Diego Amaya: la armonía de patinar sobre hielo
Para el colombiano el secreto de este deporte es la forma en la que se comunica con su cuerpo con una sincronía perfecta. Fue elegido como el mejor deportista juvenil de 2020.
“Me dan ganas de quitarme las piernas”, sentencia Diego Amaya, patinador de velocidad sobre hielo, mientras habla del agotamiento que siente al competir. Esa sensación punzante y aguda puede aparecer justo en el último suspiro, cuando está cerca de llegar a la meta o al terminar la competencia durante los siguientes quince minutos.
El agotamiento es mucho más complejo, por supuesto. Imaginen un entrenamiento de cerca de seis horas al día, en una tanda de tres horas mañana y tres horas tarde. Imaginen que el día anterior a la contienda se enfrascan en un ritual de afilar patines y pensar milimétricamente cómo van a ejecutar la prueba.
Entonces llegan a la pista, esperan la señal para salir y cuando arrancan su cuerpo funciona a un ritmo que han entrenado diariamente y mientras avanzan tienen que enfocarse en lo que están sintiendo. Imaginen resistir y descargar una fuerza descomunal para avanzar. No es solo concentración, es una comunicación constante entre lo que siente el cuerpo y lo que debería estar sintiendo. Alejarse mucho o poco de lo que su entrenador dijo que debería sentir termina siendo la medida y el compás con los que el patinador califica su trayecto sobre el hielo y “eso cansa mucho más rápido”, advierte.
Lea también: Leonardo Páez, mejor deportista de 2020 de El Espectador y Movistar
El patinaje sobre el hielo data del año 2000 a. C., según indica la evidencia arqueológica, pues hay registros de patines hechos con huesos de animales en el norte de Europa. Sin embargo, es difícil estimar muchos detalles de cómo a los humanos se les ocurrió montarse sobre unos huesos y patinar en una densa superficie congelada. Ante eso, la investigación “The first humans travelling on ice: an energy-saving strategy?”, de 2008, revela que esta actividad se pudo originar en Finlandia en un intento de los cazadores y pescadores por ahorrar energía durante sus viajes diarios.
En ese entonces la actividad no era tan estilizada como la vemos ahora, “eran huesos de animales y la gente simplemente se paraba sobre ellos con las rodillas ligeramente dobladas. Y, al parecer, utilizaban un palo para empujarse sobre el hielo y ese era el medio de propulsión”, dijo Federico Formenti, coautor del estudio e investigador de la Universidad de Oxford, en el programa Science Out of the Box, de NPR.
Ahora, en 2020, Diego Amaya describe al patinaje así: “Tienes que ser eficiente en el contacto, patinar arriba del hielo, transferir tu peso de lado a lado cada vez que te estés empujando”. Puede que esta imagen sea difícil de retratar para quienes no lo han visto patinar.
Una descripción de ese momento podría comenzar diciendo que su torso se inclina en un ángulo de 90 grados; que, contrario a la rigidez geométrica, no permanece inamovible y, a veces, esos 90 terminan convirtiéndose en 120 grados. Sus manos pueden permanecer atrás en la espalda o moverse en sincronía con sus pies. La cadencia de su mano derecha se mueve hacia dentro con su pierna derecha, que se mueve hacia afuera y el mismo movimiento se repite al lado izquierdo. Todo esto ocurre mientras avanza sobre el hielo rápidamente.
Pero esta es solo una parte incompleta de la historia. El patinaje para Diego está inmerso dentro de una obsesión: “La de patinar bonito”. Es una obsesión que ha madurado. Amaya tiene ahora 17 años. Esta especialidad entró en su vida cuando tenía 13. Llevaba cerca de nueve años practicando y compitiendo en el patinaje convencional en Colombia.
Lea también: María Isabel Urrutia, nuestro primer oro olímpico
Por esa época su madre planeó mudarse a Estados Unidos junto a su hermano, que ya vivía allá. Entonces le ofrecieron a Amaya la posibilidad de patinar sobre hielo. Justo acá puede marcarse el inicio de la obsesión. Comenzó a ver videos de patinadores en ese deporte, vio al surcoreano Mo Tae-Bum, patinador de velocidad , y deseó patinar con esa sincronía.
Es curioso de la condición humana la forma en que nos aferramos a puntos ciegos en un acto de fe; pero a veces sucede, abrazamos ese impulso en forma de certeza. Diego hizo eso. Cuando llegó a Estados Unidos se encontró con que el patinaje sobre hielo implicaba comenzar desde cero, “me tocó empezar a patinar con los niños pequeños y yo no le cogía el tiro. Cuatro meses y todavía no patinaba bien”, recuerda.
Le tomó siete meses sentirse cómodo sobre el hielo. Le tomó tres años pulir los defectos en la línea cuando patinaba y alcanzar ese “patinaje bonito”. En simultáneo de esos procesos fue participando en competencias hasta conseguir, a comienzos de 2020, uno de los éxitos más importantes de su carrera: ganó una medalla en los Juegos Olímpicos de Invierno de la Juventud, en Lausana (Suiza), logrando que Colombia por primera vez obtuviera una presea en ese evento deportivo. En ocasiones, así luce el desenlace de una obsesión.
“Me dan ganas de quitarme las piernas”, sentencia Diego Amaya, patinador de velocidad sobre hielo, mientras habla del agotamiento que siente al competir. Esa sensación punzante y aguda puede aparecer justo en el último suspiro, cuando está cerca de llegar a la meta o al terminar la competencia durante los siguientes quince minutos.
El agotamiento es mucho más complejo, por supuesto. Imaginen un entrenamiento de cerca de seis horas al día, en una tanda de tres horas mañana y tres horas tarde. Imaginen que el día anterior a la contienda se enfrascan en un ritual de afilar patines y pensar milimétricamente cómo van a ejecutar la prueba.
Entonces llegan a la pista, esperan la señal para salir y cuando arrancan su cuerpo funciona a un ritmo que han entrenado diariamente y mientras avanzan tienen que enfocarse en lo que están sintiendo. Imaginen resistir y descargar una fuerza descomunal para avanzar. No es solo concentración, es una comunicación constante entre lo que siente el cuerpo y lo que debería estar sintiendo. Alejarse mucho o poco de lo que su entrenador dijo que debería sentir termina siendo la medida y el compás con los que el patinador califica su trayecto sobre el hielo y “eso cansa mucho más rápido”, advierte.
Lea también: Leonardo Páez, mejor deportista de 2020 de El Espectador y Movistar
El patinaje sobre el hielo data del año 2000 a. C., según indica la evidencia arqueológica, pues hay registros de patines hechos con huesos de animales en el norte de Europa. Sin embargo, es difícil estimar muchos detalles de cómo a los humanos se les ocurrió montarse sobre unos huesos y patinar en una densa superficie congelada. Ante eso, la investigación “The first humans travelling on ice: an energy-saving strategy?”, de 2008, revela que esta actividad se pudo originar en Finlandia en un intento de los cazadores y pescadores por ahorrar energía durante sus viajes diarios.
En ese entonces la actividad no era tan estilizada como la vemos ahora, “eran huesos de animales y la gente simplemente se paraba sobre ellos con las rodillas ligeramente dobladas. Y, al parecer, utilizaban un palo para empujarse sobre el hielo y ese era el medio de propulsión”, dijo Federico Formenti, coautor del estudio e investigador de la Universidad de Oxford, en el programa Science Out of the Box, de NPR.
Ahora, en 2020, Diego Amaya describe al patinaje así: “Tienes que ser eficiente en el contacto, patinar arriba del hielo, transferir tu peso de lado a lado cada vez que te estés empujando”. Puede que esta imagen sea difícil de retratar para quienes no lo han visto patinar.
Una descripción de ese momento podría comenzar diciendo que su torso se inclina en un ángulo de 90 grados; que, contrario a la rigidez geométrica, no permanece inamovible y, a veces, esos 90 terminan convirtiéndose en 120 grados. Sus manos pueden permanecer atrás en la espalda o moverse en sincronía con sus pies. La cadencia de su mano derecha se mueve hacia dentro con su pierna derecha, que se mueve hacia afuera y el mismo movimiento se repite al lado izquierdo. Todo esto ocurre mientras avanza sobre el hielo rápidamente.
Pero esta es solo una parte incompleta de la historia. El patinaje para Diego está inmerso dentro de una obsesión: “La de patinar bonito”. Es una obsesión que ha madurado. Amaya tiene ahora 17 años. Esta especialidad entró en su vida cuando tenía 13. Llevaba cerca de nueve años practicando y compitiendo en el patinaje convencional en Colombia.
Lea también: María Isabel Urrutia, nuestro primer oro olímpico
Por esa época su madre planeó mudarse a Estados Unidos junto a su hermano, que ya vivía allá. Entonces le ofrecieron a Amaya la posibilidad de patinar sobre hielo. Justo acá puede marcarse el inicio de la obsesión. Comenzó a ver videos de patinadores en ese deporte, vio al surcoreano Mo Tae-Bum, patinador de velocidad , y deseó patinar con esa sincronía.
Es curioso de la condición humana la forma en que nos aferramos a puntos ciegos en un acto de fe; pero a veces sucede, abrazamos ese impulso en forma de certeza. Diego hizo eso. Cuando llegó a Estados Unidos se encontró con que el patinaje sobre hielo implicaba comenzar desde cero, “me tocó empezar a patinar con los niños pequeños y yo no le cogía el tiro. Cuatro meses y todavía no patinaba bien”, recuerda.
Le tomó siete meses sentirse cómodo sobre el hielo. Le tomó tres años pulir los defectos en la línea cuando patinaba y alcanzar ese “patinaje bonito”. En simultáneo de esos procesos fue participando en competencias hasta conseguir, a comienzos de 2020, uno de los éxitos más importantes de su carrera: ganó una medalla en los Juegos Olímpicos de Invierno de la Juventud, en Lausana (Suiza), logrando que Colombia por primera vez obtuviera una presea en ese evento deportivo. En ocasiones, así luce el desenlace de una obsesión.