas (en el cielo), abril 12
Todo estuvo relativamente libre de tensiones durante la última semana. Como estaba previsto, Iván se echó a las petacas y no salió a entrenar. Yo, en cambio, me hice dos veces una de las etapas reinas de por estos lares en el Parque Nacional del Shenandoah: 100 kilómetros de distancia con 2.000 metros de elevación. La hice a un promedio de velocidad de 20 kilómetros por hora (aproximadamente).
Salí con la patota de amigos de la bicicleta en Washington (casi todos colombianos o hispanoamericanos). Y, como ha pasado desde siempre, me dieron en la jeta. Los mejores (que ya se aproximan o llegaron a los 70 años) me sacaron más de 30 minutos en la etapa reina. Esto me sirve para ser más modesto, menos ignorante y dejar de maldecir a nuestros héroes escarabajos cuando pierden 20 segundos en una etapa reina de las grandes vueltas europeas. Además, intento convencerme de que es mejor pensar como Vicente Fernández y que “no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.
Lo invitamos a leer la primera crónica de esta serie: Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones)
Quizás el desarrollo más novedoso de la última semana fue mi conversión a “influencer”. La generosidad de El Espectador al publicar estas crónicas me puso eléctrico y empecé a circular la noticia (y la primera crónica) dentro de los amigos. Ningún artículo en revista de economía o promoción dentro de la burocracia internacional me había electrizado así. Y cuando estaba casi electrocutado, vino la sugerencia y pedido de amigos de abrir cuenta de Instagram para seguirnos durante la travesía. Y yo, que no tenía ni cuenta de Facebook, abrí la cuenta de Instagram, y me puse en la tarea de aprender a montar fotos, ponerles leyendas y etcétera, y reclutar familia, amigos y conocidos para que me siguieran (muchas veces infructuosamente, pues al igual que el Alejandro de una semana atrás, pocos de mis amigos son afectos a las redes sociales). Así que encontré trabajo de tiempo completo a última hora y mi acelere en distribuir la primera crónica antes de salir del horno me costó una cariñosa jalada de orejas de un hidalgo de cuyo nombre no quiero acordarme.
Sin embargo, la última semana en Washington no estuvo exenta de tensioncitas in crescendo. La angustia empezó con unos ajustadores para las alforjas que me tocó pedir a última hora y que, cuando llegaron, eran del tamaño que no tocaba. Al final, los nuevos ajustadores llegaron ayer en la víspera del viaje. La angustia creció después con los pedales nuevos para los zapatos de montaña y con los cuales a veces me golpeaba el tobillo con la biela o rozaba con el pie la bicicleta. Así que a última hora me compré unas extensiones para los pedales que terminaron funcionando bien en la última etapa de entrenamiento que hice por el Shenandoah. Fue una lástima no haber tenido más tiempo para probarlos. Toco madera que no me vayan a fregar las rodillas, pero si veo que me empiezan a doler, pues quito las extensiones y veo a ver cómo ajusto los pedales.
Y luego vino la angustia de una bendita corona en una muela. A pesar de querer hacer las cosas con tiempo, desde hace un mes el dentista trató de cambiarme la corona y nada que podía. Finalmente, después de dos idas infructuosas a su consultorio, parece que la arregló ayer. Al llegar a Grecia me encomendaré a los dioses del Olimpo para que así sea, pues el problema de la muela puede ser más maluco que el del pedal.
Y qué decir del placer de presentar los impuestos: por más que uno trate de hacer las cosas bien, siempre sale un conejo del sombrero a última hora diciendo que toca pagar más de lo que uno pensaba y/o que la administración de impuestos le debe a uno menos de lo soñado, así que ayer me tocó ir donde los contadores a firmar para poder presentar los impuestos antes del viaje.
Ya lo decía mi tío David:
“A los problemas hay que hacerles frente y ponerles el diente
pa que no diga la gente que parecés indigente”.
Después, cuando todo parecía listo, me dio por revisar lo que llevaba en las alforjas. Quité y volví a poner una y otra vez cosas para minimizar el peso y decidir qué sobraba. Al final logré que cada alforja pesara 9 libras y media (o sea que una alforja pesa lo mismo que perdí desde enero y que había ganado de tanto trago y tanta comilona en Colombia a principios de noviembre del 2022 y en las fiestas de Acción de Gracias y de Navidad). Entiendo que el “equipaje” de Iván pesa dos terceras partes del mío (o menos). Ya lo veré pidiéndome cacao que le preste esto o aquello.
Más deportes: 5.000 amantes del ciclismo participarán en la Travesía Bogotá - Villavicencio)
Y luego, de perfeccionista pendejo, me dio por hacer una última revisión para estar seguro de que todo estaba en orden. Y con la revisión, ofúsquese se dijo al no encontrar las pilas de repuesto para los cambios de la bicicleta; busqué aquí y allá, desempaqué la bici de la caja para ver si por equivocación las había puesto ahí, para finalmente encontrarlas donde deberían estar: bien puestecitas dentro de una bolsa en las alforjas.
Y para rematar, después de tener las bicicletas empacadas y bien desbaratadas, nos dimos cuenta de que cuando llegaramos a Grecia estaríamos en medio de la Semana Santa ortodoxa. Entramos en trance pensando que las tiendas de bicicletas estarían cerradas en Atenas (como mencioné en la crónica anterior, Iván y yo seríamos incapaces, entre otros asuntos mecánicos, de volver a poner el descarrilador por más Youtube que viéramos); pero la tranquilidad volvió parcialmente a las huestes después de llamar a la tienda y creer entenderles a los mecánicos griegos que la tienda estaría abierta. La tranquilidad fue total cuando Iván confirmó hoy al llegar a Atenas que lo que entendimos por el teléfono era correcto, que al menos por esta vez estaremos sanos y salvos en lo que a problemas mecánicos se refiere.
Por el lado de Iván, entiendo que la tranquilidad tampoco predominó en la última semana (aunque sospecho que no lo reconoce porque “él es así”). Apenas se dio cuenta de que llegábamos en la Semana Santa griega, y en contra de la idea original de solo hacer reservaciones la víspera de llegar a cada sitio, se clavó a reservar cuartos en hotelitos hasta el próximo miércoles 19 de abril. Y a última hora se puso a sugerirme pequeñas modificaciones a la ruta que me obligaron a repasar mis pocas habilidades como cartógrafo.
La salida de Madrid y la llegada de Iván a Atenas tuvo sus altibajos. Le hicieron desempacar la bicicleta en el aereopuerto de Madrid para desinflar las llantas. Luego se puso feliz porque le rebajaron el precio del transporte de la bicicleta a punta de ojitos de mosquita muerta. Y, al llegar a Atenas, los ánimos se le volvieron a subir: casi no encuentra taxi en el aereopuerto que lo llevara a la tienda de bicicletas para que armaran la suya (la bicicletería queda a cuatro cuadras de donde vamos a dormir).
Anita, la esposa de Iván y quien está en Atenas para despedirnos al inicio del periplo, me avisó por WhatsApp del impasse en el aereopuerto (con Anita —quien me motivó y empujó a escribir estas crónicas— nos conocemos desde que éramos niños). Yo la llamé a sugerirle que alquilaran carro para visitar Delfi u Olimpia, y entre susurros me dijo: “No sé, la electricidad está alta”. Y en seguida se oyeron los gritos de Iván: “Alquilar carro, ¡NO!”. Colgué ipso facto para evitar bajas en combate. Un rato más tarde, supe que un Dimitri los había salvado y que mañana me recoge con la poderosa en el aereopuerto de Atenas.
Abril 15, Atenas
Llegué a Atenas con casi dos horas de retraso y Dimitri estaba a mil diciendo que por mi culpa había perdido no sé cuántos clientes y aprovechando para hacer su agosto en abril, cosa que le resultó fácil dada mi ineptitud para negociar. De todos modos llegué derecho a armar la bici. Anita e Iván me estaban esperando y me acompañaron a comprar mi tarjeta SIM para el teléfono y a hacer otras cositas aquí y allá. Caminamos todo el tiempo por el barrio llamado Plaka, lleno de mesas en las calles con gente conversando sin afanes, con iglesias pequeñas y casi coquetas en cada esquina y con la Acrópolis como telón de fondo por allá a lo lejos. Había estado en Atenas en 1993 pero, al menos en lo que respecta a Plaka, no la recordaba como una ciudad tan encantadora.
No se qué fue más memorable de estos 3 días que llevo en Grecia: si la Acropolis y el Partenón, o Delfi en medio de esas montañas mágicas, o las megarronchas que me sacó una pulga después del banquete que se dio en el avión de Lufthansa que me trajo hasta acá. Sin duda, el motivo de mayor preocupación y burla fueron las ronchas que poco a poco fueron creciendo pierna arriba hasta la nalga. Afortunadamente, Iván cargaba unas pepas para alergia que parecería que me estuvieran controlando las ronchas y con ello las burlas y la rascada indecente.
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Visitar la Acropolis y el Partenón y Delfi (y si la rasquiña dejaba), hicieron imposible no pensar en mi mamá, Ángela Mejía, “la” profesora de historia antigua y de Grecia de la Universidad Nacional entre principios de los años 70 (cuando quedó viuda) y mediados de los años 90 del siglo pasado. Todos los días he desayunado con yogur griego con nueces y miel, plato que para mi mamá era manjar de los dioses y del cual no paraba de hablar desde su visita a Grecia en 1981 con mi hermana.
Mañana, domingo 16, día de Resurrección para los Griegos, empezamos a pedalear. Llegó la hora de la verdad, el juicio final. Además, iniciamos este matrimonio de dos meses con Iván. Vamos a ver si nos aguantamos en las buenas y en las malas hasta que Ámsterdam nos separe (alrededor de junio 15).
Addendum 1
Mientras viajaba en avión (y la pulga me devoraba) y en medio de las caminadas por Atenas y los restos arqueológicos, mi mamá estuvo siempre presente: sus historias sobre los estudiantes que tanto quería (bien fueran pilos, vagos, no supieran casi escribir o le metieran cuentos chinos para no presentar un examen), sus escapadas de la universidad en su inolvidable escarabajo color mostaza en medio de disturbios, retenes del ejército y gases lacrimógenos.
Y claro, acá en Atenas recuerdo cómo gozó catalogando y rescatando de un sótano perdido de la ciudad universitaria la colección del maestro Roberto Pizano, contribuyendo así a que se exhibiera de manera permanente en el museo de Arte de la Universidad Nacional (trabajo a partir del cual publicó un libro que guardo como tesoro). La colección Pizano —la primera y tal vez la única llevada a Colombia con criterio museológico— estaba conformada por más de 160 obras copiadas en yeso a partir de las originales (en su mayoría expuestas en el Museo del Louvre; igual sucede con muchas de las piezas expuestas en el museo de la Acrópolis acá en Atenas, las cuales son copias en yeso de la originales expuestas en su mayoría en el museo británico). Las obras de la colección Pizano permitían ilustrar, entre otras, las obras de arte antiguo del cercano Oriente, Grecia, el Helenístico, el arte Ibérico y medieval, obras notables del Renacimiento y obras importantes del escultor Augusto Rodin. No sé si sea cierto, pero hace relativamente poco escuché que la colección había sido de nuevo guardada “en un closet” de la Universidad a pesar de su inmenso valor didáctico.
🚴🏻⚽🏀 ¿Lo último en deportes?: Todo lo que debe saber del deporte mundial está en El Espectador