Dos pensionados en bici por Europa: linda semana, con menos pedal y más descanso
Sexta crónica de los sesentones en bici por Europa, esta vez con entrada triunfal a Roma y la reaparición del asombro, la alegría, la comida, que cada vez es más sabrosa, y también las reflexiones sobre las relaciones de familia en diferentes generaciones (que se repiten y en parte justifican estas crónicas).
Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Estrenamos mayo saliendo en tren de Salerno a Gaeta, evitando la entrada y salida de Nápoles en bici (pasar por Nápoles era el plan original). Nos despedimos de la costa amalfitana con cierta tristeza pero, a medida que nos saludaban los siguientes pueblos (¡y Roma!), la alegría reapareció. Con cada día que pasa nuestro italiano empieza a ser castizo y, si no nos entienden, algún acento raro hacemos y ya está (en Grecia, en cambio, ni en griego).
Estos últimos días han sido tranquilos, con menos pedal que las anteriores. Recorrimos 250 kilómetros en tres jornadas de bicicleta, un promedio cercano a 85 kilómetros diarios pero con dos días de descanso. Ya llevamos la bicoca de 1.320 kilómetros.
La comida cada día se pone más sabrosa y uno se pregunta cómo puede ser tan rica la pasta que se come acá. Se vuelve agua la boca en los desayunaderos (siempre llenos de pastelitos y cornettos pecaminosos—croissants que llamamos los que nos damos de franceses— y las gelaterías están siempre haciendo ojitos para que uno las visite. ¡Ah, y el café! ¡Qué café! Los capuchos y los espressos en cada esquina con su aroma y sabor sin igual.
Gaeta, 1 de mayo
El hotelito en Sorrento (un apartamento con tres cuartos) estaba a seis cuadras de la estación del ferrocarril. Iván y yo somos aceleraditos y precavidos, así que, “porsiaca” llegamos a la estación con una hora de anticipación. De nada nos sirvió. El tren terminó saliendo con una hora de retraso y, después de dos horas de viaje y escala de unos minutos en Nápoles, llegamos a Gaeta a la 1:30 de la tarde. El día estaba gris, lluvioso y el paisaje nada especial.
Como somos novicios, no sabíamos cómo sería el asunto de viajar con las bicicletas. Fue facilísimo. Aunque en un principio no entendíamos cómo asegurarlas, la tensión desapareció al aprender a leer. Solo era ver un aviso enfrente para entender que las bicicletas tenían que colgarse en un vagón especial que tenía unos pocos asientos. Una vez colgadas, Iván se quedó haciendo guardia para no quitarle el ojo a nuestro tesoro. Yo me fui dos vagones adelante donde estaban asignadas nuestras sillas.
Al llegar a Gaeta, lloviznaba y el hotel quedaba a seis kilómetros de la estación. Iván se puso su traje de Cochise para no mojar su pinta elegante. Yo me eché al agua con ropita bonita y todo. Nos costó trabajo encontrar el hotel pero finalmente llegamos en medio de una lluvia intermitente, a veces recia. Desempacamos y salimos a almorzar en medio de la lluvia y una neblina tenue. Después fuimos caminando a la parte vieja. La ciudad estaba casi desierta, quizás por la lluvia y el frío, y nos sorprendió por su encanto. Caminé por sus calles de laberintos empinados mientras Iván se quedaba un rato en una iglesia. Según leí, Gaeta hoy en día es un conocido veraneadero de los napolitanos y los romanos y un puerto pesquero y petrolero; tiene unas murallas que datan de los tiempos romanos, un castillo construido en el siglo VI y varias iglesias bonitas (que hoy estaban cerradas). Aprendí que Gaeta ha desempeñado un papel militar importante a lo largo de su historia (y actualmente es sede de una base naval de la OTAN).
En el viaje en tren y mientras caminaba por las calles de la Gaeta vieja, pensé en un tema que siempre me da vueltas en la cabeza: cómo la vida da sus círculos y, cómo, de alguna forma, la relación que uno tuvo con sus padres se repite con los hijos. En mi caso me refiero a la relación que tuve con mi mamá. Al fin de cuentas, mi papá (Álvaro López Toro) se suicidó dos días antes de que yo cumpliera nueve años. Y, aunque guardo varias pequeñas memorias gratas (y otras no tanto, dados sus problemas mentales), su presencia fue siempre un poco fantasmal. Una sombra de un señor que tenía fama de ser genio, un gran maestro y ser humano.
En contraste, la relación con mi mamá fue real. Tuvo sus altibajos y siempre sufrí con su cantaleta: a ella se le salía por los poros el “Mejía de Alfonso” (ver crónica 3 de los sesentones). Aunque hacia el final de sus días me seguía irritando su cantaleta (y, tristemente, con frecuencia me desesperaba su pedida de favores en asuntos tecnológicos o en diligencias aburridoras), aprendí a tomarla del pelo, reírnos juntos, admirarla, ser su amigo, gozármela. Todas las noches nos tomábamos nuestros rones y ella se frustraba de que no le contara con lujos de detalles mi día. No es que yo no le quisiera contar cosas, es que sentía que mi rutina no valía la pena. De alguna manera, la misma frustración sentía con ella. Habría querido saber más de su vida y que compartiera más conmigo su cultura y sus conocimientos, pero ella consideraba que no sabía nada y, quizás por protegerme, prefería no compartir detalles de su vida.
Aprendiendo de la experiencia con mi mamá, con mis hijos he hecho esfuerzos para no echar cantaleta, he tratado de transmitirles lo poco que sé, contarles lo que quieran de mi vida, y no pedirles que pasen más tiempo conmigo del que ellos realmente quieran; pero, no importa lo que uno haga, la vida se repite. Los hijos terminan exasperándose con los papás (incluido cuando uno les pide favores tecnológicos elementales), guardándose detalles de su vida, y sintiendo que uno les pide más de su tiempo del que ellos quieren gastar con uno.
Cómo quizás lo hizo mi mamá a su manera, seguiré intentando que mis hijos me conozcan mejor y sepan quererme como soy. Estas crónicas reflejan en parte ese esfuerzo. Guardo la esperanza de que, más temprano que tarde, ellos gocen leyendo estas líneas sin que les parezcan largas y aburridas, y que su disfrute les sirva, aunque sea un poquito, para morirse de las ganas de tomarse unos buenos tragos conmigo y pasar el tiempo echando paja hasta el fin del mundo.
Anzio, 2 de mayo
La etapa 14 nos trajo a Anzio, un pueblo pesquero a cincuenta kilómetros de Roma. Acá desembarcaron las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial como parte de la campaña italiana. Hoy desembarcamos nosotros y encontramos un pueblo con gracia que nos recibió con sol.
El día empezó lloviendo. Después de dos días y medio de descanso, las piernas estaban con pereza de meterse los cien kilómetros que nos esperaban. Y, a eso, súmele la lluvia. No hay cosa más aburridora que empezar a pedalear cuando está cayendo agua del cielo; pero, una vez zampados el capuchino y el cornetto, hicimos de tripas corazón y a echar pedal se dijo.
Escampó después de veinte kilómetros. Sin embargo, había nubarrones negros en el horizonte y también en nuestras narices. El capo estaba con terror de mojarse. Así que apretó el paso y por casi dos horas fuimos a una velocidad de crucero de unos 27 kilómetros por hora. Fue una etapa bonita. A ratos tuvimos el mar a nuestra izquierda. En otras ocasiones anduvimos por la Vía Apia (el nombre es más sexy que la carretera misma), flanqueada a lado y lado por árboles que tenían un tronco esbelto y en la copa un follaje de hojas que podría parecerse a una bandeja (con cierta imaginación, esos árboles me recordaron a las palenqueras colombianas que con su bandeja en la cabeza venden frutas a los turistas). La carretera también nos tiró por caminos vecinales que por momentos parecían trochas con olores a estiércol y a marraneras. Y hacia el final de la jornada volvimos a bordear el mar mientras pedaleábamos a ritmo de capo en una carretera estrecha casi exclusiva para nosotros.
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Sin querer queriendo, hoy le dijimos adiós al mar. Lo volveremos a ver en Rotterdam cuando se esté tragando las aguas del río Rin. ¡Hasta la vista, baby!
Roma, 3 de mayo
¡De la Acrópolis en Atenas al coliseo en Roma! Casi mil trescientos kilómetros. Nunca me imaginé que estaría viviendo esta experiencia. Increíble.
Primero, lo primero. El día empezó con la pesadilla del viajero. A los cinco kilómetros de salir de Anzio, a Iván casi se le sale el corazón. Se dio cuenta de que había dejado su morral —con todos sus papeles, tarjetas, pasaporte y demás— en el café donde desayunamos. Se regresó como una bala. Fernando Gaviria, nuestro ídolo de los embalajes, se habría quedado en pañales. Al llegar al café, se acabó el susto. Todo estaba intacto y en su lugar.
Para mí, el incidente tuvo cierta satisfacción. Aunque no tan grave, he sufrido ya varios sinsabores similares que me tenían bastante achicopalado. En Myticas (Grecia) dejé en un hotel mi súperadaptador con tres terminales para conectar mis instrumentos de navegación; mis gafas de ciclismo las dejé en una parada de descanso en la costa de Amalfi (y nos tocó regresar un kilómetro en subida para recuperarlas); y, en Salerno (la noche que dormimos en sitios separados), dejé mi teléfono en el hotel y tuve mi momento de pánico. Así pues, aunque voy perdiendo 3-1, al menos ya no me voy en blanco.
Una vez recuperado el morral, empezaron en serio los setenta kilómetros de la etapa quince. Por alguna razón, el mapa de Google en mi teléfono nos trajo por una vía diferente a la planeada. La carretera era angosta con más tráfico del que hubiéramos querido durante una buena parte del trayecto. Los árboles que habíamos visto en la Vía Apia el día anterior volvieron a aparecer y pasamos por varios pueblos sin mayor gracia. Vino a la memoria ese circuito ciclístico sabanero en el que uno salía por la Carrera Séptima, llegaba al Puente del Común y pasaba por Chía, Cota y Suba antes de que a esos pueblos se los tragara Bogotá.
A veinte kilómetros de Roma, llegó el momento de la postal. La ruta nos hizo pasar por la Vía Apia antica mandada a construir en el año 312 antes de Cristo para transportar tropas y armamento durante la conquista de Roma del sur de Italia. La vía es majestuosa y aún conserva el adoquín de la época romana. Esos árboles esbeltos (en su mayoría) con bandejas en sus crestas, bordean la vía como haciéndole un cortejo. Nos cruzamos con varios grupos de ciclistas y caminantes. Imagino que es un sitio que utilizan los romanos para hacer deporte cerca de la ciudad. Por ahí anduvimos unos siete kilómetros hasta que llegó el momento de entrar a Roma. La entrada fue facilísima y nada peligrosa. La calle que servía de entrada tenía una ciclovía paralela que casi nos llevó hasta al centro.
Llegamos al Coliseo romano hacia la 1:30 de la tarde. Y, claro, como gallitos de pelea nos tomamos la foto de rigor con el coliseo a nuestras espaldas. Estábamos contentos y orgullosos de haber llegado hasta acá. Nos metimos a celebrar y a calmar el hambre en el primer restaurante que encontramos a sabiendas de que era una trampa para turistas (Margarita, mi esposa, y mi hijo Rodrigo jamás habrían entrado ahí), pero no era la ocasión para hacerse el firififí. Era el momento para gozarse este logro, con el coliseo a nuestro lado. Y nos lo gozamos, acompañados de unas cervezas Peroni clásicas, una sopa minestrone, una pizza y una pasta arrabiata que nos supieron a gloria.
Hacia el final de la tarde, una vez bañados, estirados y “enyoguecidos”, salimos a caminar. Anduvimos unos ocho kilómetros a paso relajado, disfrutando cada centímetro de esta ciudad maravillosa. Tratamos de evitar las avenidas grandes para perdernos por esas calles laterales que nunca dejan de sorprenderme con sus colores durazno, sus iglesias, sus plazas, sus pisos de adoquín, sus casas con portones gigantes, su historia. Comimos en un restaurante en el Campo de’ Fiori a la luz de una luna que ya casi está llena.
Aunque después de varios días de descanso estamos listos para seguir pedaleando, mañana nos quedaremos acá. Sería un pecado mortal coger camino y no pasar aunque sea dos noches en Roma.
Roma, 4 de mayo
Hoy echamos pata a lo loco. Después de inflar las llantas de mi bici en una tienda cercana (no lo había hecho desde que salimos de Atenas y estaba obsesionado con que tocaba hacerlo), caminamos ocho horas repasando nuestras memorias de tiempos pasados en esta ciudad. Mientras tanto, pensé que los romanos, en su humanidad, ignoraban la grandeza a su alrededor y poco se diferenciaban de la gente en cualquier lugar del mundo: cada uno en lo suyo, sin darse cuenta, trabajaba para salir adelante, ayudar a su familia, tener una vida más cómoda. Imaginé que pocos tendrían un respiro (o el interés) para detenerse, meditar, cultivar su llama interior, conocerse a sí mismos. Se me vino a la cabeza otro de mis pensamientos recurrentes: que la vida, en últimas, termina siendo la misma en cualquier parte.
Durante la caminada Iván contó crónicas de la maratón que corrió hace once años y cómo al final arrastraba sus pies por esas calles de adoquín. Y yo fui dirigiendo nuestros pasos hacia el que es quizás mi sitio favorito, entre tantos que tengo en Roma: el Panteón, originalmente un templo romano que desde el año 609 después de Cristo es una iglesia católica. Con cierta tristeza decidí no entrar pues me dio pereza hacer la gran cola que había. Disfruté la plaza donde está localizado, el exterior del edificio y me imaginé su místico interior.
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Luego de sentarnos a dizque disfrutar una cerveza en la Plaza Navona (pendejos, nos salió por un ojo de la cara), nos fuimos a la Basílica de San Pedro. A mi pesar dejé a Iván entrar solo pues yo tenía que cumplir una misión importante: comprar la crema para la cola que usan los ciclistas pues la que traje está que se acaba y ha sido muy difícil de conseguir (al capo, que tiene cuerpo glorioso, la pomada lo tiene sin cuidado; él se defiende a punta de vaselina).
Iván salió pleno de su visita a San Pedro. En cambio yo estaba vacío, sin crema y sin haber entrado a la basílica. Había que terminar el día asegurándose de que esa sensación desapareciera. Así que, bordeando el río Tiber, nos fuimos al barrio de Trastevere con el propósito de tanquear la barriga y visitar la iglesia de Santa María que siempre llena el espíritu con los mosaicos dorados de su fachada y sus preciosos altares. Ya repletos la panza y el espíritu, Iván muy querido me acompañó en una larga patoneada a una tienda grande de deportes a comprar, con éxito, la ansiada crema para la cola.
A partir de mañana, y hasta que crucemos los Alpes en unos quince días, estaremos siguiendo, en sentido contrario, la ruta Eurovelo 5, también conocida como la vía Romea (Francígena). Esta fue una ruta de peregrinación y un corredor importante en el medioevo que se usó para llegar a Roma y Jerusalén, cruzando por Brindisi. La vía está basada en el viaje que hizo Sigerico “el serio”, arzobispo de Canterbury, en el año 990.
Sutri, 5 de mayo
El mapa de Google nos dio un regalo lindo de despedida de Roma. A la salida nos dio una vuelta por todo el coliseo, luego nos pasó por el Circo Máximo (donde se hacían carreras de caballos siglos antes de nuestra era), y después nos hizo bordear el Tiber por la orilla opuesta a la que caminamos ayer. Parecíamos romanos haciendo zig zag por entre los carros para ir más rápido. Por el puente cercano al castillo Sant’Angelo cruzamos el río y aprovechamos y nos tomamos la foto con las ciclas enfrente de la basílica de San Pedro. Seguimos por el Vaticano y todo iba viento en popa hasta que me confundí o, según Iván, se me olvidó leer un mapa de Google. Nos perdimos casi por una hora. Sin comentarios. En todo caso fue interesante. Anduvimos por una ciclovía bordeada de zonas verdes y edificios donde debe vivir la clase media. Fue un buen vistazo a la Roma de hoy.
Después de hora y media de pedaleo finalmente salimos de Roma y pusimos la velocidad de crucero. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a Anguillera, un pueblo medieval hermoso al lado del lago Bracciano. Casi le propongo a Iván que nos tomáramos una cerveza ahí. Eran las doce del día pasadas y estábamos a noventa minutos de la meta y el panel de control insinuaba montaña. Siquiera me guardé las ganas.
Los últimos kilómetros me supieron a cacho. Después de bordear el lago por seis kilómetros, la subida dejó de ser insinuación y dele por carretera despavimentada, con pequeños tramos en donde había inclinaciones de hasta once grados. El capo se escapó y me sacó unos segundos, quizás más. Le di gracias al que sabemos por no haber propuesto la cerveza en Anguillera.
A Sutri llegamos casi a las dos de la tarde, después de pasar en medio de cultivos de avellanas y campos verdes, algunos con flores amarillas. ¡Qué espectáculo de pueblo es Sutri! Es un pueblo con raíces etruscas, civilización que tuvo su pico en el año 500 antes de Cristo y ejerció una importante influencia sobre Roma. El pueblo está en la cima de una colina bordeada de barrancos, sus calles son estrechas y pintorescas. Antes de llegar al hotel, nos sentamos a almorzar en la plaza, en una trattoria que parecía de película: la bicicleta con flores en la entrada, los manteles a cuadros rojos y blancos, los personajes.
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Al poco tiempo de sentarnos en la trattoria se nos acercó Lilo, el policía del pueblo. Muerto de la vergüenza nos pidió que quitáramos las bicicletas de la fuente que estaba en el centro de la plaza. Con gusto lo hicimos e Iván le puso conversa. Se puso contento de que fuéramos colombianos y nos contó que hasta hace relativamente poco el párroco de Sutri era nuestro compatriota y, además, amigo del gran Iván Ramiro Córdoba (héroe del Inter, el Nacional y el universo). Durante el almuerzo, que nos supo a gloria, conversamos con un joven peregrino noruego que está caminando por unos días la vía Francigena y lo invitamos a unas cervezas. A la hora de irnos, Iván no perdió la oportunidad de irse a despedir de Lilo, el policía. La comisaría estaba decorada con ositos, tenía fotos de Lilo en sus tiempos de ciclista y se respiraba un aire hogareño. De comisaria, pocón, pocón.
Con ganas de llegar a la meta del día, anduvimos tres kilómetros, la mitad por carretera despavimentada, hasta llegar al hotel. Es una granja hermosa, grande pero austera. Desde el cuarto vemos cultivos de avellanas. Cenamos acá una comida casera deliciosa. Nos sentimos en una película. En pocos días entramos a la Toscana. Difícil que la película mejore. Pero en Italia todo es posible.
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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Estrenamos mayo saliendo en tren de Salerno a Gaeta, evitando la entrada y salida de Nápoles en bici (pasar por Nápoles era el plan original). Nos despedimos de la costa amalfitana con cierta tristeza pero, a medida que nos saludaban los siguientes pueblos (¡y Roma!), la alegría reapareció. Con cada día que pasa nuestro italiano empieza a ser castizo y, si no nos entienden, algún acento raro hacemos y ya está (en Grecia, en cambio, ni en griego).
Estos últimos días han sido tranquilos, con menos pedal que las anteriores. Recorrimos 250 kilómetros en tres jornadas de bicicleta, un promedio cercano a 85 kilómetros diarios pero con dos días de descanso. Ya llevamos la bicoca de 1.320 kilómetros.
La comida cada día se pone más sabrosa y uno se pregunta cómo puede ser tan rica la pasta que se come acá. Se vuelve agua la boca en los desayunaderos (siempre llenos de pastelitos y cornettos pecaminosos—croissants que llamamos los que nos damos de franceses— y las gelaterías están siempre haciendo ojitos para que uno las visite. ¡Ah, y el café! ¡Qué café! Los capuchos y los espressos en cada esquina con su aroma y sabor sin igual.
Gaeta, 1 de mayo
El hotelito en Sorrento (un apartamento con tres cuartos) estaba a seis cuadras de la estación del ferrocarril. Iván y yo somos aceleraditos y precavidos, así que, “porsiaca” llegamos a la estación con una hora de anticipación. De nada nos sirvió. El tren terminó saliendo con una hora de retraso y, después de dos horas de viaje y escala de unos minutos en Nápoles, llegamos a Gaeta a la 1:30 de la tarde. El día estaba gris, lluvioso y el paisaje nada especial.
Como somos novicios, no sabíamos cómo sería el asunto de viajar con las bicicletas. Fue facilísimo. Aunque en un principio no entendíamos cómo asegurarlas, la tensión desapareció al aprender a leer. Solo era ver un aviso enfrente para entender que las bicicletas tenían que colgarse en un vagón especial que tenía unos pocos asientos. Una vez colgadas, Iván se quedó haciendo guardia para no quitarle el ojo a nuestro tesoro. Yo me fui dos vagones adelante donde estaban asignadas nuestras sillas.
Al llegar a Gaeta, lloviznaba y el hotel quedaba a seis kilómetros de la estación. Iván se puso su traje de Cochise para no mojar su pinta elegante. Yo me eché al agua con ropita bonita y todo. Nos costó trabajo encontrar el hotel pero finalmente llegamos en medio de una lluvia intermitente, a veces recia. Desempacamos y salimos a almorzar en medio de la lluvia y una neblina tenue. Después fuimos caminando a la parte vieja. La ciudad estaba casi desierta, quizás por la lluvia y el frío, y nos sorprendió por su encanto. Caminé por sus calles de laberintos empinados mientras Iván se quedaba un rato en una iglesia. Según leí, Gaeta hoy en día es un conocido veraneadero de los napolitanos y los romanos y un puerto pesquero y petrolero; tiene unas murallas que datan de los tiempos romanos, un castillo construido en el siglo VI y varias iglesias bonitas (que hoy estaban cerradas). Aprendí que Gaeta ha desempeñado un papel militar importante a lo largo de su historia (y actualmente es sede de una base naval de la OTAN).
En el viaje en tren y mientras caminaba por las calles de la Gaeta vieja, pensé en un tema que siempre me da vueltas en la cabeza: cómo la vida da sus círculos y, cómo, de alguna forma, la relación que uno tuvo con sus padres se repite con los hijos. En mi caso me refiero a la relación que tuve con mi mamá. Al fin de cuentas, mi papá (Álvaro López Toro) se suicidó dos días antes de que yo cumpliera nueve años. Y, aunque guardo varias pequeñas memorias gratas (y otras no tanto, dados sus problemas mentales), su presencia fue siempre un poco fantasmal. Una sombra de un señor que tenía fama de ser genio, un gran maestro y ser humano.
En contraste, la relación con mi mamá fue real. Tuvo sus altibajos y siempre sufrí con su cantaleta: a ella se le salía por los poros el “Mejía de Alfonso” (ver crónica 3 de los sesentones). Aunque hacia el final de sus días me seguía irritando su cantaleta (y, tristemente, con frecuencia me desesperaba su pedida de favores en asuntos tecnológicos o en diligencias aburridoras), aprendí a tomarla del pelo, reírnos juntos, admirarla, ser su amigo, gozármela. Todas las noches nos tomábamos nuestros rones y ella se frustraba de que no le contara con lujos de detalles mi día. No es que yo no le quisiera contar cosas, es que sentía que mi rutina no valía la pena. De alguna manera, la misma frustración sentía con ella. Habría querido saber más de su vida y que compartiera más conmigo su cultura y sus conocimientos, pero ella consideraba que no sabía nada y, quizás por protegerme, prefería no compartir detalles de su vida.
Aprendiendo de la experiencia con mi mamá, con mis hijos he hecho esfuerzos para no echar cantaleta, he tratado de transmitirles lo poco que sé, contarles lo que quieran de mi vida, y no pedirles que pasen más tiempo conmigo del que ellos realmente quieran; pero, no importa lo que uno haga, la vida se repite. Los hijos terminan exasperándose con los papás (incluido cuando uno les pide favores tecnológicos elementales), guardándose detalles de su vida, y sintiendo que uno les pide más de su tiempo del que ellos quieren gastar con uno.
Cómo quizás lo hizo mi mamá a su manera, seguiré intentando que mis hijos me conozcan mejor y sepan quererme como soy. Estas crónicas reflejan en parte ese esfuerzo. Guardo la esperanza de que, más temprano que tarde, ellos gocen leyendo estas líneas sin que les parezcan largas y aburridas, y que su disfrute les sirva, aunque sea un poquito, para morirse de las ganas de tomarse unos buenos tragos conmigo y pasar el tiempo echando paja hasta el fin del mundo.
Anzio, 2 de mayo
La etapa 14 nos trajo a Anzio, un pueblo pesquero a cincuenta kilómetros de Roma. Acá desembarcaron las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial como parte de la campaña italiana. Hoy desembarcamos nosotros y encontramos un pueblo con gracia que nos recibió con sol.
El día empezó lloviendo. Después de dos días y medio de descanso, las piernas estaban con pereza de meterse los cien kilómetros que nos esperaban. Y, a eso, súmele la lluvia. No hay cosa más aburridora que empezar a pedalear cuando está cayendo agua del cielo; pero, una vez zampados el capuchino y el cornetto, hicimos de tripas corazón y a echar pedal se dijo.
Escampó después de veinte kilómetros. Sin embargo, había nubarrones negros en el horizonte y también en nuestras narices. El capo estaba con terror de mojarse. Así que apretó el paso y por casi dos horas fuimos a una velocidad de crucero de unos 27 kilómetros por hora. Fue una etapa bonita. A ratos tuvimos el mar a nuestra izquierda. En otras ocasiones anduvimos por la Vía Apia (el nombre es más sexy que la carretera misma), flanqueada a lado y lado por árboles que tenían un tronco esbelto y en la copa un follaje de hojas que podría parecerse a una bandeja (con cierta imaginación, esos árboles me recordaron a las palenqueras colombianas que con su bandeja en la cabeza venden frutas a los turistas). La carretera también nos tiró por caminos vecinales que por momentos parecían trochas con olores a estiércol y a marraneras. Y hacia el final de la jornada volvimos a bordear el mar mientras pedaleábamos a ritmo de capo en una carretera estrecha casi exclusiva para nosotros.
Quizás le interese: Burbujas de amor en San Andrés
Sin querer queriendo, hoy le dijimos adiós al mar. Lo volveremos a ver en Rotterdam cuando se esté tragando las aguas del río Rin. ¡Hasta la vista, baby!
Roma, 3 de mayo
¡De la Acrópolis en Atenas al coliseo en Roma! Casi mil trescientos kilómetros. Nunca me imaginé que estaría viviendo esta experiencia. Increíble.
Primero, lo primero. El día empezó con la pesadilla del viajero. A los cinco kilómetros de salir de Anzio, a Iván casi se le sale el corazón. Se dio cuenta de que había dejado su morral —con todos sus papeles, tarjetas, pasaporte y demás— en el café donde desayunamos. Se regresó como una bala. Fernando Gaviria, nuestro ídolo de los embalajes, se habría quedado en pañales. Al llegar al café, se acabó el susto. Todo estaba intacto y en su lugar.
Para mí, el incidente tuvo cierta satisfacción. Aunque no tan grave, he sufrido ya varios sinsabores similares que me tenían bastante achicopalado. En Myticas (Grecia) dejé en un hotel mi súperadaptador con tres terminales para conectar mis instrumentos de navegación; mis gafas de ciclismo las dejé en una parada de descanso en la costa de Amalfi (y nos tocó regresar un kilómetro en subida para recuperarlas); y, en Salerno (la noche que dormimos en sitios separados), dejé mi teléfono en el hotel y tuve mi momento de pánico. Así pues, aunque voy perdiendo 3-1, al menos ya no me voy en blanco.
Una vez recuperado el morral, empezaron en serio los setenta kilómetros de la etapa quince. Por alguna razón, el mapa de Google en mi teléfono nos trajo por una vía diferente a la planeada. La carretera era angosta con más tráfico del que hubiéramos querido durante una buena parte del trayecto. Los árboles que habíamos visto en la Vía Apia el día anterior volvieron a aparecer y pasamos por varios pueblos sin mayor gracia. Vino a la memoria ese circuito ciclístico sabanero en el que uno salía por la Carrera Séptima, llegaba al Puente del Común y pasaba por Chía, Cota y Suba antes de que a esos pueblos se los tragara Bogotá.
A veinte kilómetros de Roma, llegó el momento de la postal. La ruta nos hizo pasar por la Vía Apia antica mandada a construir en el año 312 antes de Cristo para transportar tropas y armamento durante la conquista de Roma del sur de Italia. La vía es majestuosa y aún conserva el adoquín de la época romana. Esos árboles esbeltos (en su mayoría) con bandejas en sus crestas, bordean la vía como haciéndole un cortejo. Nos cruzamos con varios grupos de ciclistas y caminantes. Imagino que es un sitio que utilizan los romanos para hacer deporte cerca de la ciudad. Por ahí anduvimos unos siete kilómetros hasta que llegó el momento de entrar a Roma. La entrada fue facilísima y nada peligrosa. La calle que servía de entrada tenía una ciclovía paralela que casi nos llevó hasta al centro.
Llegamos al Coliseo romano hacia la 1:30 de la tarde. Y, claro, como gallitos de pelea nos tomamos la foto de rigor con el coliseo a nuestras espaldas. Estábamos contentos y orgullosos de haber llegado hasta acá. Nos metimos a celebrar y a calmar el hambre en el primer restaurante que encontramos a sabiendas de que era una trampa para turistas (Margarita, mi esposa, y mi hijo Rodrigo jamás habrían entrado ahí), pero no era la ocasión para hacerse el firififí. Era el momento para gozarse este logro, con el coliseo a nuestro lado. Y nos lo gozamos, acompañados de unas cervezas Peroni clásicas, una sopa minestrone, una pizza y una pasta arrabiata que nos supieron a gloria.
Hacia el final de la tarde, una vez bañados, estirados y “enyoguecidos”, salimos a caminar. Anduvimos unos ocho kilómetros a paso relajado, disfrutando cada centímetro de esta ciudad maravillosa. Tratamos de evitar las avenidas grandes para perdernos por esas calles laterales que nunca dejan de sorprenderme con sus colores durazno, sus iglesias, sus plazas, sus pisos de adoquín, sus casas con portones gigantes, su historia. Comimos en un restaurante en el Campo de’ Fiori a la luz de una luna que ya casi está llena.
Aunque después de varios días de descanso estamos listos para seguir pedaleando, mañana nos quedaremos acá. Sería un pecado mortal coger camino y no pasar aunque sea dos noches en Roma.
Roma, 4 de mayo
Hoy echamos pata a lo loco. Después de inflar las llantas de mi bici en una tienda cercana (no lo había hecho desde que salimos de Atenas y estaba obsesionado con que tocaba hacerlo), caminamos ocho horas repasando nuestras memorias de tiempos pasados en esta ciudad. Mientras tanto, pensé que los romanos, en su humanidad, ignoraban la grandeza a su alrededor y poco se diferenciaban de la gente en cualquier lugar del mundo: cada uno en lo suyo, sin darse cuenta, trabajaba para salir adelante, ayudar a su familia, tener una vida más cómoda. Imaginé que pocos tendrían un respiro (o el interés) para detenerse, meditar, cultivar su llama interior, conocerse a sí mismos. Se me vino a la cabeza otro de mis pensamientos recurrentes: que la vida, en últimas, termina siendo la misma en cualquier parte.
Durante la caminada Iván contó crónicas de la maratón que corrió hace once años y cómo al final arrastraba sus pies por esas calles de adoquín. Y yo fui dirigiendo nuestros pasos hacia el que es quizás mi sitio favorito, entre tantos que tengo en Roma: el Panteón, originalmente un templo romano que desde el año 609 después de Cristo es una iglesia católica. Con cierta tristeza decidí no entrar pues me dio pereza hacer la gran cola que había. Disfruté la plaza donde está localizado, el exterior del edificio y me imaginé su místico interior.
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Luego de sentarnos a dizque disfrutar una cerveza en la Plaza Navona (pendejos, nos salió por un ojo de la cara), nos fuimos a la Basílica de San Pedro. A mi pesar dejé a Iván entrar solo pues yo tenía que cumplir una misión importante: comprar la crema para la cola que usan los ciclistas pues la que traje está que se acaba y ha sido muy difícil de conseguir (al capo, que tiene cuerpo glorioso, la pomada lo tiene sin cuidado; él se defiende a punta de vaselina).
Iván salió pleno de su visita a San Pedro. En cambio yo estaba vacío, sin crema y sin haber entrado a la basílica. Había que terminar el día asegurándose de que esa sensación desapareciera. Así que, bordeando el río Tiber, nos fuimos al barrio de Trastevere con el propósito de tanquear la barriga y visitar la iglesia de Santa María que siempre llena el espíritu con los mosaicos dorados de su fachada y sus preciosos altares. Ya repletos la panza y el espíritu, Iván muy querido me acompañó en una larga patoneada a una tienda grande de deportes a comprar, con éxito, la ansiada crema para la cola.
A partir de mañana, y hasta que crucemos los Alpes en unos quince días, estaremos siguiendo, en sentido contrario, la ruta Eurovelo 5, también conocida como la vía Romea (Francígena). Esta fue una ruta de peregrinación y un corredor importante en el medioevo que se usó para llegar a Roma y Jerusalén, cruzando por Brindisi. La vía está basada en el viaje que hizo Sigerico “el serio”, arzobispo de Canterbury, en el año 990.
Sutri, 5 de mayo
El mapa de Google nos dio un regalo lindo de despedida de Roma. A la salida nos dio una vuelta por todo el coliseo, luego nos pasó por el Circo Máximo (donde se hacían carreras de caballos siglos antes de nuestra era), y después nos hizo bordear el Tiber por la orilla opuesta a la que caminamos ayer. Parecíamos romanos haciendo zig zag por entre los carros para ir más rápido. Por el puente cercano al castillo Sant’Angelo cruzamos el río y aprovechamos y nos tomamos la foto con las ciclas enfrente de la basílica de San Pedro. Seguimos por el Vaticano y todo iba viento en popa hasta que me confundí o, según Iván, se me olvidó leer un mapa de Google. Nos perdimos casi por una hora. Sin comentarios. En todo caso fue interesante. Anduvimos por una ciclovía bordeada de zonas verdes y edificios donde debe vivir la clase media. Fue un buen vistazo a la Roma de hoy.
Después de hora y media de pedaleo finalmente salimos de Roma y pusimos la velocidad de crucero. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a Anguillera, un pueblo medieval hermoso al lado del lago Bracciano. Casi le propongo a Iván que nos tomáramos una cerveza ahí. Eran las doce del día pasadas y estábamos a noventa minutos de la meta y el panel de control insinuaba montaña. Siquiera me guardé las ganas.
Los últimos kilómetros me supieron a cacho. Después de bordear el lago por seis kilómetros, la subida dejó de ser insinuación y dele por carretera despavimentada, con pequeños tramos en donde había inclinaciones de hasta once grados. El capo se escapó y me sacó unos segundos, quizás más. Le di gracias al que sabemos por no haber propuesto la cerveza en Anguillera.
A Sutri llegamos casi a las dos de la tarde, después de pasar en medio de cultivos de avellanas y campos verdes, algunos con flores amarillas. ¡Qué espectáculo de pueblo es Sutri! Es un pueblo con raíces etruscas, civilización que tuvo su pico en el año 500 antes de Cristo y ejerció una importante influencia sobre Roma. El pueblo está en la cima de una colina bordeada de barrancos, sus calles son estrechas y pintorescas. Antes de llegar al hotel, nos sentamos a almorzar en la plaza, en una trattoria que parecía de película: la bicicleta con flores en la entrada, los manteles a cuadros rojos y blancos, los personajes.
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Al poco tiempo de sentarnos en la trattoria se nos acercó Lilo, el policía del pueblo. Muerto de la vergüenza nos pidió que quitáramos las bicicletas de la fuente que estaba en el centro de la plaza. Con gusto lo hicimos e Iván le puso conversa. Se puso contento de que fuéramos colombianos y nos contó que hasta hace relativamente poco el párroco de Sutri era nuestro compatriota y, además, amigo del gran Iván Ramiro Córdoba (héroe del Inter, el Nacional y el universo). Durante el almuerzo, que nos supo a gloria, conversamos con un joven peregrino noruego que está caminando por unos días la vía Francigena y lo invitamos a unas cervezas. A la hora de irnos, Iván no perdió la oportunidad de irse a despedir de Lilo, el policía. La comisaría estaba decorada con ositos, tenía fotos de Lilo en sus tiempos de ciclista y se respiraba un aire hogareño. De comisaria, pocón, pocón.
Con ganas de llegar a la meta del día, anduvimos tres kilómetros, la mitad por carretera despavimentada, hasta llegar al hotel. Es una granja hermosa, grande pero austera. Desde el cuarto vemos cultivos de avellanas. Cenamos acá una comida casera deliciosa. Nos sentimos en una película. En pocos días entramos a la Toscana. Difícil que la película mejore. Pero en Italia todo es posible.
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