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Si la vida fuera pura coherencia, Diego Fernando, y no Clara Juliana, debió ser el bolichero más exitoso de la familia Guerrero Londoño. Era él quien de niño grababa los partidos de las grandes figuras, el que los veía una, dos y hasta tres veces, y el que trataba de emular los lanzamientos y hasta los festejos. Su hermana, tres años menor, lo acompañaba porque quería pasar tiempo con él, porque “mami, yo también puedo hacer lo que Diego hace”.
Así se les fue la niñez, entre el colegio en las mañanas y la Corporación Bolo Club de Armenia en las tardes, la que fundó el abuelo cuando en la ciudad apenas se hablaba de ese deporte, donde el papá aprendió a jugar y la mamá también. Sin embargo, Diego se fue a prestar servicio militar y después estudió ingeniería civil, y construyó su propia familia y el sueño del profesionalismo terminó. Clara Juliana hizo suyo el entusiasmo de su hermano, y las expectativas aumentaron cuando la disciplina y la constancia fueron directamente proporcionales a la evolución y el talento, y hubo asombro cuando ella, que no parecía tan encandilada por las bolas y los pines, se ganó un cupo al Panamericano Juvenil de Guayaquil, Ecuador, competencia para jugadoras de 18 años, pero ella apenas tenía trece. “Fue una experiencia linda porque era la primera vez que representaba a Colombia. Como se sabía desde antes, no gané una sola medalla”.
Así comenzó un itinerario que aún hoy sigue acumulando kilómetros, con el viaje a Hong Kong a su primer Mundial juvenil y la historia del uniforme que se quedó en el hotel por descuido. Y la niña de catorce años en el metro de una ciudad enorme, expuesta a todo, con tal de tener las prendas para poder competir.
En 1997 fue llamada por el equipo de mayores para los Juegos Bolivarianos de Arequipa, en Perú. Y conoció, o más bien, compartió concentración con Luz Adriana Leal. “Era el ejemplo de todas. Además venía de ganar una medalla de bronce en un Mundial en 1994. Fue emocionante porque pasé de verla tan lejana a estar junto a ella, a jugar con ella”. Ahí, yendo de un lado para el otro, Clara Juliana se dio cuenta de que quería hacer de esto su vida entera. Más adelante, con el mérito del sacrificio, que sigue siendo suficiente, Guerrero dejó su carrera de negocios en Eafit y viajó a la Universidad de Wichita, la mejor en bolo de Estados Unidos, y aceptó una beca total. “Fue complicado porque no hablaba inglés, apenas lo básico que uno aprende en el colegio. Y tuve que hacer un curso intensivo de un año para pasar los exámenes y poder estudiar”.
Clara Juliana renunció a vivir en Colombia y sus visitas fueron esporádicas, fiestas de fin de año, momentos importantes con la familia y torneos selectivos para estar en las selecciones nacionales, equipo en el que tener un cupo se hizo un hábito para quien es reconocida como una de las mejores bolicheras del mundo. “Uno tiene varias casas y Austin, Texas, de donde es mi esposo, también es una de ellas. Claro que extraño Armenia, mi gente, mis amigos, mi familia, pero acá también tengo amigos que hacen las veces de familia”.
Por ese apego a las raíces, a la tierra y a los suyos es que le ha dado duro venir a los Juegos Nacionales del Bicentenario a competir por otro departamento que no sea Quindío. “Ellos me han apoyado a lo largo de mi carrera, pero en los últimos años eso cambió. Y yo vivo del deporte, y para jugar el circuito profesional en Estados Unidos necesito tener varios patrocinios. Y apareció Valle del Cauca, hablé con un gran amigo como David Rivera, se hizo una negociación y en Cartagena estaré representándolos”. Una acción de inteligencia lúcida combinada con una voluntad fuerte, pues siempre la hemos visto de verde y blanco, con el Quindío a su espalda; pero ahora estará de rojo, con una delegación que la ha traído para sumar unos cuantos oros. Eso sí, entendiendo que desarraigarla del Eje Cafetero y de su región es una tarea imposible.