De las sombras de Pete Rose a las luces de Fernando Valenzuela
El comienzo de los play offs definitivos de las Grandes Ligas del Béisbol en los Estados Unidos estuvo salpicado por las noticias de las muertes de Pete Rose y Fernando Valenzuela, ocurridas el 30 de septiembre y el 23 de octubre respectivamente. Sus historias y sus logros en los campos de juego los convirtieron en leyendas, más allá de que Rose estuviera involucrado en diversos escándalos de apuestas, y de que ninguno de los dos hiciera parte del Salón de la Fama.
Fernando Araújo Vélez
Fueron el ángel y el demonio. El ejemplo a seguir y el personaje proscrito. El hombre de las luces y el de la oscuridad y los tonos grises. La sonrisa y la mirada torva. Por un lado, Peter Edward Rose, y por el otro, Fernando Valenzuela Anguamea. Uno, Rose, nacido en Cincinnati, Ohio, el 14 de abril de 1941. El otro, Valenzuela, el 1 de noviembre de 1960 en Navojoa, México. Los dos fallecieron por distintas razones la semana pasada, en plenos play offs del béisbol de las Grandes Ligas de los Estados Unidos, y los dos escribieron sus nombres y sus logros en esa historia.
La de Rose la quisieron borrar, y para borrarla le negaron el ingreso al Salón de la Fama en reiteradas ocasiones. La de Valenzuela la multiplicaron y la llenaron de homenajes, hasta el punto de que Los Dodgers de Los Ángeles le dedicaron el triunfo sobre los Yankees de Nueva York en el primer juego de la Serie Mundial que se inició el viernes 25 de octubre. Hubo minutos de silencio no programados para la muerte de Rose, que sumaron horas y días de más silencio desde que trascendió la noticia de que había fallecido el 30 de septiembre, y hubo infinidad de minutos de silencio oficiales para Valenzuela.
Se enfrentaron en varias ocasiones, aunque en la más recordada por los aficionados ya Rose iba de salida y jugaba con el uniforme de Los Phillies de Filadelfia. Fue el 18 de mayo de 1981. Valenzuela era el pitcher de Los Dodgers y llevaba 10 partidos ganados desde su debut, el 15 de septiembre del 80, hasta que se le cruzó en el camino Filadelfia, con Rose y compañía. Zurdo, arriesgado y suspicaz, solía mirar hacia el cielo antes de comenzar el balancín rutinario para tomar impulso y enviar la pelota al home. No era tan rápido como los demás pitchers de la época, pero con su bola de “tirabuzón” y las curvas como de tira cómica que lograba, le alcanzaba y la sobraba para sacar outs y dejar a sus rivales parados y con el bate al hombro.
Valenzuela quedó registrado para siempre en los anales del béisbol en el otoño de 1981, cuando salió a lanzar en la Serie Mundial ante los Yankees de Nueva York. Los Dodgers iban perdiendo dos juegos a cero, pero entonces apareció aquel zurdo muy mexicano, muy a contramano de los manuales y las instrucciones, muy de pueblo y de barrio y de potrero, y empezó a tirar strikes y a sacar outs para dejar estáticos a sus contrincantes, comenzando por Reggie Jackson y siguiendo por Dave Winfield. Lanzó las nueve entradas completas y llevó a su equipo a la primera victoria de aquella serie. A la postre, la ganó. Valenzuela se llevó el premio Cy Young al mejor pitcher de las Grandes Ligas y al novato del año.
Su camiseta y el número 34 (retirada para siempre por Los Dodgers), su rostro y su nombre, su origen, generaron distintas modas entre los seguidores del equipo de Los Ángeles. Se hablaba y se habló de una “Fernandomanía”. Año tras año, y partido tras partido, Valenzuela era recibido con múltiples ovaciones. Cuando se retiró, entrados los 90 y después de un “no hit no run” ante los Cardenales de San Luis, trabajó con el equipo como comentarista de radio. Una y otra vez, sonrió cuando le pusieron la transmisión de Pedro Septién al final de su partido ante los Yankees en el 81: “¡Bravo por ti, Fernando! Eres en el beisbol oro, mezquita y basílica, suena esto a mariachi, a jarabe, copal y cera, eres un jugador que tiene el pincel en la mano y la luz en el alma, nunca olvidaremos esto”.
Lejos de Los Ángeles, y unos años antes del esplendor de Fernando Valenzuela, quienes veían e imaginaban desde la lejanía a Pete Rose, aquellos que escuchaban por la radio sus actuaciones, que las leían al día siguiente en los periódicos o las oían por el murmullo infinito e indefinido de la gente, se fueron acostumbrando día tras día a que su nombre y su rostro de piel muy roja, ojos incisivos y nariz abultada significara pasión, carácter, entrega, disciplina, barbaridad, imposible, y hits, robos de base, atrapadas de leyenda, inauditas zambullidas, certeros y casi siempre mágicos lanzamientos a las almohadillas y un infinito etcétera de sucesos e imágenes que fueron quedando en el acumulado de la memoria del béisbol.
Más allá de lo que dijeran sus detractores, de las pruebas que mostraran las autoridades y los investigadores comprobando que había apostado en los años 80 y 90 a favor de sus equipos, del interés de los puristas de borrarlo de todas y de cada una de las placas en las que habían inscrito su nombre, y de que las directivas del béisbol aseguraran que su nombre jamás haría parte de los exaltados al Salón de la Fama, Rose seguía en la historia. Era la historia, que lo ubicaba al lado de Ty Cobb, de Ben Johnson, de Carlos Monzón y de Benny ‘Kid’ Paret, entre otros, como uno de los grandes villanos odiados y odiables para el supuesto mundo perfecto del deporte, pero también y a la fuerza, junto a Babe Ruth y Willy Mays, a Jesse Owen y Rocky Marciano y los héroes de todas las películas.
Las sanciones no lograron que Pete Rose pasara al olvido. El pasado 30 de septiembre, cuando se dio a conocer la noticia de su muerte en Las Vegas, los periodistas y los fanáticos, los historiadores y los memoriosos hablaron una vez más de sus legendarios récords, vigentes aún: 4256 hits, 3562 partidos jugados, 15.053 turnos al bate. Recordaron a los viejos y legendarios Rojos de Cincinnati, que de la nada y de su mano y su temperamento, llegaron al todo. Fueron campeones de la Serie Mundial de béisbol en 1975 y 1976 al derrotar a los Medias Rojas de Boston y a los Yankees de Nueva York. Pete Rose, tercera base, jardinero y lo que se necesitara en aquella novena, fue el referente. Por eso, y en voz muy baja, más de un hincha y de un comentarista dijeron que había sido “el béisbol” de los 70 y 80.
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Fueron el ángel y el demonio. El ejemplo a seguir y el personaje proscrito. El hombre de las luces y el de la oscuridad y los tonos grises. La sonrisa y la mirada torva. Por un lado, Peter Edward Rose, y por el otro, Fernando Valenzuela Anguamea. Uno, Rose, nacido en Cincinnati, Ohio, el 14 de abril de 1941. El otro, Valenzuela, el 1 de noviembre de 1960 en Navojoa, México. Los dos fallecieron por distintas razones la semana pasada, en plenos play offs del béisbol de las Grandes Ligas de los Estados Unidos, y los dos escribieron sus nombres y sus logros en esa historia.
La de Rose la quisieron borrar, y para borrarla le negaron el ingreso al Salón de la Fama en reiteradas ocasiones. La de Valenzuela la multiplicaron y la llenaron de homenajes, hasta el punto de que Los Dodgers de Los Ángeles le dedicaron el triunfo sobre los Yankees de Nueva York en el primer juego de la Serie Mundial que se inició el viernes 25 de octubre. Hubo minutos de silencio no programados para la muerte de Rose, que sumaron horas y días de más silencio desde que trascendió la noticia de que había fallecido el 30 de septiembre, y hubo infinidad de minutos de silencio oficiales para Valenzuela.
Se enfrentaron en varias ocasiones, aunque en la más recordada por los aficionados ya Rose iba de salida y jugaba con el uniforme de Los Phillies de Filadelfia. Fue el 18 de mayo de 1981. Valenzuela era el pitcher de Los Dodgers y llevaba 10 partidos ganados desde su debut, el 15 de septiembre del 80, hasta que se le cruzó en el camino Filadelfia, con Rose y compañía. Zurdo, arriesgado y suspicaz, solía mirar hacia el cielo antes de comenzar el balancín rutinario para tomar impulso y enviar la pelota al home. No era tan rápido como los demás pitchers de la época, pero con su bola de “tirabuzón” y las curvas como de tira cómica que lograba, le alcanzaba y la sobraba para sacar outs y dejar a sus rivales parados y con el bate al hombro.
Valenzuela quedó registrado para siempre en los anales del béisbol en el otoño de 1981, cuando salió a lanzar en la Serie Mundial ante los Yankees de Nueva York. Los Dodgers iban perdiendo dos juegos a cero, pero entonces apareció aquel zurdo muy mexicano, muy a contramano de los manuales y las instrucciones, muy de pueblo y de barrio y de potrero, y empezó a tirar strikes y a sacar outs para dejar estáticos a sus contrincantes, comenzando por Reggie Jackson y siguiendo por Dave Winfield. Lanzó las nueve entradas completas y llevó a su equipo a la primera victoria de aquella serie. A la postre, la ganó. Valenzuela se llevó el premio Cy Young al mejor pitcher de las Grandes Ligas y al novato del año.
Su camiseta y el número 34 (retirada para siempre por Los Dodgers), su rostro y su nombre, su origen, generaron distintas modas entre los seguidores del equipo de Los Ángeles. Se hablaba y se habló de una “Fernandomanía”. Año tras año, y partido tras partido, Valenzuela era recibido con múltiples ovaciones. Cuando se retiró, entrados los 90 y después de un “no hit no run” ante los Cardenales de San Luis, trabajó con el equipo como comentarista de radio. Una y otra vez, sonrió cuando le pusieron la transmisión de Pedro Septién al final de su partido ante los Yankees en el 81: “¡Bravo por ti, Fernando! Eres en el beisbol oro, mezquita y basílica, suena esto a mariachi, a jarabe, copal y cera, eres un jugador que tiene el pincel en la mano y la luz en el alma, nunca olvidaremos esto”.
Lejos de Los Ángeles, y unos años antes del esplendor de Fernando Valenzuela, quienes veían e imaginaban desde la lejanía a Pete Rose, aquellos que escuchaban por la radio sus actuaciones, que las leían al día siguiente en los periódicos o las oían por el murmullo infinito e indefinido de la gente, se fueron acostumbrando día tras día a que su nombre y su rostro de piel muy roja, ojos incisivos y nariz abultada significara pasión, carácter, entrega, disciplina, barbaridad, imposible, y hits, robos de base, atrapadas de leyenda, inauditas zambullidas, certeros y casi siempre mágicos lanzamientos a las almohadillas y un infinito etcétera de sucesos e imágenes que fueron quedando en el acumulado de la memoria del béisbol.
Más allá de lo que dijeran sus detractores, de las pruebas que mostraran las autoridades y los investigadores comprobando que había apostado en los años 80 y 90 a favor de sus equipos, del interés de los puristas de borrarlo de todas y de cada una de las placas en las que habían inscrito su nombre, y de que las directivas del béisbol aseguraran que su nombre jamás haría parte de los exaltados al Salón de la Fama, Rose seguía en la historia. Era la historia, que lo ubicaba al lado de Ty Cobb, de Ben Johnson, de Carlos Monzón y de Benny ‘Kid’ Paret, entre otros, como uno de los grandes villanos odiados y odiables para el supuesto mundo perfecto del deporte, pero también y a la fuerza, junto a Babe Ruth y Willy Mays, a Jesse Owen y Rocky Marciano y los héroes de todas las películas.
Las sanciones no lograron que Pete Rose pasara al olvido. El pasado 30 de septiembre, cuando se dio a conocer la noticia de su muerte en Las Vegas, los periodistas y los fanáticos, los historiadores y los memoriosos hablaron una vez más de sus legendarios récords, vigentes aún: 4256 hits, 3562 partidos jugados, 15.053 turnos al bate. Recordaron a los viejos y legendarios Rojos de Cincinnati, que de la nada y de su mano y su temperamento, llegaron al todo. Fueron campeones de la Serie Mundial de béisbol en 1975 y 1976 al derrotar a los Medias Rojas de Boston y a los Yankees de Nueva York. Pete Rose, tercera base, jardinero y lo que se necesitara en aquella novena, fue el referente. Por eso, y en voz muy baja, más de un hincha y de un comentarista dijeron que había sido “el béisbol” de los 70 y 80.
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