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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Después de dos días bordeando el lago Constanza, el plan era terminar la semana en Estrasburgo y tomar ahí unos días de descanso. Sin embargo, lo que tenía que pasar pasó donde no tenía que pasar. En una ciclovía sin mayores retos, Iván se cayó en una curva; se rompió una pieza de la bicicleta que no es fácil de conseguir. Así que decidimos pedir el repuesto por correo a Zúrich a la casa de Lina (la hermana de Margarita, mi esposa) y Norman (su esposo). Hacía apenas un día le habíamos dicho a Norman que no pasaríamos a visitarlos. Mejor nunca decir nunca pues acá estamos.
Constanza, 21 de mayo
Hoy terminamos nuestra quinta semana de travesía. Nos faltan unas tres semanas y media para llegar a Ámsterdam. En distancia, calculamos que aún nos deben faltar, aproximadamente, 1.400 kilómetros. O sea que a ojo de buen cubero llevamos dos terceras partes del recorrido, siempre agradecidos con La Poderosa y La Compañera (finalmente Iván bautizó su cicla).
Con Norman y Esteban (mi sobrino) como nuevos coequiperos, estrené la alforja que me trajeron de regalo y que reemplazó la que se había dañado en Grecia y que ya estaba en las últimas con todo tipo de remiendos (también me trajeron de regalo chocolates, galletas y cositas ricas de pastelerías elegantes, además de un café Juan Valdez). Empezamos la jornada desayunando en una panadería-pastelería. Los panes, pasteles y sánduches que comimos estaban deliciosos. Sin embargo, todos nuestros coequiperos, como buenos alemanes, no hicieron sino criticar la calidad del pan, de los pasteles y la falta de variedad de las delicias culinarias. El pan y la pastelería es a los alemanes lo que la pasta y la pizza es a los italianos. No hay como las pastelerías de su ciudad y del lugar donde crecieron, incluida la casa de mamá. Así somos también los colombianos. No hay como el ajiaco, los fríjoles, las arepas, el pandebono, el sancocho, el mote de queso o el pescado frito de nuestros recuerdos de infancia.
Durante el desayuno, Flo nos convenció de que cambiáramos el recorrido y pedaleáramos por el lado alemán del lago Constanza (en lugar de bordearlo por el lado Suizo). La razón era fácil de comprar: por este camino se verían los Alpes nevados, como telón de fondo al lago. Y la verdad es que fue muy lindo. Poco después de salir de Bregenz (Austria) pasamos a Alemania sin darnos cuenta y atravesamos varios pueblos pintorescos. Lindau, muy cerca de la frontera, fue el que más me sorprendió con su arquitectura medieval y un pequeño puerto con una estatua de un león y un faro de piedra como gran portón al desembarcadero.
Las etapas épicas de días atrás pasaron a la historia. Hoy fue un paseo familiar que nos dio una idea de cómo es un fin de semana en esta región durante los días finales de la primavera. La ciclovía, que por ratos nos metió en medio de viñedos y cultivos de manzana, tenía un tráfico pesado y muy variado. Vimos niños menores de cinco años en sus triciclos o minibicicletas, familias enteras con cada uno de los hijos en su propia cicla o con los papás llevando un remolque con la prole atrás, treintañeros y cuarentones trotando o andando rápido en sus bicis, ancianos caminando, con o sin bastón, y a veces acompañados de sus nietos. Alejándonos de los pueblos y del lago, el tráfico disminuyó y la ciclovía nos metió por entre bosques en donde vimos caminantes de edad avanzada tomándoles fotos a las flores amarillas o lilas que adornaban el camino.
Hacia el mediodía, la bruma del lago invadió el bosque, tapó el cielo azul y bajó la temperatura. Aunque un poco lejos de donde nacieron los personajes de los hermanos Grimm, la neblina en el bosque me hizo pensar si de pronto aparecería un gato con botas, una princesa dormida, una caperucita roja o una bruja que me regalara una manzana. Nada de eso sucedió. Quizás guiados por piedritas blancas dejadas en el camino por Hansel y Gretel llegamos a Friedrichsafen donde Iván tuvo una caída tonta sin nada que lamentar, aparentemente debido a una maniobra audaz de Flo que se le atravesó por la derecha. A los pocos minutos del accidente y sin que nadie aprovechara la caída para atacar al capo, nos sentamos a almorzar al lado del lago. Yo pedí un plato típico alemán que no conocía y me gustó: flamkuchen, una especie de pizza cubierta de crème fraîche (en lugar de pasta de tomate) y con una masa delgada y crujiente.
Al terminar de almorzar, la bruma se había ido y pudimos ver de nuevo el lago con las montañas al fondo. Pedaleamos casi dos horas más. Hacia el final del día, pasamos al lado de un viñedo que tenía una tienda de venta de vinos y que estaba llena de comensales. Nos tentó entrar y tomarnos un vino, en especial cuando un pianista empezó a tocar unas notas. Sin embargo, contuvimos las ganas y nos fuimos hasta Meersburg, otro pueblo medieval con dos castillos y con una calle principal invadida de turistas que hacían difícil el paso. Ahí tomamos un ferry que en 20 minutos cruzó el lago y nos trajo hasta Constanza.
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Nos despedimos de Norman al llegar al hotel a las afueras de la ciudad. Él tomó el tren a Zúrich hacia las seis de la tarde pues mañana tiene que trabajar como casi todos los mortales. Fue agradable haber conversado con Norman durante los 74 kilómetros que recorrimos a paso de turista, siempre escuchando su voz suave y disfrutando su temperamento afable. Esteban se quedó con nosotros. Sabiamente, Norman y Lina lo dejaron capar unos días de colegio para pedalear con nosotros. Acá lo tengo a mi lado mientras escribo. Espero que estos días que vienen sean tan espectaculares como se los está imaginando. Haremos lo posible para que así sea. Tristemente, sin embargo, Flo se nos va mañana para Múnich. Fue una gran compañía durante esta última semana y una ayuda inmensa para navegar los mapas, evitar perdidas y averiguar sobre todo lo divino y lo humano a medida que surgían dudas por el camino.
Klettgau, 22 de mayo
Desde que Flo llegó, Iván y yo nos idiotizamos en un abrir y cerrar de ojos y empezamos a depender de él hasta para ir al baño. Y Flo, con la paciencia del santo Job, nos ayudó en todo. Anoche, al ver mi estado de pánico porque se me iba a vencer mi servicio telefónico, se ofreció a llevarme temprano a un supermercado a comprar mi tarjeta SIM. Tenía que ser temprano pues su bus a Múnich salía a las 10:30 de la mañana. A las 7:15 de la madrugada estábamos con el SIM comprado, pero no instalado, pues Flo insistió en que él lo instalaba en el hotel después del desayuno. Sin embargo, el asunto no fue tan sencillo como la teoría predecía. Tocó llamar por vídeo a un agente del servicio telefónico para mostrarles mi pasaporte y luego esperar a que llegara un correo electrónico con instrucciones para la instalación.
Mientras llegaba el correo, desayunamos. Era un bufé espectacular con todo tipo de panes, mueslis, quesos, yogures y cafés. Sin embargo, los manjares casi se me atragantan pues pasaba el tiempo y nada que aparecía el bendito correo electrónico. No sé por qué, pero cuando localizamos el correo (que estaba en el correo basura) ya me había consumido buena parte de las gigas a las que tenía derecho en un mes. Corra entonces al supermercado a comprarle más crédito al teléfono y todos con úlcera porque, debido a su generosidad —y a mi imbecilidad— Flo iba a perder el bus.
Al final todo salió bien (hace poco hablamos con Flo y ya llegó a Múnich) y ya tengo servicio de Internet alemán. Al despedirme de Flo, a quien hace una semana no conocía, se me aguaron los ojos. Siquiera no me eché a berrear. Eso no me pasa con frecuencia pero me pasa. Recuerdo una vez en 1994, en un curso para banqueros centrales organizado por el Banco Central Suizo en una sede que tiene el banco en los Alpes para sus actividades académicas, que me emperré a chillar durante la despedida. Entre los compañeros estaba Perry Warjiyo, ahora presidente del Banco Central de Indonesia. Durante las dos semanas que estuvimos juntos, hicimos buenas migas y hablamos de nuestras familias y ambiciones. Años después nos encontraríamos de vez en cuando en los corredores del Fondo Monetario y nos saludábamos con una sonrisa cómplice que recordaba nuestros días en Suiza. Así como esa berreada he tenido otras; quizás la más épica fue en Londres cuando nos despedimos de nuestros grandes amigos brasileños Nelson Kagan y Suely Pfeferman con quienes fuimos más que familia por casi cuatro años a principios de los años noventa.
La dependencia que tuvimos de Flo en esta semana me descompensó. Me dió mucha piedra que, después de navegar los mares griegos e italianos como si fuéramos Neptuno, nos volviéramos tan inútiles en apenas siete días. Claro que los jóvenes no ayudan del todo. Con la facilidad que tienen para hacer mil cosas al mismo tiempo y a la velocidad de un rayo, no tienen ni el tiempo ni la paciencia para explicarnos los detalles que, más adelante, nos facilitarían hacer la tarea sin su ayuda. Eso pasó con Flo y pasa con mis hijos. Y le pasaba a mi mamá conmigo. El círculo de la vida, como diría Rafiki, ese sabio mandril asesor del rey león.
Esteban lideró el pelotón durante los 75 kilómetros de hoy. Manejó los mapas como el mejor de los cartógrafos, siempre atento a los desvíos, y marcó el ritmo de la cadencia con la experiencia del mejor gregario. En Alemania estuvimos solo en los primeros y últimos metros de esta etapa, la número 32 de nuestro periplo. Casi todo el tiempo anduvimos por Suiza y atravesamos y vimos a la distancia sus pueblos pintorescos con iglesias de torres como alfileres y casas que nos recordaron el estilo Tudor. Al inicio de la etapa bordeamos el lago Constanza con un agua cristalina, cristalina y un azul aguamarina casi inverosímil. Y después nos metimos por entre viñedos y cultivos de manzanos, semejante a lo que habíamos visto ayer. Siguiéndole el consejo a una señora que estaba con sus hijas pequeñas en la orilla del lago, a las dos horas y media de pedaleo hicimos un desvío a las llamadas cataratas del Rin, que más que cataratas me parecieron rápidos con una caída de agua. Ahí almorzamos en un chuzo para turistas y rápidamente nos vinimos para Klettgau con La Poderosa haciendo un ruidito que me tiene intrigado. Sospecho que son los frenos. En tres días, cuando descansemos, la pienso llevar a una bicicletería a que la revisen.
Acá estamos durmiendo encima de un restaurante chino en un semihotel de dos pisos manejado por chinos que solo aceptan efectivo como medio de pago. En el cuarto del lado hay unos alemanes que gritan como urracas y el olor a la marihuana que fuman se mete por entre las paredes.
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Hoy a la hora de la comida se nos unió Juan Zauner, amigo y excolega de Iván. Muy querido nos invitó a un restaurante chino sabroso a cuatro cuadras de nuestro hotel. Juan vive en Guatemala y está de vacaciones en Europa visitando familia y amigos. La idea es que nos va a acompañar por dos días en la bicicleta eléctrica que arrendó. Mañana quedamos de salir temprano a intentar evitar el chaparrón que está pronosticado. Ojalá lo podamos esquivar.
Zúrich, 23 de mayo
Esquivamos la lluvia pero no el primer problema mecánico de envergadura. A 90 minutos de la meta, después de tres horas de pedaleo por más colinas empinadas de las que hubiera querido, casi todo el tiempo por Suiza, el capo se cayó donde no tenía que caerse y se le rompió “el muñeco”, la pieza de donde cuelga el descarrilador. A él no le pasó nada. Ni un raspón.
Cuando Iván se cayó estábamos a dos kilómetros de Stein, un pueblo alemán con un precioso puente de madera sobre el Rin que conecta a Suiza con Alemania. Stein resultó una perla escondida. Nos sentamos a almorzar en un restaurante italiano en una plaza medieval con vista a una iglesia muy bonita mientras abrían la bicicletería y le tomábamos del pelo a la incertidumbre y a los nervios. Cuando la abrieron, después del receso de almuerzo, entramos primero para no perder un segundo. Después de un momento de esperanza, nos dijeron que no tenían el repuesto (orgulloso tengo que decir que si esto me hubiera pasado a mí no habría habido problema pues traje conmigo el repuesto para esa pieza de mi bicicleta; la prudencia del banquero central no se improvisa). Mencionaron que quizás la pieza la tenían en Lorrach, un pueblo cerca del hotel que teníamos reservado para esta noche. Sin pensarlo demasiado, compramos los tiquetes de tren a Lorrach, vía Basilea. En medio del acelere de la toma de decisiones, las llamadas de la familia y amigos de Iván iban y venían para preguntar si estaba herido de muerte y, cuando decía que no, lo regañaban por estar diciendo mentiras. No entiendo por qué pensaban que estaba diciendo mentiras. El hombre no es ni pecador ni tiene la nariz grande de Pinocho. Al fin de cuentas, Iván es santo.
Ya en el tren, Esteban empezó a llamar a todas, absolutamente todas, las bicicleterías de Lorrach y Basilea mientras Juan Zauner le pedía ayuda a su hijo que vive en Alemania a ver si podía ayudarnos a conseguir el repuesto. El repuesto no lo tenía ninguna de las bicicleterías del universo y con lo único que pudo ayudar el hijo de Juan fue con darnos la referencia exacta de la pieza.
En Basilea tomamos la decisión de pedir el repuesto para que llegara a Zúrich a la casa de Esteban y pasar unos días con él y su familia hasta que llegue por correo (si estamos de buenas debe llegar mañana pues Iván pagó un sobreprecio considerable para que llegara en menos de 48 horas). En Basilea, la Meca de los reguladores y supervisores financieros (profesión que es más arte y ciencia de lo que su nombre indica), nos despedimos del pobre Juan Zauner, quien apenas pudo pedalear 50 kilómetros y medio día con nosotros, en lugar de los 150 kilómetros y dos días que tenía planeado; pero, como dice la canción, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡Ay Dios!
Al llegar a Zúrich fue un placer abrazar de nuevo a Norman, darle un beso a Lina y un abrazo a Joel, el hermano menor de Esteban. Lina nos preparó un fondue de queso, un antojo que tenía y que no había podido satisfacer hasta ahora. Se lo agradecí mucho y acompañamos la sabrosa conversación con una botella de vino. En medio de todo, comentamos que Iván cayó parado y los ángeles nos siguen acompañando y nos dieron el regalo de poder pasar unos días con Lina y su familia. Esperamos poder seguir nuestro camino el viernes, 26 de mayo, ojalá con la compañía de Esteban hasta Estrasburgo.
Zúrich, 24 de mayo
Día de descanso total, haciendo pereza en la casa casi todo el día. Joel y Esteban se fueron temprano al colegio y cuando nos levantamos a las 7:30 de la mañana ya se habían ido. Llegaron a la hora del almuerzo pues los miércoles no tienen colegio por la tarde.
Con Lina conversamos un rato largo en la mañana y luego me acompañó a la bicicletería del barrio a ver si descubrían qué era el ruidito raro que tiene mi bici. Durante la caminada, en un día gris y frío, conversamos de los planes de Esteban, quien va a terminar su colegio a mitad de año (algunos de sus compañeros, los que van a ser profesionales, seguirán en el colegio unos años más antes de entrar a la universidad). A partir de agosto, empezará con su entrenamiento de tres años (combinado con cursos donde le enseñan asuntos varios, como por ejemplo la presentación de impuestos) en una panadería-pastelería famosa de Zurich. La idea de Esteban es volverse panadero y se le iluminan los ojos cuando habla del tema. Con orgullo dice que va a ganar un sueldo como parte de su entrenamiento y que lo tiene sin cuidado la idea de tener que empezar a levantarse a las 3:30 de la mañana todos los días a hornear el pan. Ojalá le vaya bien y se realice trabajando en ese oficio. Imagino que las posibilidades de tener una vida cómoda y sin aprietos financieros siendo panadero o pastelero son mucho mayores en Suiza que en Colombia o en los Estados Unidos. Además, sin saber muy bien cómo son las cosas acá y sin conocer muchos profesionales suizos, me da la impresión de que en este país no hay la discriminación (al menos no tan marcada) que hay en Colombia hacia la gente que decide dedicarse a un oficio en lugar de ser profesional.
La bicicletería estaba cerrada cuando llegamos con Lina pues los miércoles solo trabajan por la tarde. Así que nos devolvimos a la casa y Lina se puso a cocinar unas lentejas para el almuerzo que acompañamos con ensalada y un arroz blanco hecho con aceite de coco, que según dicen es muy saludable. Almorzamos con Joel y Esteban cuando llegaron del colegio y a las dos de la tarde me acompañaron a resolver el misterio del ruidito de La Poderosa. Según los mecánicos, el problema eran las pastillas de los frenos de atrás que estaban totalmente gastados y que, en cualquier momento, iban a sacar la mano. Compré las pastillas nuevas e hicimos cita para que mañana arreglen la bici de Iván apenas llegue el famoso repuesto, que se supone llegará al final del día.
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Hacia el final de la tarde acompañé a Esteban al supermercado a comprar los ingredientes para un mousse de chocolate que nos quería preparar esa noche. Y, mientras lo preparaba, llamé a mi hermana, a mi hijo Julián y a amigos con los que había querido hablar desde hace días.
Conversé con el Toto, gran amigo de toda la vida, hijo del gran Arturo Camargo, rector de la Universidad Pedagógica a principios de los años setenta y profesor de matemáticas respetado por generaciones de estudiantes del Gimnasio Moderno entre 1950 y 1980 (grosso modo). El Toto es un ingeniero humanista de mecha corta (o fosforito como dicen por ahí), con tendencias a la bohemia, la vida sencilla y amante de su tierra en Pacho. Allí tiene una choza donde vive la mitad del tiempo y cultiva su parcela con la esperanza de que algún día le dé una platica (o que al menos no le genere pérdidas) para apoyar su modesta pensión.
Y hablé con Jota, prudente y callado de profesión, y otro amigo del alma con el que nos enviamos mensajes para darnos los buenos días y las buenas noches, y con quien chismoseamos de deportes, la familia, y la vida en general; como siempre, hablamos de todo menos de economía. Y conversé un rato con Juan Carlos Jaramillo, mi amigote de Washington (unos 18 años mayor que yo y exalumno del profesor Camargo y de mi papá), igual de conversón que Jota y de mecha más corta que el Toto, mentor de una generación de banqueros centrales y economistas colombianos, y padre del famoso Grupo de Estudios Económicos del Banco de la República. Juan Carlos y su esposa, Ana María, son familia para mis hijos, quienes no capan ida a Washington sin ir a verlos y siempre recuerdan los trenes, pistas de carros y demás juguetes estrambóticos que de niños les regalaban en las navidades. Juan Carlos es para ellos una especie del tío abuelo que nunca conocieron. Y Ana María, una amiga con la que comparten notas sobre las últimas películas, desarrollos tecnológicos y perspectivas amorosas. Siempre recordaré a Ana María, quien se había convertido en gran compinche de mi mamá, pasándole un algodón untado de su amado ron por la boca cuando estaba inconsciente y en las últimas, como para que le diera una despedida al que fue su compañero de tantos años.
Ya es hora de irse a dormir. Lina llegó cansada de toda una tarde de citas fuera de la casa. Esteban, entonces, se subió las mangas y fue el chef principal en la preparación de una raclette muy sabrosa. Iván fue su mano derecha y picó pimentones, champiñones y pan a diestra y siniestra mientras le daba consejos profesionales a Lina. Yo ayudé a tomar vino y, después de la comida, me quedé dormido en el sofá de la sala mientras Joel me hacía un masaje en los pies. Todos estamos ansiosos esperando que el repuesto de La Compañera de Iván llegue mañana.
Zúrich, 25 de mayo
Nos quedamos quietos en primera base en el apartamento durante la mañana esperando que llegara el repuesto de La Compañera. A las 11 de la mañana, como nada que llegaba, Iván se las dio de relajado y propuso que nos fuéramos al centro en bus a confirmar los recuerdos que teníamos de Zúrich de años atrás.
La ciudad y su lago son encantadores, a pesar de que el día volvió a estar gris y el azul del lago no apareció. Respiramos una calidad de vida como en pocas partes de la galaxia. Dicen los que se las dan de conocedores del universo que Suiza es aburrida. Creo que esos exploradores no se han dado el trabajo de aventurarse en su mundo interior, el cual nos puede entretener más que las galaxias y es el mismo en Zúrich y en Cafarnaúm. Y, si uno piensa en la cotidianidad y las angustias del día a día, en todos lados sufrimos y apreciamos a los jefes, tenemos fricciones y somos amigos de los colegas y compañeros de colegio, nos levantamos como robots para ir al trabajo y el colegio o la universidad, llegamos cansados a la casa por la noche y, en últimas, se nos olvida dónde vivimos. Sin embargo, cuando sacamos el poco tiempo que el mundo moderno nos regala, sería difícil no reconocer las ventajas de vivir en un sitio con una gran calidad de vida, en una sociedad más igualitaria y con oportunidades para todos. Suiza tiene esas ventajas.
Almorzamos en Tibits al lado de la casa de la ópera y donde recordaba había almorzado hace seis años cuando vine con Margarita y mis hijos, Rafael y Julián. Tibits es un restaurante vegetariano con varias franquicias en Zúrich y favorito de Lina. Después de almorzar, Iván insistió en que quería pasar por una bicicletería, un poco desviada del camino, que distribuía a Scott, la marca de su Compañera, pues tenía el presentimiento de que encontraría el repuesto. Y el presentimiento no lo engañó. Apenas le dijeron que tenían la pieza, al hombre se le iluminó la cara, la sonrisa se le extendió de oreja a oreja y la satisfacción se le salió por los poros. Corriendo tomamos un tranvía, de esos que salen en las películas, a la estación central y de ahí un bus a la casa a recoger la cicla para llevarla a la bicicletería (el repuesto que se pidió por correo aún no había llegado pero eso no amargó la fiesta). Al contrario de lo pensado, no se pusieron a trabajar de manera inmediata en La Compañera y eso ofuscó al capo, quien se quedó cerca del taller para recogerla apenas estuviera lista. Unos noventa minutos después, hacia las 4 de la tarde, y luego de un respiro de alivio al confirmar que el anhelado repuesto era el que tocaba, quedamos con La Poderosa y La Compañera listas para emprender camino de nuevo mañana.
Cuando Esteban llegó del colegio fue otro hombre feliz al saber que, en lugar de tener que ir al colegio mañana, emprenderá camino de nuevo. Recorreremos juntos unos 250 kilómetros hasta llegar a Estrasburgo el domingo. Por su lado, Joel también brincaba en una pata. Estaba contento con el triunfo de Colombia ante Japón en el Mundial de Fútbol sub-20 y ansioso de que nos fuéramos al estadio a ver jugar a su equipo: el Grasshoper de Zúrich, que parece va a quedar de sexto en la liga Suiza que apenas tiene 10 equipos.
A las 7:30 de la noche salimos para el estadio Esteban, Joel y yo, más un amigo de Joel. Iván se quedó en la casa con Norman y Lina. La ida al estadio y compartir este rato con los sobrinos fue buenísima. A los tres se nos notaba la felicidad de estar juntos. Así duela decirlo, ahora tendré que estar agradecido con Iván y su imprudencia de no cargar consigo repuestos importantes en caso de imprevistos pues gracias a eso descansamos y pasamanos unos días muy agradables en Zúrich en familia, oportunidad que hacía años no se daba (además, como al final del día llegó la pieza que se pidió por correo, ahora andará también con repuesto dentro de su equipaje).
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