Adiós, Grecia; hola, Italia
Cuarta entrega de la crónica de dos sesentones en bicicleta por Europa, con la tristeza de abandonar Grecia y el descubrimiento de Italia, que no ha sido muy fotogénico ni exento de perdidas en el camino, sustos en la noches y algo de hambre.
Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para <b>El Espectador </b>regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Los últimos dos días en Grecia estuvimos casi tristongos, pero al mismo tiempo agradecidos con todo. Nos preguntábamos si no habría valido la pena pasar más tiempo en los pueblitos donde paramos, haber compartido más con la gente que encontramos en cada pueblo, habérnosla gozado aún más, pero qué diablos. Pasamos bueno y la energía positiva de la gente, los pueblos, el mar y nuestro sufrimiento y goce en las carreteras estará siempre con nosotros.
El sábado 22 llegamos a Igoumenitsa (pedaleamos 581 kilómetros en Grecia, incluidos 4.981 metros de ascenso), con tiempo más que suficiente para tomar el ferry a Bríndisi. Después de un día de descanso, ya llevamos dos días pedaleando en Italia (y recorrido 170 kilómetros y 840 metros de ascenso). Bonito, sin duda, pero no dejamos de extrañar a Grecia y sus pueblitos. Con excepción de Policoro (un pueblo pequeño sin gracia a dos kilómetros del mar), en Italia nos hemos quedado en ciudades intermedias —con historia, mucha historia, sí— pero nos hacen falta los encantadores pueblitos griegos.
Parga, 21 de abril
Hoy ha sido la etapa más larga —más de lo pensado originalmente: 101 kilómetros. Después de discusiones acaloradas con los organizadores del tour, le añadimos unos 25 kilómetros para hacer la etapa de mañana más corta y poder llegar a Igoumenitsa a tiempo para tomar el ferry a Italia sin afanes.
Clasificaría la etapa de hoy (y quizás las próximas tres que vienen) como de transición. Al lote lo mantuvimos controlado, incluso durante las escaramuzas que hubo al final cuando premios de montaña de tercera categoría se nos pusieron enfrente. El lote llegó compacto a la meta en Parga, pueblito precioso, más comercial y más grande que Myticas y Astakos, con un castillo en la punta de una colina que se veía desde el pequeño malecón. Allí, mirando hacia el mar, nos comimos la última ensalada griega en Grecia.
Diría que el día fue también uno de retrospección. Iván y yo estamos con tristeza de irnos de acá, con saudades anticipadas de su gente, sus montañas, su mar azul de historias sin fin (sentimiento poco yogui, pues hay que estar siempre en el presente). Iván recordó (entre otras cosas) la generosidad que tuvieron ayer Kostas y Pandelis (ver Crónica III de los bicisesentones). Y yo, en medio de la melancolía, mientras pedaleaba, pensaba en los profesores que me hicieron mella a lo largo de la vida: el gran Pompilio Iriarte, mi profesor de literatura en el Gimnasio Moderno; Carlos B. Gutiérrez (q.e.p.d), profesor de filosofía en Los Andes, quien erróneamente pensó que yo no me prostituiría a la economía; Ulpiano Ayala (q.e.p.d), el vergajo que me rajó en doctrinas económicas y me enseñó que para ser serio no se podía tomar cerveza todo el día. Y claro, desde hace ya más de 12 años, mis profesores de Yoga (John Shumacher, Joe Adlesic en Washington y Swati y Rajiv Chanchani en la India), quienes han intentado enseñarme, a veces con éxito, que lo importante es esa llama interior que hay que cultivar todos los días. Mientras más la cultivemos, menos nos afectarán los fenómenos externos —positivos y negativos— y más agradecidos estaremos con el regalo de “estar acá”.
“Quisiera que esta experiencia enseñara que nunca es tarde para realizar los sueños, que fuera un ejemplo para no temerle a lo desconocido y enfrentar los problemas solo cuando realmente llegan”.
Cuando la retrospección dio un respiro, noté al capo al tope, y los contrincantes (e incluso los allegados) aún no saben a ciencia cierta qué tan grave es su dolor de rodilla. En el plano jaló al pelotón, y en las montañas despistó al enemigo, haciéndose el que se rezagaba. Hicimos un buen promedio de velocidad, gozando del paisaje y tomando fotos cuando se nos antojaba. Paramos en una estación de gasolina a la mitad del camino, donde por equivocación terminé comiéndome un sánduche con huevo (pero me confesé y el pecado está exonerado).
Mi hermana Adelaida, quien es seria y trascendental, me preguntaba que, siendo consciente de que yo estaba tomando del pelo, a quién quisiera influenciar en mi nuevo trabajo de influencer. Y le dije que no sabía. Al fin de cuentas, mi único propósito con esta correría era (y sigue siendo) pasarla bueno, aunque sea sufriendo. Si me hurgan, quizás diría que quisiera que esta experiencia enseñara que nunca es tarde para realizar los sueños, que fuera un ejemplo para no temerle a lo desconocido y enfrentar los problemas solo cuando realmente llegan (como diría mi tío David, no vale la pena preocuparse porque eso es ocuparse antes de tiempo); un camino para los jubilados que no saben qué hacer con su tiempo libre; una lección para algunos jóvenes que creen que después de los sesenta uno es un viejo chuchumeco mandado a recoger; y un jalón de orejas a los profesores de educación física (recuerdo con especial escozor a un argentino que tuve en el colegio), que desprecian (por decir lo menos) a los descoordinados y débiles y no le inculcan al joven el amor al deporte y a la aventura.
En fin. Ya es como hora de irse a dormir y dejar de echar tanta paja. Mañana madrugamos a pedalear estos últimos kilómetros en Grecia, e Iván ya pronto me estará respirando en la nuca y diciendo: “Levantate si es que querés hacer pranayama”.
Igoumenitsa (en el ferry a Italia, esperando a que zarpe, y en alta mar), 22 de abril
Nos despertamos temprano con la ansiedad de empezar a pedalear. En el papel la etapa parecía difícil y se suponía que teníamos que estar en el terminal del ferry tres horas antes de zarpar (a las 2 pm). Desayunamos en el cuarto un banano, un yogur y una granola, y dele a pedalear, poco después de salir el sol.
Empezamos con una subida de unos 7 kilómetros con una inclinación promedio de 6 grados. Hacía un poco de frío y en la cima empezó una niebla, espesa a ratos, que nos acompañó por casi 45 minutos. Después de coronar la cumbre, esperábamos más subidas y más sufrimiento, pero no. El cartógrafo había diseñado la ruta por especies de caminos veredales que en realidad no era necesario tomar. Así que nos fuimos por la vía principal, con el mar a nuestra izquierda, a una velocidad de crucero de 25 kilómetros por hora. Con pocas subidas que enfrentar, llegamos a Igouminitsa en un abrir y cerrar de ojos.
Lo invitamos a leer la primera entrega de esta serie: Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones
Fuimos los primeros en abordar el ferry. Estaba bastante vacío. Muchos de los pasajeros eran camioneros que imagino estaban llevando mercancía a Italia y al resto de Europa. Uno se nos acercó y, entre señas, nos pareció entenderle que nos había visto pedaleando en la carretera y nos había tomado una foto. También había un grupo grande de adolescentes italianos, probablemente en paseo del colegio y ya de regreso a casa. Seis horas en la travesía y empezó una rumbita al lado de donde estábamos sentados, y una manada de jóvenes, casi todas mujeres, empezó a bailar y a brincar en patota, música latina en su gran mayoría. Y el Iván, feliz, se la gozó de cabo a rabo (como espectador) con una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando me subí al ferry estaba con pereza infinita del traslado acuático. Pensaba que no saqué el alma de marinero de mi tío Mario, quien de niño me sacaba a pasear en su lancha por el río Cauca y por las playas cercanas a Buenaventura. Claramente, no soy hombre de mar. Aunque me encanta contemplarlo de lejos, no me cabe duda que soy montañero.
Bríndisi (día de descanso), 23 de abril
Anoche llegamos como a las 9 de la noche. Ya estaba oscuro y a buscar el hotel se dijo. El capo lo había reservado cerca al puerto; lo encontramos con facilidad, navegando en la oscuridad. Tristemente, quedaba en medio de la nada o sea que con hambre nos fuimos a dormir. Las camas las teníamos demasiado cerca la una de la otra. No había cómo moverlas. A eso de las 5 de la mañana, me moví de lado y le toqué la mano a Iván. El hombre saltó como si lo hubiera picado una culebra, o quizás pensó que mis preferencias habían cambiado, pero no. Nos atacamos de la risa en medio del susto y nos volvimos a dormir.
Desayunamos rico, y nos fuimos al centro en bus a lavar ropa en una lavandería de autoservicio. En el bus, Iván se sentó al lado del chofer y al poco tiempo ya le estaba dando indicaciones a cuanto pasajero entraba. En su italiano bastante primitivo se hizo amiguísimo del conductor y de milagro no lo invitó a almorzar con nosotros.
Una vez lavada la ropa —y boleada su camándula en una plaza en frente de la lavandería—, Iván fue a su misa dominical en la catedral. Aprendí (aunque mañana ya se me habrá olvidado) que la primera piedra de la catedral fue puesta por el papa Urbano en 1089 y la catedral fue terminada en 1143 y que fue un destino de peregrinación para los cruzados que partían desde Bríndisi hacia Tierra Santa. La actual catedral es más bien simplona, porque la original fue destruida por un terremoto en 1743. Durante la ceremonia, me senté en las bancas de atrás. Hacía años no asistía a una misa. Desde niño le he tenido pereza a cualquier institución o persona, religiosa o laica, que se sienta poseedora de la verdad y que me trate de reclutar para seguir por el “camino del bien” y de la “salvación”. Intenté meditar en medio de aleluyas, corderos de Dios y padres nuestros. Sentí energía positiva y al terminar el servicio estábamos listos para un buen almuerzo.
Aquí puede leer la segunda entrega: Antes de empezar a pedalear, un poco de turismo y de tensiones
Almorzamos en un restaurante muy familiar que casi no nos da mesa. Estaba lleno, con las mesas reservadas porque se festejaba un bautizo. Mientras esperábamos, pedimos unas cervezas en la terraza frente al mar; poco a poco me puse copetón. Cuando nos dejaron entrar a comer, me tomé unos vinitos y comí una pasta con brócoli; Iván siguió con sus polas, acompañadas de una pasta con camarón. Aunque se demoraron más de la cuenta en servirnos, Iván estaba fresco (oh sorpresa), conversando en su semiitaliano amateur con quien se le pasaba en frente.
Una vez pagamos la cuenta, caminamos por el malecón. Iván les puso conversa a unos señores con morral. Venían caminando desde Venecia (unos 840 kilómetros) y tenían 78 y 72 años. Nos reímos un rato con ellos, les admiramos sus andanzas y luego paré a comerme mi primer helado en Italia (heredé de mi mamá la debilidad por el helado). Tomamos el bus de regreso al hotel. Por alguna razón el bus dio vueltas y vueltas y regresábamos al punto de partida sin entender por qué; pero al fin de cuentas llegamos al hotel sin problema, hablamos con nuestra gente querida, preparamos el equipaje para mañana y, frescos de la vida, nos acostamos optimistas pensando en lo que se nos avecina.
Taranto, 24 de abril
El periplo italiano empezó con inconvenientes menores. Mi panel de control de la bicicleta estaba poniendo pereque. El plan de teléfono que había comprado en Grecia no me estaba funcionando y no tenía internet. O sea que la salida de Bríndisi no fue fácil y nos estábamos metiendo por autopista sin querer (por alguna razón, la ruta que había bajado al Garmin me estaba enviando por ahí). Iván insistió que algo estaba mal y, con su pericia innata, nos metimos por donde tocaba.
La vía a ratos bordeaba la autopista, a veces se alejaba y nos metía por caminos veredales en medio de viñedos, cultivos de alcachofa y campos floridos. También veíamos de vez en cuando uno que otro cactus. Pasamos por pueblos sin mayor gracia, que a Iván le recordaban a Cerrito en el Valle, pero de pronto, de la nada, aparecían otros casi bonitos con retazos de arquitectura centenaria. Mesagne fue uno de ellos y ahí paramos a comprar un nuevo programa de teléfono para mi celular y poner otra vez al tope mi panel de control.
Le puede interesar: José Miguel Corpas, ¡béisbol puro!
Hacia la mitad del camino, en Francavilla, tuvimos que parar. Y por cosas de la vida, nos encontramos con Aldo, un señor de 78 años muy simpático que nos puso conversación, nos alertó que estuviéramos atentos a los ladronzuelos y se nos puso a la orden para cualquier cosa que necesitáramos. Nos contó que hace 60 años había viajado por toda Italia en bicicleta (en contra del deseo de sus padres) y ensalzó sus aventuras y sus pesares.
Con tristeza nos despedimos de Aldo y apretamos el pedal. Íbamos volando hasta que el panel de control le dio por meternos por un camino despavimentado que nos puso a retumbar el cerebro dentro del cráneo como una maraca por ese camino sin encanto. Veíamos viñedos metidos en esos invernaderos plásticos tan desapacibles que se tiran hasta los paisajes más preciosos, empezando por los de la sabana de Bogotá.
El desvío nos alargó la etapa como 15 kilómetros. Esa parte del recorrido la hicimos por una medio autopista y con un poco de mal genio por una alargada de kilómetros innecesaria. No fue placentero. Ya en Taranto, pedaleamos casi 8 kilómetros antes de llegar al hotel. A veces en medio de calles sucias y desapacibles y a ratos por calles bonitas a las que se les sentía su historia.
Por ignorantes, no sabíamos que Taranto era tan grande y que ha sido un centro cultural, económico y militar importante desde la Magna Grecia. Como nos enseñó Kendra —una barranquillera que es ahora profesora de bachillerato en Taranto y a quien nos topamos de chiripa mientras buscábamos donde tomarnos una cerveza y algo que comer— esta ciudad fue fundada en el siglo VIII antes de Cristo durante el periodo de colonización griega y fue cuna de importantes filósofos y escritores. Actualmente es la tercera ciudad más grande del sur de Italia, y tiene fundiciones considerables de acero y hierro, refinerías de petróleo e industrias químicas.
El encuentro fugaz con Kendra fue lo mejor que nos pasó una vez salimos del hotel alrededor de las 4 de la tarde. Andábamos con hambre y cansados, pero caminamos y caminamos y todo estaba cerrado. Las calles eran bonitas, pero el mal genio que causa el hambre no nos las dejaba disfrutar. Finalmente, y cuando hacía rato le habíamos dicho adiós a Kendra, encontramos hacia las 6 de la tarde un sitio donde comer cualquier cosa de dudosa calidad. No será un grato recuerdo, pero no importa. Todo bien. Muy bien.
Policoro, 25 de abril
Iván se me volvió a asustar anoche. A eso de las dos de la mañana me levanté al baño y al regresar al cuarto entre tinieblas no encontraba mi cama y empecé a mover la suya. Con voz de pánico me gritó: “¡Qué hacés, Alejo!”. Y yo todo asustado le respondí que no encontraba mi cama. Haciéndose el que tenía la paciencia del santo Job, me la señaló y entre risas nos dormimos otra vez.
Salimos de Taranto con cierta tristeza de no haberlo conocido mejor a eso de las ocho y media de la mañana. Fue una etapa sin encanto y casi todo el tiempo bordeando una autopista de un lado y cultivos de naranja en el otro. Fuimos a buen paso y, tal como habíamos acordado, a mitad de camino paramos a comernos un sánduche. Teníamos susto que nos pasara lo de la noche anterior y que al llegar a Policoro todo estuviera cerrado y que el hambre hiciera de las suyas.
Lo invitamos a leer: Valle de Tenza: paraíso para el turismo de cocreación y los nómadas digitales
Con la barriga llena y el corazón contento, le metimos el diente a los últimos cuarenta kilómetros. El resto de la etapa siguió siendo cero fotogénica. Pobre. Incluso, a ratos, nos tocó meternos por la autopista. Pereza total. Y además, al igual que ayer, nos volvimos a perder. Aunque terminamos en medio de un potrero de naranjos, la pérdida no nos debió haber hecho perder más de media hora y nos añadió muy pocos kilómetros.
Llegamos a Policoro a eso de la una y media de la tarde. Iván rompió el código de honor y el pacto de sangre que habíamos hecho. Sin importarle un carajo, dijo que antes de registrarse en el hotel iba a ir a almorzar algo, por más sánduche que se hubiera empaquetado pocas horas atrás. Claramente la experiencia del día anterior lo había dejado traumatizado. Como un cordero manso lo acompañé por un pueblo vacío y adormilado que poco mérito tenía para tomarle una foto. Terminamos almorzando sabroso en una trattoria en frente de una iglesia bonita.
Las próximas cuatro etapas son duras en el papel. Además mañana vaticinan bastante viento, el enemigo al que más le tememos Iván y yo. Pero al mal tiempo le haremos buena cara. En dos días estaremos en la costa amalfitana. Aunque hay cierto nerviosismo en el equipo por las etapas que se avecinan, estamos con ilusión de poder pedalear por esos lares y tener nuestro siguiente día de descanso en Sorrento bebiendo vino y comiendo pasta.
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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para <b>El Espectador </b>regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Los últimos dos días en Grecia estuvimos casi tristongos, pero al mismo tiempo agradecidos con todo. Nos preguntábamos si no habría valido la pena pasar más tiempo en los pueblitos donde paramos, haber compartido más con la gente que encontramos en cada pueblo, habérnosla gozado aún más, pero qué diablos. Pasamos bueno y la energía positiva de la gente, los pueblos, el mar y nuestro sufrimiento y goce en las carreteras estará siempre con nosotros.
El sábado 22 llegamos a Igoumenitsa (pedaleamos 581 kilómetros en Grecia, incluidos 4.981 metros de ascenso), con tiempo más que suficiente para tomar el ferry a Bríndisi. Después de un día de descanso, ya llevamos dos días pedaleando en Italia (y recorrido 170 kilómetros y 840 metros de ascenso). Bonito, sin duda, pero no dejamos de extrañar a Grecia y sus pueblitos. Con excepción de Policoro (un pueblo pequeño sin gracia a dos kilómetros del mar), en Italia nos hemos quedado en ciudades intermedias —con historia, mucha historia, sí— pero nos hacen falta los encantadores pueblitos griegos.
Parga, 21 de abril
Hoy ha sido la etapa más larga —más de lo pensado originalmente: 101 kilómetros. Después de discusiones acaloradas con los organizadores del tour, le añadimos unos 25 kilómetros para hacer la etapa de mañana más corta y poder llegar a Igoumenitsa a tiempo para tomar el ferry a Italia sin afanes.
Clasificaría la etapa de hoy (y quizás las próximas tres que vienen) como de transición. Al lote lo mantuvimos controlado, incluso durante las escaramuzas que hubo al final cuando premios de montaña de tercera categoría se nos pusieron enfrente. El lote llegó compacto a la meta en Parga, pueblito precioso, más comercial y más grande que Myticas y Astakos, con un castillo en la punta de una colina que se veía desde el pequeño malecón. Allí, mirando hacia el mar, nos comimos la última ensalada griega en Grecia.
Diría que el día fue también uno de retrospección. Iván y yo estamos con tristeza de irnos de acá, con saudades anticipadas de su gente, sus montañas, su mar azul de historias sin fin (sentimiento poco yogui, pues hay que estar siempre en el presente). Iván recordó (entre otras cosas) la generosidad que tuvieron ayer Kostas y Pandelis (ver Crónica III de los bicisesentones). Y yo, en medio de la melancolía, mientras pedaleaba, pensaba en los profesores que me hicieron mella a lo largo de la vida: el gran Pompilio Iriarte, mi profesor de literatura en el Gimnasio Moderno; Carlos B. Gutiérrez (q.e.p.d), profesor de filosofía en Los Andes, quien erróneamente pensó que yo no me prostituiría a la economía; Ulpiano Ayala (q.e.p.d), el vergajo que me rajó en doctrinas económicas y me enseñó que para ser serio no se podía tomar cerveza todo el día. Y claro, desde hace ya más de 12 años, mis profesores de Yoga (John Shumacher, Joe Adlesic en Washington y Swati y Rajiv Chanchani en la India), quienes han intentado enseñarme, a veces con éxito, que lo importante es esa llama interior que hay que cultivar todos los días. Mientras más la cultivemos, menos nos afectarán los fenómenos externos —positivos y negativos— y más agradecidos estaremos con el regalo de “estar acá”.
“Quisiera que esta experiencia enseñara que nunca es tarde para realizar los sueños, que fuera un ejemplo para no temerle a lo desconocido y enfrentar los problemas solo cuando realmente llegan”.
Cuando la retrospección dio un respiro, noté al capo al tope, y los contrincantes (e incluso los allegados) aún no saben a ciencia cierta qué tan grave es su dolor de rodilla. En el plano jaló al pelotón, y en las montañas despistó al enemigo, haciéndose el que se rezagaba. Hicimos un buen promedio de velocidad, gozando del paisaje y tomando fotos cuando se nos antojaba. Paramos en una estación de gasolina a la mitad del camino, donde por equivocación terminé comiéndome un sánduche con huevo (pero me confesé y el pecado está exonerado).
Mi hermana Adelaida, quien es seria y trascendental, me preguntaba que, siendo consciente de que yo estaba tomando del pelo, a quién quisiera influenciar en mi nuevo trabajo de influencer. Y le dije que no sabía. Al fin de cuentas, mi único propósito con esta correría era (y sigue siendo) pasarla bueno, aunque sea sufriendo. Si me hurgan, quizás diría que quisiera que esta experiencia enseñara que nunca es tarde para realizar los sueños, que fuera un ejemplo para no temerle a lo desconocido y enfrentar los problemas solo cuando realmente llegan (como diría mi tío David, no vale la pena preocuparse porque eso es ocuparse antes de tiempo); un camino para los jubilados que no saben qué hacer con su tiempo libre; una lección para algunos jóvenes que creen que después de los sesenta uno es un viejo chuchumeco mandado a recoger; y un jalón de orejas a los profesores de educación física (recuerdo con especial escozor a un argentino que tuve en el colegio), que desprecian (por decir lo menos) a los descoordinados y débiles y no le inculcan al joven el amor al deporte y a la aventura.
En fin. Ya es como hora de irse a dormir y dejar de echar tanta paja. Mañana madrugamos a pedalear estos últimos kilómetros en Grecia, e Iván ya pronto me estará respirando en la nuca y diciendo: “Levantate si es que querés hacer pranayama”.
Igoumenitsa (en el ferry a Italia, esperando a que zarpe, y en alta mar), 22 de abril
Nos despertamos temprano con la ansiedad de empezar a pedalear. En el papel la etapa parecía difícil y se suponía que teníamos que estar en el terminal del ferry tres horas antes de zarpar (a las 2 pm). Desayunamos en el cuarto un banano, un yogur y una granola, y dele a pedalear, poco después de salir el sol.
Empezamos con una subida de unos 7 kilómetros con una inclinación promedio de 6 grados. Hacía un poco de frío y en la cima empezó una niebla, espesa a ratos, que nos acompañó por casi 45 minutos. Después de coronar la cumbre, esperábamos más subidas y más sufrimiento, pero no. El cartógrafo había diseñado la ruta por especies de caminos veredales que en realidad no era necesario tomar. Así que nos fuimos por la vía principal, con el mar a nuestra izquierda, a una velocidad de crucero de 25 kilómetros por hora. Con pocas subidas que enfrentar, llegamos a Igouminitsa en un abrir y cerrar de ojos.
Lo invitamos a leer la primera entrega de esta serie: Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones
Fuimos los primeros en abordar el ferry. Estaba bastante vacío. Muchos de los pasajeros eran camioneros que imagino estaban llevando mercancía a Italia y al resto de Europa. Uno se nos acercó y, entre señas, nos pareció entenderle que nos había visto pedaleando en la carretera y nos había tomado una foto. También había un grupo grande de adolescentes italianos, probablemente en paseo del colegio y ya de regreso a casa. Seis horas en la travesía y empezó una rumbita al lado de donde estábamos sentados, y una manada de jóvenes, casi todas mujeres, empezó a bailar y a brincar en patota, música latina en su gran mayoría. Y el Iván, feliz, se la gozó de cabo a rabo (como espectador) con una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando me subí al ferry estaba con pereza infinita del traslado acuático. Pensaba que no saqué el alma de marinero de mi tío Mario, quien de niño me sacaba a pasear en su lancha por el río Cauca y por las playas cercanas a Buenaventura. Claramente, no soy hombre de mar. Aunque me encanta contemplarlo de lejos, no me cabe duda que soy montañero.
Bríndisi (día de descanso), 23 de abril
Anoche llegamos como a las 9 de la noche. Ya estaba oscuro y a buscar el hotel se dijo. El capo lo había reservado cerca al puerto; lo encontramos con facilidad, navegando en la oscuridad. Tristemente, quedaba en medio de la nada o sea que con hambre nos fuimos a dormir. Las camas las teníamos demasiado cerca la una de la otra. No había cómo moverlas. A eso de las 5 de la mañana, me moví de lado y le toqué la mano a Iván. El hombre saltó como si lo hubiera picado una culebra, o quizás pensó que mis preferencias habían cambiado, pero no. Nos atacamos de la risa en medio del susto y nos volvimos a dormir.
Desayunamos rico, y nos fuimos al centro en bus a lavar ropa en una lavandería de autoservicio. En el bus, Iván se sentó al lado del chofer y al poco tiempo ya le estaba dando indicaciones a cuanto pasajero entraba. En su italiano bastante primitivo se hizo amiguísimo del conductor y de milagro no lo invitó a almorzar con nosotros.
Una vez lavada la ropa —y boleada su camándula en una plaza en frente de la lavandería—, Iván fue a su misa dominical en la catedral. Aprendí (aunque mañana ya se me habrá olvidado) que la primera piedra de la catedral fue puesta por el papa Urbano en 1089 y la catedral fue terminada en 1143 y que fue un destino de peregrinación para los cruzados que partían desde Bríndisi hacia Tierra Santa. La actual catedral es más bien simplona, porque la original fue destruida por un terremoto en 1743. Durante la ceremonia, me senté en las bancas de atrás. Hacía años no asistía a una misa. Desde niño le he tenido pereza a cualquier institución o persona, religiosa o laica, que se sienta poseedora de la verdad y que me trate de reclutar para seguir por el “camino del bien” y de la “salvación”. Intenté meditar en medio de aleluyas, corderos de Dios y padres nuestros. Sentí energía positiva y al terminar el servicio estábamos listos para un buen almuerzo.
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Almorzamos en un restaurante muy familiar que casi no nos da mesa. Estaba lleno, con las mesas reservadas porque se festejaba un bautizo. Mientras esperábamos, pedimos unas cervezas en la terraza frente al mar; poco a poco me puse copetón. Cuando nos dejaron entrar a comer, me tomé unos vinitos y comí una pasta con brócoli; Iván siguió con sus polas, acompañadas de una pasta con camarón. Aunque se demoraron más de la cuenta en servirnos, Iván estaba fresco (oh sorpresa), conversando en su semiitaliano amateur con quien se le pasaba en frente.
Una vez pagamos la cuenta, caminamos por el malecón. Iván les puso conversa a unos señores con morral. Venían caminando desde Venecia (unos 840 kilómetros) y tenían 78 y 72 años. Nos reímos un rato con ellos, les admiramos sus andanzas y luego paré a comerme mi primer helado en Italia (heredé de mi mamá la debilidad por el helado). Tomamos el bus de regreso al hotel. Por alguna razón el bus dio vueltas y vueltas y regresábamos al punto de partida sin entender por qué; pero al fin de cuentas llegamos al hotel sin problema, hablamos con nuestra gente querida, preparamos el equipaje para mañana y, frescos de la vida, nos acostamos optimistas pensando en lo que se nos avecina.
Taranto, 24 de abril
El periplo italiano empezó con inconvenientes menores. Mi panel de control de la bicicleta estaba poniendo pereque. El plan de teléfono que había comprado en Grecia no me estaba funcionando y no tenía internet. O sea que la salida de Bríndisi no fue fácil y nos estábamos metiendo por autopista sin querer (por alguna razón, la ruta que había bajado al Garmin me estaba enviando por ahí). Iván insistió que algo estaba mal y, con su pericia innata, nos metimos por donde tocaba.
La vía a ratos bordeaba la autopista, a veces se alejaba y nos metía por caminos veredales en medio de viñedos, cultivos de alcachofa y campos floridos. También veíamos de vez en cuando uno que otro cactus. Pasamos por pueblos sin mayor gracia, que a Iván le recordaban a Cerrito en el Valle, pero de pronto, de la nada, aparecían otros casi bonitos con retazos de arquitectura centenaria. Mesagne fue uno de ellos y ahí paramos a comprar un nuevo programa de teléfono para mi celular y poner otra vez al tope mi panel de control.
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Hacia la mitad del camino, en Francavilla, tuvimos que parar. Y por cosas de la vida, nos encontramos con Aldo, un señor de 78 años muy simpático que nos puso conversación, nos alertó que estuviéramos atentos a los ladronzuelos y se nos puso a la orden para cualquier cosa que necesitáramos. Nos contó que hace 60 años había viajado por toda Italia en bicicleta (en contra del deseo de sus padres) y ensalzó sus aventuras y sus pesares.
Con tristeza nos despedimos de Aldo y apretamos el pedal. Íbamos volando hasta que el panel de control le dio por meternos por un camino despavimentado que nos puso a retumbar el cerebro dentro del cráneo como una maraca por ese camino sin encanto. Veíamos viñedos metidos en esos invernaderos plásticos tan desapacibles que se tiran hasta los paisajes más preciosos, empezando por los de la sabana de Bogotá.
El desvío nos alargó la etapa como 15 kilómetros. Esa parte del recorrido la hicimos por una medio autopista y con un poco de mal genio por una alargada de kilómetros innecesaria. No fue placentero. Ya en Taranto, pedaleamos casi 8 kilómetros antes de llegar al hotel. A veces en medio de calles sucias y desapacibles y a ratos por calles bonitas a las que se les sentía su historia.
Por ignorantes, no sabíamos que Taranto era tan grande y que ha sido un centro cultural, económico y militar importante desde la Magna Grecia. Como nos enseñó Kendra —una barranquillera que es ahora profesora de bachillerato en Taranto y a quien nos topamos de chiripa mientras buscábamos donde tomarnos una cerveza y algo que comer— esta ciudad fue fundada en el siglo VIII antes de Cristo durante el periodo de colonización griega y fue cuna de importantes filósofos y escritores. Actualmente es la tercera ciudad más grande del sur de Italia, y tiene fundiciones considerables de acero y hierro, refinerías de petróleo e industrias químicas.
El encuentro fugaz con Kendra fue lo mejor que nos pasó una vez salimos del hotel alrededor de las 4 de la tarde. Andábamos con hambre y cansados, pero caminamos y caminamos y todo estaba cerrado. Las calles eran bonitas, pero el mal genio que causa el hambre no nos las dejaba disfrutar. Finalmente, y cuando hacía rato le habíamos dicho adiós a Kendra, encontramos hacia las 6 de la tarde un sitio donde comer cualquier cosa de dudosa calidad. No será un grato recuerdo, pero no importa. Todo bien. Muy bien.
Policoro, 25 de abril
Iván se me volvió a asustar anoche. A eso de las dos de la mañana me levanté al baño y al regresar al cuarto entre tinieblas no encontraba mi cama y empecé a mover la suya. Con voz de pánico me gritó: “¡Qué hacés, Alejo!”. Y yo todo asustado le respondí que no encontraba mi cama. Haciéndose el que tenía la paciencia del santo Job, me la señaló y entre risas nos dormimos otra vez.
Salimos de Taranto con cierta tristeza de no haberlo conocido mejor a eso de las ocho y media de la mañana. Fue una etapa sin encanto y casi todo el tiempo bordeando una autopista de un lado y cultivos de naranja en el otro. Fuimos a buen paso y, tal como habíamos acordado, a mitad de camino paramos a comernos un sánduche. Teníamos susto que nos pasara lo de la noche anterior y que al llegar a Policoro todo estuviera cerrado y que el hambre hiciera de las suyas.
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Con la barriga llena y el corazón contento, le metimos el diente a los últimos cuarenta kilómetros. El resto de la etapa siguió siendo cero fotogénica. Pobre. Incluso, a ratos, nos tocó meternos por la autopista. Pereza total. Y además, al igual que ayer, nos volvimos a perder. Aunque terminamos en medio de un potrero de naranjos, la pérdida no nos debió haber hecho perder más de media hora y nos añadió muy pocos kilómetros.
Llegamos a Policoro a eso de la una y media de la tarde. Iván rompió el código de honor y el pacto de sangre que habíamos hecho. Sin importarle un carajo, dijo que antes de registrarse en el hotel iba a ir a almorzar algo, por más sánduche que se hubiera empaquetado pocas horas atrás. Claramente la experiencia del día anterior lo había dejado traumatizado. Como un cordero manso lo acompañé por un pueblo vacío y adormilado que poco mérito tenía para tomarle una foto. Terminamos almorzando sabroso en una trattoria en frente de una iglesia bonita.
Las próximas cuatro etapas son duras en el papel. Además mañana vaticinan bastante viento, el enemigo al que más le tememos Iván y yo. Pero al mal tiempo le haremos buena cara. En dos días estaremos en la costa amalfitana. Aunque hay cierto nerviosismo en el equipo por las etapas que se avecinan, estamos con ilusión de poder pedalear por esos lares y tener nuestro siguiente día de descanso en Sorrento bebiendo vino y comiendo pasta.
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