Aunque nos quedamos sin coequiperos, la hospitalidad en el camino nos acompaña

Los dos pensionados abandonaron la civilización y recorren áreas más rurales, con tiempo para conocer ciudades históricas, tratar de eludir a Suiza, o al menos sus precios, recordar amigos y familiares, encontrar viejos conocidos y otros por conocer, cuando ya solo 800 kilómetros los separan de su destino final.

Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
31 de mayo de 2023 - 03:40 p. m.
Esteban (derecha) era el último coequipero de los sesentones en bicicleta por Europa. Les deja tristeza por el abandono, y una experiencia personal haberlo conocido mejor en estos días de travesía.
Esteban (derecha) era el último coequipero de los sesentones en bicicleta por Europa. Les deja tristeza por el abandono, y una experiencia personal haberlo conocido mejor en estos días de travesía.
Foto: Alejandro López Mejía
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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones

Después de una semana gozando la compañía de Esteban (con él pedaleamos 450 kilómetros), quedamos huérfanos de compañía en la carretera. Sin embargo, en Estrasburgo y en Bruschal, reconocimos amigos de un pasado distante y un nuevo amigo alemán, el más colombiano de los colombianos, nos alojó en su casa y nos entretuvo con sus historias sin fin. Ya llevamos 2.800 kilómetros desde Atenas y nos faltan unos 800.

Basilea, 26 de mayo

Mi amigote Jota, el prudente y callado de profesión, me habría capado si hubiera pasado cerca de su Basilea sin quedarme en lo que él considera su pueblo. Dice que lleva viniendo con cierta frecuencia desde hace más de veinte años. Si es así, es probable que lo conozca mejor que Girardota en el valle de Aburrá. Al fin de cuentas, ese toche tiende a no exagerar y, dados los años que ha estado en el curubito de la prudencia, es probable que ya sea hasta imam honorario de la meca de los supervisores y reguladores financieros.

Pensando en Jota, y haciéndome el pendejo con Iván, convencí al capo de que nos quedáramos a dormir en Basilea. Era un trabajo de relojería suiza porque a Iván le mientan este país y se le crispan los nervios pensando en los costos. Sin embargo, en esta ocasión, mi trabajo de relojero funcionó y el hombre no chistó demasiado pues conseguimos un apartamento en el centro histórico, a pocas cuadras del Rin, y a un precio relativamente razonable.

Salimos de Zúrich a las nueve de la mañana, después de que Lina (mi cuñada) nos contemplara con un desayuno con todas las de la ley. Esteban había estudiado la salida con cuidado para asegurarse de que no nos fuéramos a meter por vías principales. Y el estudio pagó con creces. Al poco tiempo de salir del barrio donde está la casa de Lina, que es muy arborizado y donde se escucha el ruido de una quebrada que corre colina abajo, bordeamos el río Limmat por más de media hora. Así, poco a poco, nos fuimos despidiendo de la civilización y nos internamos en áreas rurales. Y de repente, cuando estábamos conquistando un premio de montaña de segunda categoría, Esteban nos hizo caer en la cuenta de que estábamos en terreno conocido. Efectivamente, unos 45 minutos más tarde estábamos pasando por el sitio donde, tres días antes, Iván se había caído y su compañera había quedado de cama, convaleciente.

Una vez hicimos el video de rigor detallando el accidente, analizamos las ventajas y desventajas de desviarnos de nuevo a Stein, ese pueblo alemán que nos había parecido una joya escondida. La ventaja, su belleza, perdió ante la desventaja de la falta de hambre que teníamos en ese momento. Así que decidimos andar otros 20 kilómetros hasta Rheinfelden. Al llegar ahí, Iván casi se desmaya al darse cuenta de que estábamos en Suiza. Y, una vez ordenada su pizza de anchoas, contuvo el patatús que casi le da al enterarse de que Alemania estaba a 400 metros, cruzando un puente a la vuelta de la esquina. En últimas, sin embargo, el hombre se gozó el descanso: Rheinfelden estaba bonito, la pizza sabrosa y la cuenta no fue escandalosa.

A Basilea llegamos un poco después de las tres de la tarde. El Rin, que atraviesa la ciudad, estaba precioso, y sacó a relucir su azul metálico gracias al sol radiante que había. Desde el puente por donde entramos a la Basilea medieval, vimos a la gente en la ribera del río asoleándose, alguna con los pies en el agua. Y ya llegando al hotel pasamos por la plaza principal dominada por la alcaldía, un edificio bonito del siglo XVI de roca arenosa rojiza.

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Una vez nos pusimos pispos y listos para salir a caminar, contacté a una excolega que ahora trabaja en el Consejo de Estabilidad Financiera, un organismo internacional que supervisa el buen funcionamiento del sistema financiero impulsando políticas de supervisión y regulación. Nos vimos en un hotel al lado del río. Mi excolega no era Jota. O sea que en lugar de whisky, tomé cerveza, en vez de quedarme hasta la madrugada conversamos unos 40 minutos, y no hablamos ni de la vida ni del triunfo de Santiago Buitrago en la etapa reina del Giro, temas que habrían sido obligatorios con Jota. Después de decirle hasta luego a mi excolega, Iván, Esteban y yo cruzamos de nuevo el río en dirección a nuestro apartamento en medio de los tranvías pintorescos. Nos sentamos en una hamburguesería sabrosa (pedí una de lentejas) sobre una calle peatonal a sabiendas de que Jota nos habría obligado a comer esa salchicha que él se embute en esta tierra y que le gusta con mostaza en una cama de papa estripada.

Colmar, 27 de mayo

Hoy salimos de Basilea alrededor de las 8:30 de la mañana. Después de bordear el Rin por unos 15 minutos, nos despedimos de Suiza y entramos a Francia. Esteban le tenía echado el ojo, en el pueblo de Saint-Louis, a una panadería-pastelería que resultó espectacular. Ahí llegamos casi a las nueve y media de la mañana. Yo me pedí una tarta de crema inglesa con fresas, postre que me trae recuerdos del colegio. En ese entonces, a las mediasnueves o después del almuerzo (y muy de vez en cuando) pasaba con amigos a comprar pasteles en Yanuba. Esa tarta de fresas siempre me fascinó y, cada vez que me da por pecar, la pido de nuevo y me decepciono porque no tiene esa magia y ese sabor de la infancia. Hoy fue una excepción y me gocé la tarta como si estuviera en Yanuba a mediados de los años setenta. Esteban también se gozó su dama blanca (un pastel con crema, chocolate, frambuesa y vainilla) y un pastel de manzana típico de esta región de Francia (Alsacia). Iván, que es poco postrero, pidió dos croissants y les puso del queso que Lina nos había obligado a traer cuando salimos de su casa en Zúrich.

Emigramos de la mejor panadería-pastelería de Saint-Louis para andar un rato largo por una ciclovía que era una recta larga, larga en medio de un bosque donde los pájaros hacían bulla, o cantaban si nos da por ser románticos. No era nada novedoso pues sus cantos, conversaciones, gritos y chismes nos han acompañado todos los días desde que salimos de Grecia (a veces en idiomas diferentes). Al salir de esa ciclovía, anduvimos por cultivos de trigo, fresa y espárragos, pero a veces también en medio de una vía con tráfico vehicular o una carretera, poco sexy, paralela a una autopista. En un momento, ante la sugerencia de Esteban, Iván frenó en seco y todos paramos a comprar y comer unas fresas que vendían a la vera del camino.

Llegamos a eso de la una y media a Colmar, situado en medio de los viñedos de la región de Alsacia. Tengo que reconocer que —hasta la semana pasada cuando Flo y Esteban hablaron de él— jamás había oído hablar de este pueblo. El centro tiene varios edificios del estilo gótico alemán con calles de adoquín, las casas muestran sus lingotes de madera y tiene un sector que se conoce como la pequeña Venecia (una exageración, digo yo) con canales y varias construcciones de la Edad Media. Almorzamos en un restaurante francés y quien salió ganando fue Esteban por pedir una carne a la pimienta que tenía buena cara para los no vegetarianos. Y de ahí, por recomendación de mi hermana Adelaida, fuimos a la Colegiata de San Martín, iglesia del siglo XIII, y al antiguo convento de los Dominicos donde está exhibida La Virgen de las Rosas, la obra maestra del artista local del siglo XV, Martin Schongauer.

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Mi mamá estuvo presente todo el día. Hoy hace seis años dejó de estar con nosotros. Murió en Washington como habría querido morir mi suegro: acompañada de la gente que la quiso tanto. Además de Adelaida y Andy (su compañero de más de 35 años), estábamos Margarita y yo, todos mis hijos (incluido Rodrigo que alcanzó a llegar de la China), mi primo Santiago que vino de Boston (hijo de mi tío David), y Juan Carlos Jaramillo y Ana María. Al poco tiempo de su último suspiro, aparecieron también Olver y Nancy, amigos incondicionales, queridos por toda mi familia y famosos en nuestro universo por sus novenas con pitos, panderetas y maracas y sus nana nanita nanas.

Mi mamá pasó sus últimos siete años en Washington al lado nuestro. Poco a poco se fue quedando sorda y el glaucoma y la degeneración de la mácula la fueron cegando. En los últimos años ya no pudo estudiar ni su griego ni su latín, ni disfrutar los museos, ni la música clásica, ni leer sus novelas o libros de historia. Al final se quería ir y, creo, se fue un par de años más tarde de lo que ella hubiera querido. Siempre le quedaré agradecido a Margarita por la generosidad con que la recibió en nuestra casa por casi cuatro años y luego, cuando nos mudamos a un apartamento y mi mamá se fue a vivir a una cuadra, le agradecí la paciencia con la que se adaptó a una rutina que siempre incluía ir a tomarse unos rones con ella antes de la comida e invitarla a la casa a menudo y siempre que teníamos invitados. Las dos fueron muy diferentes y mi mamá no era santa. Podía ser muy simpática cuando quería, ser el alma de una fiesta y dar consejos sabios a quien se los pedía. Sin embargo, también podía mandar pullas a diestra y siniestra y mandar energía negativa cuando se lo proponía. Con más frecuencia de la que yo hubiera querido, Margarita recibió esas pullas y esa energía pero la mayoría de las veces le resbalaban fácilmente.

Un mes después de que murió mi mamá llevamos sus cenizas a Colombia. Ella no habría querido otra cosa. Y las tiramos en el estrecho del río Magdalena, cerca a San Agustin. Fuimos mi hermana, Margarita y mis hijos Rodrigo y Julián. A mi mamá siempre le parecieron mágicas esas montañas. El día que las tiramos en el estrecho estaba lloviendo y a todos, menos a mí, se les escurrieron las lágrimas cuando los rápidos del río se tragaron sus cenizas. Mi hermana a veces extraña que sus restos no estén en un sitio donde se pueda visitarlos. A veces creo entenderla. Sin embargo, como bien cayó en la cuenta Adelaida, en la cima de una loma que mira al estrecho del Magdalena desde cerquita, hay una virgen que la acompaña y la contempla todos los días.

Estrasburgo, 28 de mayo

Norman, el papá de Esteban, pedaleó con nosotros. Fue una sorpresa de la que nos enteramos anoche cuando nos avisó que llegaría a Colmar en tren a las ocho de la mañana. Así que ajustamos nuestros planes para levantarnos más temprano y encontrarnos con él en una panadería cerca al centro y camino a Estrasburgo.

La etapa fue de 78 kilómetros y pedaleamos todo el tiempo sobre un canal que me recordó el de Chesapeake & Ohio (C&O) que conecta Washington con el pueblo de Cumberland en el estado de Maryland. Por momentos bordeamos cultivos de cebada y maíz pero la mayoría del tiempo fuimos en medio de bosques. El canal está en funcionamiento, vimos su sistema de esclusas en operación y botes de diferentes tamaños anclados en sus orillas. La mayoría del tiempo estuve al lado de Norman y conversamos de lo divino y lo humano y las cuatro horas de pedaleo se nos pasaron volando.

Al llegar a Estrasburgo, Norman respiró con alivio de que la etapa se hubiera acabado. Nos confesó que ya estaba cansado y que habría sufrido cualquier metro de pedaleo adicional. Nos sentamos a almorzar en un restaurante típico de Alsacia que Esteban nos encontró. Iván estaba en ánimo conversador y se puso a charlar con una gringa de unos setenta años que llegó hace una semana a Estrasburgo y al día siguiente le amaneció muerto su esposo. Toda la semana se la pasó en las diligencias del caso y ya mañana arranca con los restos de su esposo para el nuevo mundo. El cuento permaneció en el ambiente más que un buen rato…

Después del almuerzo caminamos juntos en medio de las calles medievales con sus edificios blancos y negros enmarcados por vigas de madera. Llegamos a la espectacular catedral gótica de roca arenosa en el momento en que sus campanas nos ofrecían un concierto maravilloso. Infortunadamente, el concierto anunciaba el inicio de una ceremonia que nos impidió entrar a conocer la catedral. El tiempo de la despedida de Esteban se acercaba y tratamos de tomarle del pelo sentándonos a tomar un café y un helado; pero al tiempo nadie le gana y la despedida fue inevitable. Igual que con Flo unos días atrás, los ojos se me aguaron al despedirme de Esteban, quizás más por felicidad que por tristeza. Fue una alegría inmensa haber pasado juntos todos estos días, conocer su generosidad, su buena energía y su optimismo ante la vida. Al menos para mí, estos días con su compañía serán una memoria imborrable en los años por venir.

Hacia las seis de la tarde, una vez bañados y tal, nos recogió Ligia, una de las siete hermanas del Toto, mi amigo de toda la vida (ver la crónica X de esta serie). Hacía cuarenta años no la veía, desde aquella noche que, junto con mi primo Santiago, amigos del Toto de su barrio de la Bella Suiza y compañeros de Ligia de la universidad, bailamos una mezcla de ballet y salsa hasta la madrugada al son de piezas de Bach. Al poco tiempo de esa fiesta Ligia se vino a Estrasburgo y hace unos meses se jubiló después de trabajar como maestra de artes plásticas en un colegio.

Ligia nos invitó a cenar a su apartamento. Antes de que entráramos nos presentó con gran orgullo su gran enamorado: su jardín, un espacio mágico incluso para los que no somos botánicos. Su jardín es una huerta con todas las plantas, frutos y vegetales habidos y por haber que metódicamente cuelgan y se arrastran por todos lados. Hay fresas, moras, lulos, brevas, duraznos, kiwis, manzanas, caquis (persimón), avellanas, tomates, lechugas, ruibarbo, papas, zanahorias, calabazas, repollos, citronella, mentas, aguas aromáticas desconocidas y mil plantas más. Después de la expedición botánica, entramos a su apartamento y conocimos a su esposo, Luis Alberto Rivera, profesor de sismología en la Universidad de Estrasburgo y reconocido mundialmente en el tema. El apartamento resultó tan mágico como el jardín, pero en vez de plantas, los libros y los discos pululaban por doquier. La sencillez de Ligia y Luis Alberto nos hicieron sentir en casa y les agradecimos hasta que ya la comida, la cerveza y los vinos que nos ofrecieron. Les dije, eso sí, que no los envidiaba. Cada vez que entro a una casa con bibliotecas y discotecas grandes, pienso en el trabajo que heredarán los hijos deshaciéndose de tanto chéchere, adornos, libros y música acumulada durante la vida. A estas alturas del paseo, dudo antes de comprar cualquier cosa y respiro orgulloso de saber que Margarita y yo ya nos hemos reducido bastante.

Estrasburgo, 29 de mayo

Ligia pasó a recogernos en el hotel a las 10 de la mañana. Con ella de guía recorrimos Estrasburgo, el segundo puerto más importante sobre el Rin (después de Duisburg en Alemania) y sede oficial del parlamento europeo y de otras organizaciones internacionales importantes. La ciudad es un puente importante entre la cultura alemana y la francesa (entre otras, por la coexistencia de la cultura católica y la protestante), su universidad es la segunda más grande de Francia, y su gran mezquita es el centro más grande de culto islámico en el país.

Ligia fue una guía extraordinaria. Mientras nos hablaba de botánica y de su jardín, nos recordó la historia de Alsacia y sus vínculos estrechos con Alemania. Como profesora de arte nos contó cada detalle de los antiguos barrios donde estaban las carnicerías y las curtiembres, nos mostró detalles arquitectónicos de las farmacias y las casas. Hoy sí pudimos entrar a la catedral (que comparten los católicos y los protestantes), una obra maestra del arte gótico. Ligia nos hizo detallar sus vitrales, su órgano Silbermann (aparentemente el más antiguo de Francia), el pilar de los ángeles y, a su lado, el hermoso reloj astronómico que indica, entre otros, la hora, el mes, el signo del zodiaco, la fase de la luna y la posición de los planetas. También entramos a la austera iglesia (protestante) de Santo Tomás. La iglesia también ostenta un órgano Silbermann (que tocó Mozart en 1778), preciosos vitrales y, entre sus muchas tumbas, el mausoleo del mariscal Maurice de Saxe, obra importante del barroco tardío.

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Hacia el mediodía nos sentamos a almorzar bajo la sombra de un árbol centenario a la orilla de uno de los canales. Acompañamos una tarte flambeé vegetariana (variante alsaciana del flameekueche que había conocido en el lago Constanza) con unas cervezas e Iván la complementó con unos caracoles. Y de ahí nos fuimos caminando al barrio alemán, cuya construcción empezó en 1880 y duró hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, y que a menudo es considerado el mejor ejemplo de la arquitectura y del urbanismo del imperio alemán.

Al despedirnos de Ligia hablé con Rafael Rivas, otro gran amigo de toda la vida (nos conocemos hace 58 años desde que nuestros papás vivían en Princeton). Nunca le perdoné que hubiera tirado por unas escaleras y dañado mi juguete favorito, un teléfono rojo al que se le metían unos minidiscos que giraban en un minitocadiscos para que bomberos, médicos y policías empezaran a hablar. Y también hablé con Margarita y todos mis hijos, incluido Rafael, que mañana cumple 32 años.

Rafael es muy buena papa y, aunque de mecha corta, me da la impresión de que ha dejado de ser el fosforito de años atrás. Recién ido a la universidad me puso tatequieto y me dijo que con que habláramos una vez a la semana era más que suficiente. Así que, desde hace ya casi 15 años, hablamos religiosamente los domingos y, con alegría, nos ponemos al día de las cosas pequeñas de la vida.

Rafael vive en Seattle, es ingeniero de sistemas, trabajó en Microsoft ocho años y desde hace dos trabaja en Axon. Axon es una compañía cuyos clientes son los departamentos de policía de varias partes del mundo (incluso de Colombia, creo). Hasta donde entiendo, la principal tarea de Rafael es mejorar la eficiencia de las llamadas de emergencia en Estados Unidos (al número 911). Después de haber sido un estudiante promedio, el hombre trabaja bastante y tengo la impresión de que es respetado y querido por sus colegas.

Aunque tenemos gustos diferentes, somos buenos amigos y le encanta visitarnos en Washington a hacer locha y maratones de películas y series de televisión. De opiniones fuertes, a Rafael le interesan poco la política, la historia y la literatura, lo tiene sin cuidado la búsqueda espiritual y los asuntos esotéricos, no hace deporte ni le gusta el fútbol, no es vegetariano pero detesta la comida de mar, escucha rock, le aburren la música clásica y los museos y disfruta las emociones intensas. Es amante de la Fórmula 1 (de hecho nos invitó a Margarita y a mí al premio de SPA en Bélgica este julio que viene), sale los fines de semana a manejar solo y rápido por las carreteras del estado de Washington en su carro de juguete, está a punto de sacar licencia de piloto de avión y tiene la mente abierta para irse sin previo aviso a pasar unos días de vacaciones, solo o con amigos, a donde lo lleve el viento. Con Margarita hacemos fuerza con su sobrepeso, en especial por los problemas de salud que eso puede traer consigo, pero a estas alturas de la vida es poca la cantaleta que le echamos.

Bruschal, 30 de mayo

Descansados después de otro día de receso, hoy nos metimos 107 kilómetros, la etapa más larga que hemos hecho desde que empezamos hace 45 días. A la media hora de salir del hotel cruzamos a Alemania y anduvimos unos veinte minutos por una zona industrial desapacible. Y luego empezamos a pedalear a la orilla del Rin pero anduvimos por ahí menos tiempo del que creíamos. Sí lo bordeamos un rato largo por una ciclovía despavimentada pero después nos metimos por bosques y praderas, a veces al lado de la ciclovía despavimentada contigua al río, a ratos por el medio de la nada y en ocasiones bordeando una carretera secundaria con bastante tráfico. La variedad, aunque no se caracterizó por la belleza, la agradecí pues bordear el Rin todo el tiempo habría podido ser monótono (y duro, pues hoy el viento sopló con ganas).

Almorzamos a unos veinte kilómetros de la meta del día en Ettlingen, y acompañamos unos espaguetis a la arrabiata con la impajaritable cerveza. Creo que Iván estaba feliz de no haber parado en Karlsruhe, muy cerca de Ettlingen, y donde sus hijos Tomás y Juan hicieron unos años de universidad y se aburrieron como ostras. Así que, por ósmosis, uno le mienta Karlsruhe a Iván y es como si se le mentara quién sabe qué. Quizás por estar cerca de Karlsruhe, solo hasta pasadas las nueve de la noche el capo pudo hablar con Tomás, su hijo de la mitad, que hoy está cumpliendo 28 años. Tomás, gran amigo de Flo nuestro coequipero en los Alpes, estudió varios años química e ingeniería (en Estados Unidos y en Alemania) y terminó graduándose de médico de la Universidad de los Andes y hace unos seis meses entró al ejército español con la idea, más adelante, de hacer parte del batallón de sanidad.

Cuando llegamos a la meta, nos fuimos a la casa de Hubert Frank, donde estamos durmiendo. A Hubert lo conocimos hoy y es un alemán más colombiano que el más grande de los colombianos. Hubert acaba de cumplir 80 años y vivió en Colombia entre 1968 y 1982 y, junto con sus grandes amigos Juan Pablo Ruiz y Sergio Gaviria, es uno de los grandes pioneros del montañismo en Colombia. Aprendió el oficio de librero en Heidelberg donde trabajó un tiempo antes de irse a Bogotá. Unos años después de llegar a Colombia, abrió en la capital la librería El Cóndor, que inicialmente quedaba frente a la Universidad Javeriana y después se mudó a Unicentro.

El honor de haber conocido a Hubert se lo debemos a Jaime Maldonado. A Jaime realmente no lo conozco pero simpatizamos a raíz de estar juntos en un chat de políticas públicas en el que la mayoría de los participantes son economistas serios y trascendentales. Gracias a esa simpatía, y también a estas crónicas de El Espectador, Jaime me insistió que contactara a Hubert asegurándome que compartir unas horas con él sería memorable. Y no estaba equivocado.

La generosidad de Hubert de recibirnos en su casa, sin conocernos, habla por sí sola. Además nos invitó a cenar a un restaurante muy sabroso con vista al pueblo (al cual nos fuimos en bici) y, en medio de la conversa, descubrimos que teníamos otro amigo común: Jorge Enrique, el paisa, Restrepo, otro de mis amigotes y especie de primo que vive en Washington y quien fue compañero de apartamento de Hubert en las Torres del Parque por allá a finales de los años setenta. Al llegar de la comida llamamos al paisa y conversamos un rato. Iván y yo casi no nos dormimos pensando en todos los cuentos y las anécdotas de Hubert de sus tiempos de librero en Bogotá y de sus más de treinta subidas a los diferentes picos del Cocuy, sus diferentes escaladas al Bolívar, Colón y otros de los picos de la Sierra Nevada, así cono al nevado del Huila y del Tolima y demás nevados colombianos. Sus historias nos entretuvieron por horas y nos hicieron sentir su gran amor por Colombia. Estamos ansiosos de despertar mañana y pedalear con Hubert hasta Speyer (60 kilómetros ida y vuelta), una de las ciudades más antiguas de Alemania. Con seguridad los cuentos sobre sus amigos colombianos y sus épocas en Bogotá y las montañas de Colombia no tendrán fin.

Con Iván hemos estado haciendo cuentas y todo parece indicar que, a paso demasiado suave, estaríamos llegando a Ámsterdam alrededor del 11 de junio. Eso sería cuatro días antes de lo presupuestado en el plan original. Yo me desviaría hacia Bélgica o extendería la ruta hasta Copenhagen. Sin embargo, Ivàn no quiere alargar demasiado la ruta y ya está con ganas de ver a Inés, su hija que vive en Rotterdam, y a Ana, su esposa, quien llega a Holanda el 11 de junio. Así las cosas, imagino que me quedaré disfrutando Amsterdam por cuatro días hasta que llegue Margarita el 15. Amanecerá y veremos.

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Por Alejandro López Mejía, especial para El Espectador

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