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Marieke Vervoort cumplió 37 años hace tres meses, pero ya sabe dónde quiere que lancen sus cenizas cuando muera. Tiene un rostro juvenil, el cabello corto y rubio y la risa fácil. Tiene dos medallas olímpicas, un perro llamado Zen del que apenas se separa y una figura de un Buda que le inspira paz. También la mitad inferior del cuerpo paralizado, una visión reducida al 20%, dolores que le impiden dormir durante largas noches y un papel con su firma que autoriza a un médico a ponerle una inyección para acabar con su vida cuando lo desee. Pero eso aún es cuestión de unos años. Su cuerpo dirá cuántos. Antes tiene una misión para la que se prepara concienzudamente seis días a la semana: quiere volver a colgarse una medalla en los Juegos Paralímpicos de Río representando a su país, Bélgica.
Marieke llega a la pista de atletismo en un coche decorado con una gigantesca foto suya del momento en que se proclamó campeona olímpica de los 100 metros lisos en los Juegos de Londres 2012. La imagen la muestra con la boca abierta en un emocionado grito, el brazo extendido victorioso y la frente arrugada anticipando lágrimas. Un matrimonio amigo la lleva tres días a la semana hasta Lovaina, 30 kilómetros al oeste de donde vive, porque aunque cerca de su casa en Diest hay otra instalación, es allí donde la espera su entrenador.
Gafas de sol y cronómetro al cuello, Rudi Voels, de 52 años, está habituado a mandar sobre el tartán. Es uno de los técnicos más reputados de Bélgica y sabe lo que es ganar una medalla olímpica como responsable del equipo de relevos en Pekín 2008. Marieke es la única atleta paralímpica a la que prepara. "Nunca quiere perderse un entreno. A veces viene con mucho dolor y la obligo a irse a casa". Mientras su pupila se alista para empezar, dirige las pausas y arrancadas de varios velocistas en uno de los solitarios días de calor del verano belga. "El miércoles pasado entrenamos con tormenta", contrapone Marieke antes de comenzar. Eddy Peeters, el amigo que le hace de chófer y que en cada entreno se convierte también en su fotógrafo, la levanta de su silla de ruedas y la sienta en la de competición, la máquina de dos ruedas traseras y una delantera que deberá hacer girar más rápido que el resto para subir al podio olímpico. "Believe you can" —"Confía en que puedes"— se lee en una inscripción en la parte de atrás.
Ya ha decidido que los Juegos serán su último reto deportivo. La enfermedad degenerativa que padece dificulta cada vez más su recuperación y hay noches después de una carrera en las que apenas duerme. Tras más de una década compitiendo prefiere disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Las comidas con las amigas. Las conversaciones en el jardín de casa. Antes de su retirada estará en la línea de salida de Río en los 100 y los 400 metros, dos distancias explosivas, sin tregua, para las que se prepara encadenando una serie tras otra. En ambas pruebas se verá las caras con su gran rival, la canadiense Michelle Stilwell, con la que se repartió oro y plata en Londres en una tensa pugna.
Primero ensaya las salidas con repeticiones cortas de apenas 30 metros. Luego las amplía hasta los 200 entre los gritos de ánimo de su entrenador. Al acabar cada esfuerzo, ambos comentan brevemente sensaciones y detalles a mejorar. Mediada la sesión, Peeters le acerca un puñado de frutos secos para reponer fuerzas y Zen aprovecha la pausa, corre hacia la pista y se le abalanza juguetón. Ella agradece su presencia acariciándolo unos segundos y retoma rauda la actividad. En un momento una punzada de dolor aparece y pide que la desenganchen de la silla para enderezar el tronco. Se recupera y vuelve a la carga. "Estúpidos dolores", se queja tras la décima serie. "¿Conoces a alguien que necesite morfina para entrenar?".
Una hora después el ejercicio termina. Conversa con el técnico en flamenco, el idioma de ambos, y este se inclina para despedirla con un beso en la mejilla. Marieke se marcha 12 días a una concentración en Lanzarote para preparar los Juegos y quizá no vuelvan a verse hasta después de Río. Como complemento al entrenamiento en la pista dedica tres días a la semana al gimnasio. "¡Aquí mucho y aquí nada!", bromea entre risas sacando músculo y moviendo la mano del bíceps al pecho.
En su casa, en la que vive sola con su perro Zen, la pared del salón es un cúmulo de fotografías de sus victorias. Horas antes de su marcha a Canarias, su padre corta el césped del jardín, la maleta está a medio hacer y sobre la mesa una hoja escrita a mano recoge una lista de casi una veintena de medicamentos bajo la inscripción "para Río". También ella se somete al examen de las autoridades antidopaje. Hace un par de semanas un control la despertó a las seis de la mañana, y fármacos como la morfina solo puede tomarlos bajo expresa autorización médica. Cuatro veces al día, una enfermera la visita, vigila su salud, la acompaña al baño y la ayuda a cambiarse de ropa. En caso de ataque epiléptico o dolor insoportable solo tiene que pulsar un botón para que alguien acuda a ayudarla a cualquier hora.
Su vida no siempre fue así. Todo empezó con una dolorosa inflamación en un pie a los 14 años. Problemas que se extienden a las rodillas. A los 20 ya depende de una silla de ruedas y decide abandonar sus estudios. Quería enseñar. Ser profesora de guardería. En medio, operaciones sin resultado y la angustia del que ve como su cuerpo pierde facultades sin saber lo que tiene. El incierto diagnóstico habla de una enfermedad degenerativa incurable. Antes de eso, era una niña activa. "Siempre quería jugar con los chicos y subir a los árboles", recuerda Joseph, su padre, que vivió junto a ella el peregrinaje de hospital en hospital en busca de respuestas. El deporte era en sus primeros años una actividad cotidiana en la piscina, sobre las dos ruedas de una bicicleta o en combates de jiu-jitsu, donde llegó a cinturón marrón. La pérdida de movilidad en el tren inferior aceleró su dedicación empezando por el baloncesto en silla de ruedas y el triatlón hasta llegar al atletismo. Las medallas de Londres, su momento cumbre. "Fue muy especial verlo y poder decir: ¡es mi hija!", afirma Joseph, que estuvo entre el público y repetirá en la grada en Río.
Liliane Christiaens, ya jubilada, le regaló a su marido —Peeters, el hombre que ejerce de chófer, ayudante y fotógrafo— el libro que Marieke publicó sobre su experiencia vital y como deportista. Después lo leyó ella. Un día, hace tres años, se acercaron a saludarla al acabar una competición y le pidieron que se lo firmara. La amistad floreció con naturalidad. "Siempre decimos que hay dos Mariekes", explica. "Una que está feliz haciendo deporte y rodeada de gente y otra que sufre en casa". Como las hormigas recolectan alimento para el invierno, Christiaens colecciona recuerdos para cuando la voz de su amiga deje de estar disponible al otro lado del teléfono y ya no sea necesario llevarla a entrenar. "Hemos compartido muchos momentos. Y estamos guardándolos en la memoria para que nos ayuden cuando se vaya".
Todos aceptan su decisión. Nadie trata de convencerla de que cambie de idea. Bélgica es el país del mundo con las leyes sobre eutanasia más permisivas. Cinco personas deciden morir allí cada día por este método e incluso los menores de edad pueden acabar con su vida si cuentan con el consentimiento de sus padres y un informe psiquiátrico que lo avale. Eso no significa que sea un rápido trámite administrativo. Para poder estampar su rúbrica en el documento que protege su derecho a morir, Marieke tuvo que convencer a un psiquiatra de que su decisión no respondía a un estado de ánimo puntual y probar a tres médicos diferentes que los dolores son tan intensos que no puede vivir con ellos y no hay ninguna esperanza de mejorar.
La certitud de poder elegir el momento del adiós ha sido un estímulo para seguir su vida sin la inquietud de pensar en el suicidio. Antes de lograr la autorización para la eutanasia en su cabeza solo estaba el final. El doloroso proceso que tendría que atravesar hasta la muerte. Ahora es diferente. "Cuando quiera puedo coger mis papeles y decir ¡es suficiente! Quiero morir. Me da tranquilidad cuando tengo mucho dolor. No quiero vivir como un vegetal". El miedo no ha desaparecido del todo. Se asusta cuando el diafragma le duele, no puede respirar y los labios adquieren un tono azulado. Entonces marca un número de teléfono y una amiga le hace compañía. Si es más grave, pulsa el botón que avisa a una enfermera. "La gente siempre me ve sonriendo y haciendo deporte, pero no ve lo que pasa cuando estoy en casa". De nuevo las dos Mariekes.
Para el momento final debe decidir si quiere estar sola o acompañada en el instante en que un médico le coloque la inyección. "Te duermes lentamente y no te vuelves a despertar nunca", describe. No aguarda nada más allá. No es creyente. No después de lo que ha pasado. Tiene todo planeado. Espera que sus padres y dos amigos tengan fuerzas para estar junto a la camilla. Ha dejado una carta para que la lean cuando su corazón deje de latir y quiere una celebración alegre, con músicos. Luego desea ser incinerada. "Quiero que lancen mis cenizas en Lanzarote, donde la lava se une con el mar. Un lugar que me transmite paz y tranquilidad. Quiero terminar allí".