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Cuando los compañeros de colegio de Brayan Carreño lo invitaban a hacer algún plan, en muchas ocasiones respondía: “No puedo porque tengo entreno”, la frase favorita de los deportistas, como diría él. Por eso durante aquella época no coleccionó muchos amigos. En la actualidad tampoco es que tenga tantos, pues su estilo de vida se distancia de la mayoría de gente de su edad (tiene 22 años). Su vida es un ciclo que se repite día tras día: pese al dolor de piernas del día anterior, levantarse a la seis de la mañana a entrenar ocho o cuatro horas (cuando no está en competencia) y cuidarse con la alimentación para que pueda caber en su traje ceñido. “Es muy complicado saber que así va a ser cada día de la semana”. Entonces, un día de 2019 se aburrió de ese círculo y quiso dejar el patinaje artístico.
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Pasó un año y medio sintiendo que no le gustaba patinar, deseando estudiar y tener vida social. En ese momento, acababa de subir a la categoría de mayores y un pensamiento lo empezó a perturbar: no lograr nada en su nueva categoría, nada de lo que había conseguido en la juvenil, como ser campeón mundial en dos modalidades: figuras y danza (la que realmente le gusta). Pero llegó la pandemia y con ella los tiempos de cuarentena, que le ayudaron a desvelar lo que se había convertido en tan solo un paisaje. Comenzó a hacer una introspección: trató de retornar a los inicios de su deporte y se preguntó por qué le gustaba patinar. “Porque me encanta competir, salir a la pista, presentarme a un público y convencerles con mi arte del valor de mi trabajo”, pero también porque le gusta bailar y expresar emociones a través de su cuerpo y gestos faciales. Le fascina tanto la competencia porque la ve como un desafío. “El público y los jueces ven el trabajo de toda la vida resumido en tres minutos de competencia”.
Hallar respuestas a aquella pregunta lo llevó a asignarles un lugar visible a sus reconocimientos y medallas. Entonces, pasaron de estar abandonados en un rincón de un cajón a ocupar una vitrina en su habitación, que le recuerda, en especial, que vale mucho y que todo lo ha conseguido gracias a la autoconfianza. “Esa fue la inyección de motivación que necesitaba”. Su mamá siempre le ha dicho que ha tenido luz, que las puertas se le abren en los momentos que más requiere, así que antes creía que no le había tocado tan difícil en comparación con otros deportistas. Y poco a poco fue normalizando el ganar y cada medalla que recibía la veía como una más. “Ahora sé que es muy importante cualquier tipo de campeonato, ceremonia o premiación, porque me recuerdan que mi trabajo realmente vale, que lo que hago es correcto y es el camino que debo seguir”.
—Pero quizá lo más importante es que seas tú quien valore tu trabajo.
—Sí, porque antes no tenía amor propio, pero lo he ido construyendo, y sentirme agradecido por cada cosa de mi vida lo hace más especial.
Ahora cuando enseña sus coreografías, por ejemplo, a niños de seis años, es consciente de la responsabilidad que conlleva calzar sus patines. “Hay personas que están aprendiendo de uno, así como uno aprende de otros”. Eso sí, ha sido difícil poder equilibrar su vida deportiva con la personal y familiar, porque “el entrenador siempre espera que uno viva, respire, escuche y mire deporte”. Sin embargo, con el tiempo descubrió un método: se entrega por completo a sus competencias, pero cuando termina la temporada busca espacios para hablar y comer con sus amigos o pareja, y compartir con su familia. “Es saber manejar los tiempos muy bien y tener ese apoyo, ese respaldo de las personas que lo quieren a uno y que también uno quiere”.
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Ese apoyo lo ha conseguido a través de su hermano Jonathan Carreño y su mamá. En el caso de su hermano, dice que lo comprende porque hasta 2020 también se dedicó al patinaje artístico. “Aún tengo una buena relación con él porque sabe llegar en esos momentos de crisis que tengo”. Mientras que su mamá es una especie de fortaleza que lo ayuda a levantarse. “Cuando llego derrumbado de un entrenamiento, con lágrimas, sé que ella está ahí para construirme de nuevo”. En realidad, desde su etapa escolar ella ha sido su motivación: hacía las tareas y quería obtener un cinco para mostrárselo, porque deseaba hacer las cosas bien para darles gusto a sus papás. Quizás aquello provenía de que era consciente de que ellos no habían tenido las mismas oportunidades que tuvieron su hermano y él.
Sus padres no culminaron sus estudios: su mamá llegó hasta primaria y su papá hizo hasta mitad de bachillerato. Entonces, durante mucho tiempo, su madre —quien ahora es ama de casa— fue conductora de transporte escolar, mientras que su padre se dedicó a manejar tractomula. A pesar de que este último se jubiló, como no quedó con una buena pensión, “hoy en día aún le toca salir a buscar el sustento”. Sustento que muchas veces proviene de sus hijos. “No es como lo típico: que son los papás los que pagan todo”. Por eso sabe que su realidad sería totalmente distinta si no fuera por el deporte. “Probablemente, no estaría ni siquiera estudiando, sino trabajando”.
Así que en los momentos en que quiso retirarse del patinaje, lo ataba justamente eso: saber que su realidad cambiaría por completo si tomaba esa determinación, porque él “vive del deporte”, algo por lo que se siente agradecido. “Así como muchos tienen más que yo, muchos tienen menos que yo. Te hablo de lo económico porque lo espiritual ya es otro tema”. De hecho, su llegada al deporte fue una alternativa para tener una carrera y una herramienta para conseguir, más adelante, apoyos o recursos que lo ayudaran a montar un emprendimiento. Lograr todo eso implicaba disciplina, una facultad que desde pequeños sus padres se encargaron de inculcarles a sus hermanos y a él. “Ellos siempre miraron a futuro”.
Entonces, a los cincos años su mamá lo inscribió en una academia de salsa (lo mismo hizo con su hermano Jonathan). Con el tiempo su hermano cambió de academia, pero él permaneció en la misma. Aprendió a bailar salsa, pero también otros ritmos como la bachata, el merengue e incluso tango. Se dio cuenta de que participaban más niñas que niños en el baile. “Los papás dicen que los niños pueden volverse gais si se dedican a un deporte artístico, como si eso fuera una condena”. A los ocho años, cuando inició en el patinaje artístico, se dio cuenta de que pasaba la misma situación, aquella con la que quería romper la Liga Vallecaucana de Patinaje e Indervalle, quienes buscaban que este deporte creciera, sobre todo, en hombres.
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Ramiro Velasco, en ese entonces tesorero de la liga, también le hizo caer en cuenta que el patinaje artístico era un deporte costoso, aunque le dio un parte de tranquilidad: la institución le daría un apoyo especial mientras despegaba su carrera o vieran que él podía conseguir sus propios fondos. Esa ayuda la tuvo hasta su primer campeonato mundial. “El apoyo fue fundamental para mi carrera porque, justo por no tener recursos, era muy difícil comenzar el deporte”. El deporte que a los diez años pudo dejar a un lado, porque, aproximadamente, a esa edad le tocó elegir entre el patinaje artístico o la salsa. “Las cargas ya eran altas para mi edad en ambos deportes”. El año pasado retornó al pasado, a esos pasos de salsa que le enseñaron cuando era un niño, para una coreografía que tenía que ejecutar en patinaje artístico.
Sabe que el deporte no es para siempre, por eso, a pesar de que quiere ser médico, no tiene prisa. “El estudio lo puedo empezar después, aunque sea un poco viejo para hacerlo, pero el deporte más viejo no lo voy a poder hacer”. Tal vez será por eso por lo que afirma que no ha hecho renuncias por el deporte, “sino inversiones”. Inversiones que lo han llenado de experiencias, de esas que personas “normales” no vivirían con tanta frecuencia, como viajar y conocer distintas culturas. Dice que el patinaje artístico también le ha regalado grandiosas personas como Enrique Demata y Pedro Romero, sus entrenadores, a quienes considera como sus papás. “A ellos les debo todo porque han creído en mí y me han formado como deportista y persona”.
Dice que, cuando sale a la pista, se siente como un soñador que no tiene límites, ese que ha tenido altibajos, pero que continua en proceso de construcción. Y es que antes, para él, la competencia era sinónimo de conseguir resultados, entonces siempre quería impresionar a los jueces, así que se presionaba, pero con el tiempo ha aprendido que no tiene que demostrarle nada a nadie, en parte, porque cree que ya lo ha conseguido todo, “entonces todo lo que venga es algo que suma”. Ahora, cuando sale a la pista se siente como un ser libre, capaz de volar con patines, aquel que se repite, algunos segundos antes de competir, que lo primordial es disfrutar. “He aprendido que el ganar no es un deber, es una posibilidad”.
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