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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Aunque aún tenemos los Alpes al fondo, pudimos dominar al monstruo. En estas últimas cuatro etapas recorrimos 330 kilómetros y subimos casi 4.000 metros. Ayer les dijimos hasta luego a Felipe y Catalina. Nos van a hacer una falta inmensa. Esta noche le dimos la bienvenida a un nuevo coequipero que nos acompañará por unos cinco días. Después de pasar por Suiza como pepa de guama, hoy estamos en Austria al lado del lago Constanza. Será un saludo breve. A partir de mañana, Alemania será nuestro anfitrión por varias semanas, con excepción de una que otra posible escaramuza a Francia.
Cavagnago, 17 de mayo
Son las 9 de la noche de una de las etapas más difíciles y aquí ando escribiendo. ¡Y después dicen que estoy jubilado! ¡No me frieguen!
Los últimos 6 kilómetros fueron brutales. Después de recorrer 75 kilómetros entre ciclovias que bordeaban quebradas cristalinas y pedaleando en medio de valles y cañones con bastante viento, nos metimos por una carretera muy angosta, con desniveles no inferiores al 6 por ciento que en ocasiones llegaban al 14 por ciento. Y todo gracias a que el capo había escogido un hotel fuera de la ruta. Acá entre nos, hay que reconocer que el desvío fue del otro mundo y el hotel de agroturismo espectacular. Anduvimos por entre peñascos hermosos y aterradores. Una culebra se nos tiró de una de esas peñas a saludarnos y nos hizo frenar en seco. Con el peso de mi bici no pude arrancar en subida y Felipe se bajó a darme el empujoncito para arrancar. Y ahí aprovechó el capo para atacar en medio de unas montañas nevadas al otro lado del cañón donde le vimos los ojos al monstruo de los Alpes y le sentimos su bondad.
Al llegar a la cumbre, Catalina y unas ovejas con sus cencerros nos dieron una bienvenida con bombos y platillos. ¡Solo faltaron los voladores pachunos! Fue emocionante. Al mismo tiempo, Felipe y yo le dimos las gracias al creador de no haber sido los responsables de este desvío tan berraco. No quisimos ni imaginarnos el regaño de Iván si los culpables de esta llegada al cielo hubiéramos sido nosotros.
Aún estamos en una especie de Italia. Solo escuchamos italiano y seguimos comiendo pasta y pizza. Los precios tienen asustado al equipo y el capo mayor está sugiriendo que nos pongamos voladores en la cola para salir pitados fuera de Suiza. Como yo no soy hombre de números, realmente no puedo decir con precisión qué tanto más costoso es esto por acá. Dicen los conocedores del equipo que gastamos al menos 20 por ciento más en Suiza que en en el norte de Italia. Y, en lo que respecta al hotel solamente, gastamos casi tres veces más que en los pueblitos griegos que recorrimos.
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Ya habiéndoles dicho adiós a Grecia y a Italia, quizás cabría la pregunta de qué parte del “giro” nos ha gustado más hasta ahora. Mientras más lo pienso, más creo que esa es una pregunta pendeja. Es como si me preguntaran a cuál hijo prefiero. Cada hijo tiene sus encantos y una manera especial de relacionarse conmigo. Siempre habrá un espacio en mi corazón para el mar de Grecia, sus pueblitos sencillos y sin pretensiones que aparecían en cada bahía, la ensalada con ese queso feta de ensueño, su gente querida y ayudadora que entre señas hacía lo posible por entablar una conversación, una amistad. Algo parecido podría decirse de Italia, la cual recorrimos casi entera. Uno de los encantos de Italia fue el idioma. La semejanza del italiano con el español hacía más fácil la comunicación y casi que lo hacía a uno sentir que no era extranjero. Al mismo tiempo, los primeros días en el sur fueron difíciles por el hambre que pasamos en pueblos pequeños que dormían cuando aparecíamos. En parte, quizás, eso fue culpa nuestra por no estar listos para ese tipo de vida. Lo cierto es que, al igual que en Grecia, gozamos todos sus paisajes, y su gente cálida siempre nos recibió con los brazos abiertos.
Con los Alpes metiendo susto y con ganas de revolcarme, los ecos de sus gritos hacían las mismas preguntas que muchas veces escucho. Fue todo un interrogatorio el que hizo el monstruo. Sus preguntas venían con veneno y yo se las respondí con el optimismo que he aprendido de Margarita después de más de 35 años de matrimonio. Cuando de forma mordaz el monstruo alpino cuestionó mis éxitos profesionales, le respondí que la gente que trabajó conmigo siempre apreció mi sencillez y la manera generosa como los guié y, aunque nunca me gané el Nobel, me recuerdan como a un amigo y un buen escritor, incluso cuando se trataba de esos documentos típicos del Fondo Monetario que dicen verdades de manera escondida. Son documentos raros, y siempre me he preguntado qué tanto impacto tienen: son escritos en griego para griegos o sea que si uno no habla el idioma o los traductores no hacen bien su trabajo los mensajes terminan perdiéndose.
Cuando el monstruo me preguntó por la sombra de mi papá (ver crónica VI de los bicisesentones), le respondí preguntándole si había casos de hijos que no sintieran presión por seguir (o, a veces, borrar) los pasos que siguieron sus padres. Los Alpes se me quedaron callados. Y, sin entender por qué, aproveché y les respondí que a cambio de un padre había tenido cuatro. Además del “de verdad” (profesor en Princeton y mentor de toda una generación de economistas colombianos exitosos), tuve un segundo (mi padrino, quien cuando yo nací me dio su sangre para que yo pudiera estar contando este cuento) y que fue un brillante inventor y empresario, excéntrico, generoso como el que más y aficionado a la economía, que me enseñó a levantarme de los golpes que da la vida gracias a mis derrotas sin fin durante noches enteras jugando ajedrez (Alberto del Corral); un tercero que fue motociclista y muy exitoso profesionalmente, y quien me metió cierta presión por ser economista, me inculcó el amor por Millonarios y el fútbol (¿hay algo más trascendental que eso?) y un sentido del humor que confunde a la gente porque no queda claro si uno está hablando en serio o en chiste (Francisco Ortega); y un cuarto, quizás el más importante, que fue sabio e intentó enseñarme a tomarme la vida con calma (mi tío David Restrepo).
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La batalla de mañana es quizás la más dura de todo el tour. Vamos a ver con qué preguntas se me aparecen los Alpes… ojalá con ninguna. En todo caso, hay que estar bien despierto y con los sentidos atentos para enfrentar al monstruo. O sea que mejor apago el celular y me voy a dormir.
Hospental, 18 de mayo
¡Cruzamos el paso de San Gotardo! El paso está situado a 2.109 metros de altura y conecta la parte italiana de Suiza con la alemana. Aunque el paso se conocía desde la antigüedad, solo empezó a utilizarse ampliamente a partir del siglo XIII pues las inundaciones en el verano generadas al derretirse la nieve desbordaban el río Reuss.
La subida fue dura pero no durisisísima. Veníamos bien entrenados de los Apeninos y el ascenso, aunque era bien largo (más de 25 kilómetros), tenía una inclinación promedio de 8 grados y pocas veces superó los 10 grados. Subimos más de 1.500 metros. Lo realmente difícil fue que casi todo el tiempo anduvimos sobre pavé, o sea que la bicicleta nos brincaba como caballo brioso. El cielo estaba tapado pero no nevó ni llovió y la temperatura en la subida fue casi agradable. La carretera era como una serpiente gigante que poco a poco y sinuosamente nos llevó hasta la nieve, y coronamos el alto con todo blanco a nuestro alrededor. Felipe y yo celebramos con un café; Iván y Flo con una cerveza. Y de ahí, dele pedal para abajo y a sufrir. Eran apenas 9 kilómetros hasta Hospental pero sentimos un frío como pocas veces en la vida. Aunque bajé frenado, alcancé velocidades de 40 kilómetros por hora, mientras el viento hacía temblar mi bicicleta y me hacía tiritar como loco.
Al llegar al hotel, un chalet suizo, estábamos hechos unos témpanos de hielo. El pueblo es diminuto, y, como hoy es día de fiesta en Suiza, todo estaba cerrado. Empezaba apenas a calentarme cuando tocó salir corriendo a tomar el tren a Andermatt a almorzar (un viaje de 5 minutos). No tuve tiempo de cambiarme o sea que, con la ropa mojada de sudor, el frío volvió a invadirme. Además, Andermatt estaba cubierto de niebla y la temperatura apenas llegaba a los cero grados. Una verdadera pesadilla alpina. Mientras comía la pizza vegetariana no hice sino soñar con una ducha de agua caliente al llegar al hotel. Agradecí como nunca cuando el sueño se cumplió, casi hacía las 6 de la tarde.
En el tren de regreso nos acompañó en el vagón un batallón de soldados suizos. Estaban en la región para entrenar en las montañas. Nos sorprendió esta presencia militar que ya habíamos sentido en el ascenso a San Gotardo cuando vimos entre las montañas unas especies de barracas y uno que otro camión militar. Y comentamos cómo en el país que menos asociamos con militares fue en el que más tropas vimos.
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Los Alpes me hicieron pocas preguntas hoy. En algún momento, con sorna y cierta envidia, me dijeron jubilado. Les respondí que no entendía qué querían decir con eso. Al fin de cuentas, desde que dejé de trabajar en el Fondo Monetario he estado más ocupado que nunca haciendo lo que más me gusta: practicando yoga, descubriendo qué es ser ciclista y, si me dan las energías, leyendo. Además, cuando estas montañas me reviraron con rencor diciéndome privilegiado (que sin duda lo soy), les respondí que no olvidaran que desde joven, y por más de 30 años, trabajé duro. Y les recordé un consejo que me daba Juan Francisco Villarreal, el segundo esposo de mi suegra, cuando yo era joven: “Trabaje duro ahora y verá cómo la vida se le hace más fácil más adelante”. No estaría de más que muchos jóvenes de ahora tuvieran en cuenta ese consejo sabio.
Hace poco me acabo de terminar una botella de vino con Felipe y Catalina. Iván y Flo se fueron a dormir a las 7 de la noche. Claramente estaban fundidos. Y la verdad, estoy aún más cansado que ellos y no veo la hora de irme a descansar. La etapa de mañana es dura y no estoy ansioso de hacerla. Son 100 kilómetros. Empezaremos con una subida al puerto de Oberalp a 2.044 metros de altura (una subida de 600 metros en los primeros 10 kilómetros) y van a estar haciendo tres grados centígrados cuando empecemos a pedalear. Espero tener las fuerzas para no fundirme.
Chur, 19 de mayo
Hoy nos despedimos de Catalina y Felipe. Después del desayuno le dimos un beso a Catalina y le dije lo mucho que la vamos a extrañar y lo rico que pasamos con ella. Felipe nos acompañó por casi dos horas hasta el puerto de Oberlap, donde nace el río Rin.
Felipe estaba hoy con ganas de picar al gran capo y no quedarse en la retaguardia conmigo o sea que le respiró en la nuca a Iván en el ascenso. Entiendo que subieron a la velocidad de la luz. Yo me fui a mi ritmo, tranquilo, y coroné el premio de montaña de tercero unos veinte minutos después de los capos. La subida no fue especialmente difícil. La inclinación nunca llegó a más de ocho grados y, al contrario de ayer, nunca hubo pavé. Eso hizo toda la diferencia para subir esos 700 metros en 9 kilómetros. Sin embargo, seamos sinceros. Al igual que ayer durante la subida me dolió la espalda, síntoma de que el esfuerzo no fue tan mamey. Lo bueno es que apenas se acabó el ascenso el dolor desapareció.
Felipe e Iván estaban resguardados en un café esperándonos a Flo y a mí. Al poco tiempo de llegar a la cima y saludar a los capos, nos despedimos de Felipe. Él se devolvió a Hospental a encontrarse con Catalina para tomar el tren a Milán. No quedó claro quién estaba más triste, si nosotros o él.
Una vez coronada la cima nevada, aún nos quedaban 85 kilómetros por delante. Con excepción de un premio de tercera categoría a 20 kilómetros de Chur, el resto de la etapa fue casi toda en bajada con unos pequeños tramos en plano. El loco de Flo se bajó esos Alpes a una velocidad alucinante. Iván lo seguía de cerca. Yo, prudente como todo un banquero central, iba lento detrás viéndolos volar por esas curvas de serpentinas con temor a que se recalentaran y perdieran el control. Anduvimos por valles y cañones bordeados de montañas nevadas, pueblos pintorescos con sus chalets de madera, y praderas verde claro con una maleza de flores amarillas; siempre con el Rin al lado, un arroyo que no se imagina la grandiosidad que va a alcanzar. Las vacas con sus cencerros nos daban la bienvenida en cada repecho. Quizás una de ellas era mi mamá, que siempre dijo que si tuviera que reencarnar, quisiera reencarnar en vaca; ella siempre tuvo envidia de la aparente tranquilidad de esas damas que rumian echadas sobre la yerba.
El capo está realmente volando. Después de esas primeras etapas en Grecia cuando su rodilla lo hizo sufrir y cuando se ofuscaba al verme adelante y pedía tapos para sentarse a almorzar, ahora no lo para nadie. Faltando unos 30 kilómetros para llegar a Chur yo estaba con hambre y le veía la cara a Iván de que parar a almorzar, nanay cucas. No me atreví a insinuar que hoy era yo el que quería pedir tapo. Afortunadamente Flo dijo que tenía hambre. Lo que dice Flo es palabra de Dios. Así que alabé a Flo y nos sentamos a comernos una pizza, conscientes, eso sí, de que había poco tiempo si queríamos esquivar la lluvia.
Una vez nos embutimos la pizza y dos cervezas, empezamos a dar cachucha a lo loco. A ratos pensábamos que seríamos capaces de escaparnos de la lluvia y parábamos a tomar fotos de los paisajes dramáticos que teníamos enfrente. Sin embargo, ya cuando Chur estaba a unos pocos kilómetros, una nube densa y gris con agua que le salía a borbotones por los poros, nos hizo apretar el paso. El agua nos alcanzó en el último kilómetro pero no nos empapamos. Ese triunfo fue motivo de celebración doble, pues al llegar nos enteramos de que Einer Rubio acababa de ganar la etapa 13 del Giro.
Hay quienes dicen que Chur es la ciudad más vieja de Suiza y se han encontrado restos de objetos de la Edad de Bronce. Hoy fue poco lo que alcanzamos a ver de Chur por huirle a la lluvia. Además, nos estamos quedando en las afueras, en un “camping” rodeado de montañas. Dormiremos en una cabina con dos camarotes y rodeados, no sólo de montañas sino por doquier de carpas y carros casa. El baño y las duchas nos quedan a unos 40 metros. Oímos las conversaciones de las cabinas de al lado y el tun tun de una batería que acompaña desapacibles canciones de rock que suenan en un radio; a pocos metros, un grupo de amigos fuma marihuana. Son las 9 pasadas, la neblina cubre todo alrededor e Iván y Flo están en otro mundo. Voy a cerrar los ojos para acompañarlos. Mañana nos esperan otros 100 kilómetros de pedal. Y, aunque casi todo será plano, aún tendremos a los Alpes respirándonos al lado.
Bremenz, 20 de mayo
Hoy cumple 29 años mi hijo Rodrigo (mi primo Santiago, hijo de mi tío David, también está de cumple; él y su hermano Agustín son como hermanos para mí). Lo primero que hice al llegar a Bremenz fue llamar a Rodrigo. Como siempre, fue rico oír su voz. De haber estudiado en el Gimnasio Moderno, con seguridad se habría ganado el premio al bello carácter. El tipo es un encantador de serpientes, culto, buen lector, queridísimo y siempre listo para ayudar en lo que sea —fregado, eso sí— y muy reservado en medio de todo.
Rodrigo heredó esa cierta inclinación a la vida bohemia que por tantos años yo supe esconder. Apenas me gradué de los Andes quería irme a viajar como arriero andariego a colonizar el mundo. Sin embargo, Armando Montenegro, mi asesor de tesis y gran amigo desde entonces, me dijo que si me iba de arriero trotamundos, al regresar ya no encontraría trabajo en el Banco de la República. Me aculillé y me quedé en la Jiménez con Séptima haciendo pinitos como historiador económico. Y de ahí, después de mis estudios de doctorado, me volví banquero central y burócrata internacional.
A Rodrigo, por el contrario, nunca le dio cutupeto irse a viajar por el mundo. Apenas se graduó de Ingeniería de Computadores en MIT se fue al Asía durante un año con su carriel bien cruzado y anduvo solitario por Irán, India, China y el más allá. Al regresar estuvo un par de años trabajando en el BID y al empezar la pandemia (cuando se le embolató una beca para irse a China a perfeccionar su mandarín) se fue de nuevo a MIT a hacer una maestría, la cual terminó hace ya meses. El hombre quiere trabajar en alguna agencia del gobierno norteamericano, local o federal, que intente regular la tecnología y que proteja la privacidad de los individuos. La tiene fregada porque no es un área en la que los Estados Unidos esté especialmente interesado. Lleva ya bastante tiempo esperando que un trabajo le caiga del cielo y no tengo idea de dónde saca la plata para vivir en su cuarto en Cambridge, Massachusetts. Margarita y yo, intentando no dar cantaleta, sufrimos en silencio y, a veces, ni tan en silencio. Cuando podemos le sugerimos que no sea tan purista y que busque trabajo en áreas afines, que lo importante es empezar a trabajar pues, quizás así, pueda más adelante conseguir más fácilmente su trabajo ideal. En fin. Basta de divagaciones y cantaleta.
Hoy recorrimos los casi 100 kilómetros en cuatro horas, siempre bordeando el Rin en medio de una ciclovia, a veces despavimentada, y viendo cómo poco a poco el río se iba volviendo más ancho. El azul turquesa del río me recordó el color del Ganges en el mes de abril en Rishikesh. Me imaginé que ese color podría estar relacionado con la cercanía al nacimiento del río y al deshielo de la nieve. Mientras pedaleamos, los Alpes estuvieron siempre presentes con sus picos nevados en la distancia, y con cara de tristeza de que nos estuviéramos yendo.
La etapa fue plana y fácil a pesar de lo larga. Desayunamos en una pastelería en Chur que nos salió por un ojo de la cara, como todo en Suiza. No le vi a Chur gracia alguna, con excepción de su localización en un valle estrecho, casi un cañón, en medio de montañas nevadas. Cerca de Bremenz (Austria), la ciclovia nos llevó por varios kilómetros bordeando el lago Constanza, que se alimenta con las aguas del Rin. La ciclovía estaba llena de familias y gente de todas las edades, y en el lago había veleros y en el cielo un zepelín. Los restaurantes que la flanqueaban nos hacían ojitos para que entráramos. Finalmente llegamos al centro de Bremenz y almorzamos en un restaurante italiano. El capo se dio sus lujos celebrando su regreso a Europa después del sufrimiento financiero de los últimos días.
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Esta noche nos encontraremos con Norman, mi concuñado (esposo de Lina, la hermana de Margarita), y con su hijo, Esteban, de quince años. Ellos viven en Zúrich. Norman pedaleará mañana con nosotros por el borde del lago, y Esteban nos acompañará durante cuatro días. Será un placer estar con él.
Con los Alpes dentro del bolsillo nos quedan todavía unas tres semanas antes de llegar a Ámsterdam. En los próximos días quizás hagamos unos ajustes a la ruta y paremos en Zúrich un par de noches a visitar a Lina. Sintiendo que ya lo duro y más bonito pasó; en las semanas por venir, más que esfuerzo físico tendremos que tener la tranquilidad mental para no pensar que ya terminamos y para saber aguantar etapas planas al borde del Rin con rectas infinitas a las que no se les ve el final. La etapa de hoy nos sirvió de introducción a lo que quizás nos espera.
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