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Dos pensionados en bici por Europa: pedaleando por Alemania rumbo al norte

Con más de 3.000 kilómetros recorridos y la meta acercándose, las piernas suman cansancio, el ritmo baja y entre espiritualidad y filosofía alemana llegan reflexiones y recuerdos que ya suenan a recolección de vivencias en la duodécima crónica de los sesentones en bici por Europa.

Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
04 de junio de 2023 - 02:55 a. m.
Alejandro López con sus reflexiones en Alemania, cuando se acerca la meta final en Ámsterdam de su viaje con Iván en bicicleta por Europa.
Alejandro López con sus reflexiones en Alemania, cuando se acerca la meta final en Ámsterdam de su viaje con Iván en bicicleta por Europa.
Foto: Alejandro López Mejía
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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones

Lentos pero seguros vamos avanzando hacia Holanda por las ciclovías de la acogedora Alemania. Los días de sol nos han acompañado sin cesar y, con el correr de los días, pienso que en el próximo mundial seré hincha de Alemania. Aunque nunca me gustó su fútbol mecánico y eficiente, la tranquilidad de su campiña y sus pueblos me transportan a un mundo apacible y sin pretensiones. Los famosos castillos del Rin se nos aparecerán mañana.

Bruschal, 31 de mayo

Son tantas las emociones del día de hoy con Hubert Frank que es imposible ordenar las ideas (ver crónica XI de esta serie). Quizás lo más fácil es lo más evidente: quedamos fundidos de pedalear 75 kilómetros ida y vuelta hasta Speyer. ¡Con él, que tiene 80 años, un marcapasos y un stent (endoprótesis vascular)! ¡Hágame el berraco favor! ¡Y ay de que uno le pregunte si está pensando en comprar bici eléctrica! ¡Y a mitad de camino, no sabemos si por hacerse el chistoso o por querido, nos preguntó si queríamos alargar la jornada 50 kilómetros para ir hasta Heidelberg! Obviamente le dijimos que nipuel.

Hubert se nos pareció a una versión de 80 años de Flo (ver crónicas IX y X de esta serie). El hombre andaba por las carreteras sin respetar las señales de tránsito, se les metía a los camiones, y no avisaba cuando iba a voltear (y, así como Flo tumbó a Iván, Hubert me tumbó a mí). Hacía lo que le daba la gana sin dar explicaciones, empezando por invitarnos al almuerzo o parar a mitad de camino a comprarnos (e intentar pagar) tres bolas gigantes de helado.

Tal como habíamos imaginado la noche anterior, sus anécdotas no tuvieron fin. Nos contó de su participación en Cabeza y Cola, un programa de televisión de mediados de los años setenta que medía la cultura general de los participantes. Se le salió la sonrisa cuando recordó las visitas de su mamá a Colombia y la manera como, sin hablar español, se hacía amiga de todo el mundo en su librería, El Cóndor, y manejaba los buses de Bogotá mejor que nadie (y, con cierta rabiecita, también recordó la vez que su mamá se quedó más de lo permitido y la policía de emigración la trató como si fuera una criminal). Mil veces nos preguntó por fulano, sutano y mengano y, con vergüenza, siempre le respondimos que no lo conocíamos. Hablaba de política de los años setenta con conocimiento de causa y al presidente Carlos Lleras lo llamaba “el chiquito Lleras”, apodo obvio pero que yo nunca había escuchado. Sus recuerdos de los nevados de Colombia dieron pie a mil historias. Nos relató sus experiencias rescatando cuerpos en diferentes nevados; y nos contó cómo una vez tuvo que dejar en la Sierra Nevada de Santa Marta y tapado con rocas, el cadáver de un alemán que con el pasar del tiempo reaparecía una y otra vez. También recordó cuando en la misma Sierra Nevada a Sergio Gaviria se le partió una pata y cuando, con Jaime Maldonado y Juan Pablo Ruiz, tuvieron que dormir debajo de una roca en el nevado del Huila porque no llevaron carpa. Y etcétera, etcétera.

Iván, que es fregadito, quedó fascinado con Hubert, no solo por sus cuentos, su personalidad y su calidez, sino también por su devoción católica. Desde anoche Iván ya les había echado el ojo a las vírgenes, cristos e imágenes religiosas que hay en la casa. Y por la mañana se puso contento de saber que Hubert conocía bien a la Virgen en su advocación favorita: la María Desatanudos, originaria de Baviera. Sin embargo, la gota que llenó el vaso fue la parada que, sin previo aviso, hizo Hubert en una capilla en Waghausel, a mitad de camino entre Bruschal y Speyer. Según aprendimos, la capilla es un lugar de peregrinación y se dice que ahí la Virgen ha hecho milagros. Al llegar a la capilla, Hubert se bajó calladito de su bici, entró a la iglesia, prendió una velita para hacer una ofrenda y se arrodilló para rezar un ratico. Iván hizo lo mismo, quedó feliz el resto del día e incluyó a Hubert en su santoral.

A Speyer, ciudad fundada por los Romanos e importante centro de la vida judaica en el medioevo, llegamos hacia el mediodía después de pasar por bosques, praderas y nidos de cigüeñas cerca al Rin. Las calles de Speyer, relativamente amplias, sabían esconder la presencia de los turistas y les añadían encanto a sus edificios. Después de almuerzo, y haciéndose el bobo, Hubert nos llevó a un parque con una tumba sencilla que resultó ser la de Helmut Kohl, canciller alemán durante la reunificación del país y la creación de la Unión Europea. Nunca supe muy bien qué nos quiso decir Hubert con esa visita pero que valió la pena, valió la pena. Y después nos fuimos a la catedral, cuya construcción empezó en el año 1030 y cuyo estilo tuvo gran influencia en la arquitectura romanesca de los siglos XI y XII. Debajo de su altar están las tumbas de ocho emperadores del Sagrado Imperio Romano y de reyes alemanes.

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Va a ser mucha la falta que nos hará Hubert. Conocerlo fue un gran privilegio y su presencia me trajo siempre a la mente a Ernest Bein. El Prof, como le decíamos sus estudiantes, llegó a Colombia en 1937 tras una propuesta de Agustín Nieto Caballero para ser maestro en el Gimnasio Moderno y ahí se quedó hasta que se nos fue en 1980. Al igual que Hubert, fue más colombiano que cualquier colombiano, y recorrió los lugares más recónditos de Colombia una y otra vez. El Prof —ilustre excursionista y ciudadano del mundo— siempre tuvo la idea de la excursión como un viaje de conocimiento del cual todo aquel que se precie de ser gimnasiano debería hablar con emoción. Como me decía en estos días Pompilio, mi profesor de literatura del colegio, la excursión es un viaje en el que invertimos tiempo, dinero y esfuerzo (inversión) no solo para salir afuera (excursión) sino también para viajar dentro de nosotros (incursión) y sacar del interior preocupaciones y problemas para descansar (diversión, del latin vertere).

Heidelberg, 1 de junio

Intentamos desayunar con Hubert sin pensar mucho en la despedida por venir. Detallamos las fotos de los nevados colombianos que Hubert tenía colgadas en las paredes, algunas de las fotos con sus amigos, otras que resaltaban los picos nevados y las odiseas vividas. Así como la casa de mi tío David, la de Hubert estaba llena de libros, cachivaches y recuerdos. El día que llegamos nos había mostrado toneladas de tiquetes de corridas de toros a las que había asistido en la Plaza de Santamaría en los años setenta. Tenía tiquetes de corridas con el Viti, Palomo Linares, Paquirri y mil héroes más. Y ayer nos había mostrado infinitos empaques de los cafés más exóticos colombianos que sus amigos y conocidos le habían traído durante los últimos cuarenta años. Y hoy, tomándole del pelo al hasta luego, nos mostró sus recibos de hoteles, fotos e itinerarios de sus varios paseos en bicicleta por Europa.

La despedida fue inevitable y, al igual que con Esteban y Flo, asomaron la voz temblorosa y las lágrimas. Nos dimos un gran abrazo al mismo tiempo que, veloces, nos hacíamos los pendejos para emprender camino y disimular la tristeza. La pedaleada a Heidelberg no fue memorable por su belleza. Sin embargo, a mitad de camino, llegando a Waldorff, nos sorprendimos al pasar enfrente de la sede principal de SAP, la tercera compañía más grande del mundo de software, unas instalaciones gigantes que parecían vacías. Mientras pedaleábamos por entre los bosques todo nos imaginamos menos que estábamos en medio del mundo moderno y de la compañía más grande de Alemania en capitalización de mercado. El misterio de la soledad de las oficinas de SAP nos los revelaron los vecinos de mesa del restaurante de Heidelberg en el que almorzamos. El hijo de la pareja trabaja en SAP. Nos contaron que, desde que apareció el COVID, de los 8.000 empleados en Waldorf (hay 110.000 alrededor del mundo) tan solo el 3 por ciento está yendo a la oficina y el resto lo hace remotamente.

A Heidelberg llegamos alrededor del mediodía después de apenas 48 kilómetros de recorrido. A esta ciudad siempre había querido venir. En un universo paralelo, en uno en el que no me hubiera dado culillo estudiar filosofía, quizás habría vivido acá estudiando a Hegel. A la ciudad me la imaginaba gris, austera y seria. Nunca pensé que fuera de colores pasteles, sensual y joven.

Max Weber, el gran sociólogo, historiador y politólogo alemán estudió en Heidelberg. ¡Cómo es la vida! Hoy precisamente hace dos años se fue mi suegro, Fernando Uricoechea, gran admirador de Weber. Su clase de historia económica general en Los Andes, la cual tomé en 1981, era básicamente un curso sobre Weber, padre del estudio moderno de la sociología y la administración pública.

Fernando murió como no se lo había soñado: sin estar al lado de sus hijas y sus nietos. Después de días en el hospital, al que entró con complicaciones respiratorias debidas al COVID, se fue cuando ya parecía que lo peor había pasado. Quizás fue lo mejor. Fernando era una de las personas con más vida y más intereses que he conocido, pero durante los últimos años se fue apagando, le costaba trabajo caminar y la memoria dejó de funcionarle. Es probable que la intensidad con la que vivió su vida, con la compañía más que ocasional del alcohol y de otros vicios, hubiera sido parcialmente culpable de su deterioro temprano.

Nacido en La Mojana (Sucre, Sucre, Sucre) en 1940, a Fernando vine a conocerlo realmente a finales de 1985 cuando empecé a salir con Margarita (aunque lo saludaba cuando me lo encontraba en el Gimnasio Moderno, donde fue interno, en los encuentros de exalumnos). En esa época, quien era quizás el sociólogo colombiano más reconocido a nivel mundial por su libro sobre los orígenes del Estado brasileño, andaba casi desempleado y saltaba matones a pesar de haber sido un reputado académico en Brasil. Increíble cómo nadie es profeta en su tierra. Al poco tiempo, sin embargo, logró convertirse en profesor titular de la Universidad Nacional y sus dificultades económicas desaparecieron.

Su trabajo en la Universidad lo condimentaba con pasiones que iban y venían. Era buenmozo y vanidoso y utilizaba su simpatía como red para capturar sardinas. Fueron varias las novias que le conocí, casi siempre cercanas en edad a Margarita; a todas las quiso y admiró y de muchas siguió siendo su amigo. Cocinero como pocos, a mediados de los ochenta sólo preparaba platos franceses. Poco después se olvidó de Francia y llegó la moda del Asía con todas sus variaciones.

Hubo un tiempo en el que pasábamos noches enteras jugando ajedrez. Hacíamos torneos con amigos (con reloj y todo) y, para no perder, compró varios libros de ajedrez y entrenaba días enteros jugando contra el computador. Competitivo era, sin duda. La pasión por el ajedrez desapareció de un día para otro y la cambió por la astrología y por una procesión de visitantes que llegaban a su apartamento para que les hiciera la carta astral. Y después, ya hacia finales de los años noventa le llegó la pasión por el piano, practicaba sin descanso y orgulloso nos ponía a escuchar sus conciertos. Lector incansable, ecléctico en sus gustos musicales y bailarín sin par, le gustaba ser el centro de atención en las fiestas (¡ay de que no lo fuera!) y pontificar sobre casi todos los temas (herencia que se le ha empezado a salir a Margarita). Siempre tuvo interés por la teología y la historia de las religiones (como buen discípulo de Weber), meditó, practicó yoga y luchó por encontrar el más allá en este mundo. Ojalá, ahora que está descansando, lo haya encontrado.

Maguncia, 2 de junio

La etapa fue de casi 100 kilómetros. Fue una de las etapas en las que más cansados hemos llegado. Nos demoramos 5 horas y 40 minutos sin tener en cuenta las paradas. Es curioso cómo ir despacio tiende a cansarlo a uno más. Nuestro promedio de velocidad fue muy bajo: 17,5 kilómetros por hora y en plano (y eso que después del almuerzo le dimos duro).

Las razones para haber ido despacio son varias. La más obvia es que los kilómetros les van sumando cansancio a las piernas: hoy llegamos a los 3.020 kilómetros, casi la distancia entre Bogotá y Lima. Además, aunque la etapa era plana, el terreno no era el más favorable para poner una velocidad de crucero aceptable. Por bastante rato nos metimos por caminos de adoquín, o por despavimentado, o incluso por potreros en medio del pasto. Anduvimos también por ciclovías pavimentadas que tenían un tráfico lento y eran más andenes que cualquier otra cosa.

Las primeras dos horas pasamos por varios pueblos. Aunque la mayoría no tenían demasiada gracia (eran pueblos modernos con retazos de arquitectura de siglos atrás), eran apacibles e inspiraban tranquilidad y nos ofrecieron una película de esa vida tan semejante a la que se goza en todos lados. Vimos a gente que entraba a los supermercados, a ancianos en fila enfrente de una oficina quién sabe para qué diligencia, niños caminando hacia el colegio, parejas y amigos tomando café en las plazas, hombres cortando el pasto. De todos los pueblos que pasamos en esas dos horas, Bensheim fue quizás el que más nos gustó por su centro pintoresco, que fue reconstruido después de la destrucción ocasionada por bombas incendiarias en marzo de 1945.

Las últimas dos horas fueron un suplicio. Mi pedaleo estaba pesado y sin ritmo gracias a un ataque de sueño causado por más pizza de la que un sabio habría aconsejado a la hora de almorzar. Iván también la sufrió pero para ganarle la batalla al sueño pedaleó con todo en medio de un viento de raca mandaca. Aunque me costó trabajo pegármele a la rueda, al final llegamos juntos a Maguncia pasadas las cuatro de la tarde y nos sentamos en un bar al lado del Rin a celebrar la llegada con una cerveza.

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Pasadas las 7 de la noche intentamos sacar energías para tomar un bus al centro y comer algo por allá. Las energías desaparecieron apenas perdimos el bus por un minuto y vimos que el siguiente se demoraba media hora en llegar. Decidimos entonces pegarnos una patoneada con rumbo al centro pero con la idea de sentarnos en el primer sitio acogedor que encontráramos. Lo encontramos a unas cinco cuadras y pedí dos vinos tintos y una ensalada con queso frito. Iván pidió un schnitzel de pollo, o, en colombiano, un pollo apanado al estilo de las abuelas y en valluno una chuleta.

Al regresar miramos nuestros teléfonos y descubrimos que teníamos un mensaje de Hubert, que quería saber dónde estábamos. Y con ese mensaje, nos pusimos a conversar sobre lo maravillosos que han sido todos nuestros coequiperos, lo mucho que hemos gozado juntos y aprendido de ellos. Todos se han quedado con ganas de estar más con nosotros, han seguido pendientes siempre y preguntan por los detalles de la travesía. Esteban fue el único que claramente quería llegar hasta Ámsterdam pero los demás también querían seguir recordando anécdotas o construyendo nuevas a nuestro lado.

Como en todas las relaciones exitosas, los unos y los otros nos adaptamos a los caprichos y vicios de los demás.Todos llegaron siendo muy cuidadosos de no desestabilizar la relación entre Iván y yo pero al final terminaron poniendo su propia sazón. Felipe puso siempre el condimento de querer encontrar lo más barato, su experiencia para mejorar los vídeos, y la mamadera de gallo para controlar a Iván con la maña de un amigo de toda una vida; Catalina puso la valentía de lanzarse a llegar a sitios recónditos en bus y en tren y la paciencia de lidiar con nuestra ineptitud con la cocina, lavar ropa o reservar un hotel; Flo se puso la camiseta de hijo veinteañero querendón, se echó encima las responsabilidades en la carretera, se graduó de traductor simultáneo y, en apenas dos días, entrenó a su reemplazo: Esteban, que se graduó con honores, ganó confianza con los días y elevó la calidad culinaria del paseo con su búsqueda exitosa de restaurantes buenos, bonitos y baratos. Norman le metió calidez y serenidad a la ruta y el pobre Juan Zauner, que apenas estuvo un día con nosotros a raíz de la enfermedad de La Compañera de Iván, metió sentido del humor y buena energía en medio de la adversidad. Y Hubert, con sus años, personalidad, generosidad y cuentos sin fin, puso el condimento que faltaba para hacer inolvidable este plato que estamos saboreando hace ya más de 45 días. Sin estos coequiperos, el plato no habría quedado con el pique que le gusta a Iván.

Maguncia, 3 de junio

Hoy nos tomamos el día de descanso. Habríamos podido darle al pedal pero decidimos empezar a ejecutar la estrategia que diseñamos para llegar a Ámsterdam el 13 de junio: tomarnos días de descanso en sitios agradables en los que encontremos hoteles baratos y partir en dos las etapas largas.

Hicimos pereza hasta tarde y desayunamos en el bufé que tenía el hotel. Felipe no lo habría autorizado porque era carito pero nos queríamos dar el premio. Con la barriga llena, tomamos el bus al centro. Maguncia (con Speyer y Worms) hizo parte de la liga de ciudades que fueron el centro de la vida judía en el medioevo. Fundada por los romanos, Maguncia fue la cuna de Johannes Guttemberg, inventor de la imprenta con caracteres móviles. Maguncia sufrió grandes bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial y muchos de sus edificios históricos están reconstruidos. Nos fuimos derecho a su famosa catedral, predominantemente de estilo romanesco pero cuyas adiciones importantes a lo largo de los siglos dieron lugar a la aparición de los diversos estilos que se hacen evidentes hoy en día, incluido el gótico y el barroco. La catedral invitaba a la introspección e Iván le aceptó la propuesta y estuvo un rato largo rezando.

La catedral está al lado de la plaza central de Maguncia y la rodean edificios con tiendas y restaurantes en el primer piso, que, como murallas, hacen imposible ver sus entradas. Cuando íbamos camino para allá no podíamos creer el ambiente de fiesta que se vivía en la plaza y calles aledañas. Gente de todas las edades estaba reunida tomando café, cerveza o vino bien fuera de pie, sentados en los peldaños de fuentes o estatuas o en los cientos de locales alrededor. Todo tenía pinta de que había un evento especial pero nos dijeron que el ambiente festivo era lo normal los sábados. ¡Y uno que tiene en la cabeza la idea preconcebida de que los alemanes son serios y no saben mucho de gozar la vida!

A medida que nos íbamos acercando a la entrada de la catedral, los puestos de mercado nos dejaban boquiabiertos con sus miles de variedades de quesos, vinos, pastas, hongos, espárragos, frutos del bosque y millones de frutas y verduras más. Después de los rezos de Iván, deambulamos por más calles en dirección a la iglesia gótica de San Esteban, conocida hoy en día por los vitrales (creados por Marc Chagall entre 1978 y 1985) de un azul luminoso. Los vitrales ilustran escenas del Antiguo Testamento y son un intento de Chagall de contribuir a la reconciliación entre alemanes y judíos.

Y durante el almuerzo, antes de que compráramos una cerveza y dos botellas de vino pequeñas para beberlas al lado del Rin, un acordeonista nos acompañó, en una plaza pequeña, con sus melodías nostálgicas que incluían piezas de Gardel y esa canción que le gustaba tanto a mi tío David: Por una cabeza.

Como hoy juega Colombia contra Italia en el Mundial Sub-20, era obligatorio hablar con Julián, el menor de mis tres hijos (que está pronto a cumplir 26 años) y amigote del alma. De cejas grandes que casi parecen una sola, siempre lo molestamos diciéndole que parece iraní. Heredó de mí el gusto por los masajes y las caricias en la espalda y cada vez que puede se le tira a la gente de confianza a que lo masajeen. Con él hablo prácticamente todos los días cuando estoy en Washington y, por más ocupado que esté, siempre saca un segundo para chismosear.

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Aunque sus estudios y su trabajo en el laboratorio de propulsión eléctrica son conversación obligada (está haciendo un doctorado en Ingeniería del Espacio, después de estudiar matemáticas y física en el pregrado y acaba de ganarse una importante beca de la NASA), nuestro tema favorito es el fútbol y cualquier otro deporte en el que juegue un colombiano. Julián le sigue la pista a todo compatriota que esté haciendo sus primeros pinitos en cualquier deporte y, por ejemplo, supo de la existencia de Egan Bernal antes que su mamá. Con Julián fuimos al mundial de Brasil, y seguimos a la selección en todos sus partidos hasta que perdió en Fortaleza. El tipo es casi la única persona que conozco que todavía defiende a James usando argumentos con estadísticas típicas de un científico de cohetes.

Julián es un duro, tiene una tenacidad y disciplina férreas y ha manejado su tartamudez con tranquilidad (y cada vez la domina mejor). Muchos de sus triunfos (incluidos aquellos que tuvo cuando jugaba tenis y squash) no le han llegado fácil y cada vez que tiene un revés se levanta con más fuerza hasta alcanzar su objetivo. Es hombre de pocas palabras (a no ser que el tema sean los deportes), y sus comentarios, a menudo telegráficos, demuestran inteligencia y un buen sentido del humor. Sus grandes defectos incluyen ser hincha de Santa Fe (herencia de mi mamá), del Real Madrid (aunque con el tiempo su equipo del alma es realmente el Tottenham) y no montar en cicla conmigo (la última vez que salió quedó tirado en el piso vomitando).

Mañana empezaremos a ver los icónicos castillos del Rin durante el pedaleo.Y Loreley, la piedra más conocida de Alemania, cuyo nombre es un homenaje a la mujer que con su canto y encanto hizo accidentar a tantos pescadores, quizás nos ataque. Ojalá no nos haga ni mu.

🚴🏻⚽🏀 ¿Lo último en deportes?: Todo lo que debe saber del deporte mundial está en El Espectador

Por Alejandro López Mejía, especial para El Espectador

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Melmalo(21794)04 de junio de 2023 - 04:39 p. m.
Que jornadas espectaculares las que se dán. Lo más importante disfrutar el camino en compañías que tambien lo hacen, ésa comunión de pequeños placeres que enriquecen la vida, lisseguiremos acompañando hasta el final de ésta hermosa gesta.
Giovanni(38945)04 de junio de 2023 - 12:58 p. m.
Interesante leer a los estrato seis hablar de sus vivencias y logros en la vida… para que se tiene plata si no es para gozarla?… enjoy!
Mauricio(5372)04 de junio de 2023 - 07:13 a. m.
¡Qué delicia de paseo!
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