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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para <b>El Espectador </b>regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Ya definitivamente le dijimos adiós al tacón de la bota italiana y a lo poco que quedaba del mar Adriático. Después de una etapa intermedia en Sarconi, en medio del monte y con un pico nevado al fondo, estamos hace tres días en la costa amalfitana, en el mar Tirreno. Desde que llegamos acá, se nos fue el hambre. Hemos podido disfrutar nuestras tres comidas al día sin mayor problema. El clima ha seguido siendo un gran amigo, con días soleados y frescos. Los hoteles han empezado lentamente a dejar de tener el carácter fantasmal que en general han tenido desde que empezamos la correría. Sin embargo, siguen siendo hoteles vacíos, sin huéspedes, en su mayoría de tres o cuatro pisos, con paredes y techos descascarados.
Sarconi, 26 de abril
La etapa fue menos difícil de lo que pintaba en el papel (al menos para mí; la rodilla de Iván siempre lo sigue molestando). Al comienzo, los nervios del viento que estaba pronosticado les hicieron creer a mis piernas que la cosa estaba mal y, por los primeros veinte kilómetros, fuimos a paso de tortuga. Poco a poco nos fuimos calentando y empezamos a constatar que al que madruga, Dios le ayuda. Quizás por el madrugón, el famoso viento nos trató con cierto cariño y nuestra cadencia fue más ligera.
Después de una hora de tráfico maluco a la salida de Policoro, la carretera de una vía se fue despejando. Pudimos entonces ponerles más cuidado a los sembrados de durazno y naranja y al sonido de los cencerros de las vacas en los potreros. Anduvimos por una especie de valle cuyos colores me recordaban a los de la sabana de Bogotá, en especial el verde de los sauces llorones, aunque los árboles de esta provincia de Potenza fueran otros.
Luego de dos horas de ir haciendo camino, aún no habíamos pasado por ningún pueblo, ni por estaciones de gasolina, ni por nada; solo por desvíos que anunciaban la salida para algún pueblo en la distancia. Por eso, paramos en la primera estación de gasolina que vimos, que parecía más una granja que cualquier otra cosa. Tenía una venta de naranjas, tal y como las que se ven en las carreteras de Colombia. Iván, que andaba desesperado por no haber podido comerse su fruta diaria de rigor, agarró las naranjas como si fueran las de su amada finca de infancia en el Valle del Cauca, donde creció y sigue creciendo. La señora que ponía la gasolina se puso furiosa cuando le dejamos unas monedas por las tres naranjas que se comió el capo; nos quería forzar a recibirlas gratis o a que al menos nos lleváramos una docena en el morral.
Seguimos por la carretera dando pedal, por un paisaje montañoso que nos gustaba cada vez más, pero las horas avanzaban y el hambre empezaba a acechar. Respiramos con alivio al ver el desvío hacia Sarconi. Aún faltaban veinte kilómetros, de los cuales unos cinco tenían una inclinación de seis grados. Igual, disfrutamos la subida y llegamos a Spinoso, un pueblo con cierto aire medieval y de menos de 2.000 habitantes. Era la 1:30 de la tarde, y tuvimos el tiempo justo antes de que cerrara la única tienda que vendía comida en el pueblo. Pedimos lo único que tenían: un panzerotti y una cerveza.
Nos fuimos tranquilos y satisfechos de saber que tendríamos lo necesario en el estómago para aguantar hasta la comilona que nos soñábamos para la noche. Anduvimos los últimos doce kilómetros tranquilos y paramos a tomarnos fotos con un monte nevado de fondo, cuya nieve muy pronto desaparecerá con los calores del verano que se avecina.
Llegamos a Sarconi pasadas las tres de la tarde. Al llegar a la casa donde nos estamos alojando no había nadie. Finalmente, Iván, haciendo uso de su galantería, logró que nos abriera un vecino y después de dos horas de yoga y llamadas a la familia estábamos listos para la soñada comilona.
Catástrofe. Al salir del hotel, a eso de las cinco y media, nos enteramos de que el único restaurante del pueblo cerraba los miércoles (o sea hoy). Lo único que había abierto era una pequeña tienda y allí nos encontramos con Gerardo, el tendero. Era ciclista y hablaba mejor español que nosotros italiano. Conversamos de Pantani, Níbali y de Felice Gimondi (en silencio pensé en nuestro gran Cochise que corrió a su lado); nos vendió unos bananos y unas nueces y nos dijo que a una cuadra había un bar en el que por las noches vendían pizza.
Nos fuimos corriendo porque el hambre era canina. Eran las seis de la tarde. Al llegar, el pequeño bar parecía cerrado pues había una fiesta infantil con unos quince niños y nadie más. Nos dejaron entrar, advirtiéndonos que solo nos podían dar pizza pasadas las ocho de la noche, hora en la que el capo está siempre horizontal. En medio de una algarabía de niñas de diez años o menos (sólo había un niño), pedimos unas cervezas para poder pensar qué hacer. La mayoría de las niñas gritaba y bailaba al son de la música de un televisor, e imitaban los movimientos de unos cantantes que, semidesnudos, hacían gestos más propios de un cabaret que de una fiesta infantil.
Y ahí se le prendió el bombillo a Iván, el gerente. Empezó a negociar y al poco tiempo logró que nos dieran la pizza ipso facto, sin esperar hasta las ocho de la noche. Nos devoramos dos pizzas grandototas en medio de la parranda, y mientras Iván se gozaba la fiesta como si tuviera cincuenta años menos. Cuando caminábamos de regreso a nuestro alojamiento me dijo: “Alejo, no nos podía haber ido mejor”. Me sonreí.
Al llegar me encontré con la noticia de que Pompilio, mi maestro de literatura en el Gimnasio Moderno, me había respondido el mensaje que le escribí a raíz de las últimas crónicas de los sesentones. Se me aguaron los ojos de la emoción. Hacía más de cuarenta años no tenía contacto directo con él. Su mensaje me hizo sentir querido en el espacio y en el tiempo. Qué más puedo pedir. Me dijo muchas cosas bonitas. Me conmovió especialmente el recuerdo que tenía de mí durante la excursión de quinto de bachillerato:
“Por supuesto que lo recuerdo mucho, Alejandro López: hacienda La Esperanza, al amanecer del día del ascenso a la sierra nevada de El Cocuy. Usted, impecable, vestido como de lino (pequeño paréntesis mío: yo tenía un saco blanco de lana virgen boyacense, que me quedaba gigante) deambulando y divagando por los alrededores de La Esperanza. Leí su crónica de viaje y en lo primero que pensé fue en esa imagen que guardo de usted con gran cariño. Me lo imagino sesentón, minucioso como de costumbre, con esa pinta de Juan Preciado, sí señor, el de Juan Rulfo, como si le hiciera falta un fantasma más al pueblito de Comala o a La Esperanza, de El Cocuy. Los pueblitos que usted describe evocan necesariamente esa aldea de Comala...”
Además, al contarme de su reciente caída que trajo consigo cirugía y hospitalización, me dijo que había quedado “ante este computador como un viejo unindéxico, es decir, escribiendo únicamente con el índice”. Y me envió este poema “unindéxico”:
En esta cama de hospital
En esta cama de hospital encuentro
restos de humanidad, vestigio humano,
la crispación mortal de alguna mano,
la arruga virginal, el epicentro
del sismo que ha inventado nuestra historia,
el origen virtual de la agonía
en la sábana blanca de aquel día…
No sé si en esta cama con memoria,
con vocación de autómata y teclado
de ordenador, a alguien le haya dado
por adorar el sexo, de tal suerte
que el tránsito final a la otra orilla
coincida con la escueta maravilla
que hemos llamado la pequeña muerte.
Palinuro, 27 de abril
¡Uf, qué etapa!, la mejor en Italia sin duda y compitiendo en belleza con cualquiera de las de Grecia. Por entre los montes Apeninos nos metimos, mirando en la distancia varios picos nevados que rozamos en ocasiones. Fue una etapa con dos duros premios de montaña de primera categoría. Nunca dejamos de admirar la belleza que teníamos enfrente y de dar las gracias por ello. Además, al coronar el último premio de montaña, pasamos por un pueblo colgado en esos montes, y en donde tuvimos el primer almuerzo en días.
Hubo asuntos perezosos, sí. Esos nunca están ausentes. En por lo menos tres ocasiones nos salieron perros furiosos con ganas de echar muela. Y, cuando nos metimos por vías intermedias, había más túneles de los que un ciclista quisiera tener que atravesar. Además, tuvimos el primer encontroncito con Iván (que el hombre tuvo a bien discutir frentera y rápidamente al final de la etapa, tal y como lo recomiendan las biblias y los gurús que enseñan cómo lidiar con conflictos).
Durante la pedaleada pensé en las ventajas que tenemos los capricornio con nuestra disciplina y perseverancia. Y, aunque quizás para los de ese signo zodiacal no sea mayor gracia, me daba palmaditas en el hombro felicitándome. Para empezar, me decía que gracias a los duros entrenamientos que hice antes de venir acá, puedo ahora disfrutar las duras jornadas que hemos hecho hasta ahora.
Y yendo más atrás y recapitulando mi historia profesional, reconocí también los regalos que me trajo ser una cabra montesa. Aunque disciplinado siempre fui (incluidos mis años de adolescencia tardía en la Universidad de los Andes, cuando la única disciplina era beber cerveza; qué vergüenza), la perseverancia me ayudó a tener una carrera que, si bien no fue estelar, fue decente (gran mérito, pienso, teniendo en cuenta que lo mío realmente no era la economía y que muy pocas veces me comí el cuento de lo que hacía).
Fue una maratón que ayudó a educar a mis hijos con todo mi amor y a abrirles un mundo de posibilidades; una carrera en la que hice amigos para toda la vida (empezando por mis compas del Banco de la República y los parces del Fondo Monetario Internacional); una “competencia” de gran fondo en la que tuve el privilegio de participar en discusiones “importantes” y la oportunidad de conocer el mundo en “misiones” (término un poco raro —mezcla de novela de espionaje y labor de evangelización— que usan las burocracias internacionales para describir sus viajes de trabajo cuando interactúan con sus contrapartes en el exterior).
Siempre me quedará la duda de qué habría sido de mí si en lugar de dedicarme a la economía —de haber seguido la vida más fácil para ganarme el pan de cada día— hubiera tenido el coraje de irme por mis pasiones de entonces, la filosofía, la literatura, la historia. Sin embargo, sé que esas son preguntas que realmente no vale la pena hacerse. Ya lo pasado, pasado está. Y el goce de hoy se lo debo al menos en parte al camino que escogí, con las frustraciones, los sacrificios y los esfuerzos que eso trajo consigo. Además, por chiripa, en los momentos en que estaba por tirar la toalla, encontré el yoga y sus regalos sin fin.
Paestum, 28 de abril
¡Otra gran etapa! Además, hoy llegamos y superamos los mil kilómetros desde que salimos de Atenas hace casi dos semanas. Ya batí mi récord. Satisfacción.
Durante la jornada estuvimos siempre dando cachucha a lo largo de la costa amalfitana, con ese mar de un hermoso azul siempre a nuestra izquierda. Es el día que más metros hemos subido. La etapa fue como una montaña rusa; salíamos de un pueblo en una pequeña bahía, y dele pedal a subir montaña. En la cumbre, un respiro para dejarse descolgar o, en ocasiones, el placer de un pueblo, agarrado de la nada en un acantilado, invitándonos a tomar café o a comprar las frutas de rigor de Iván.
La rodilla del capo está mucho mejor. Qué vaina. Ahora ya voy a volver a ser el colero de toda la vida. Ayer y hoy Iván ha estado en frente del lote y a ratos ha tenido la fuerza para irse solo. A mí siempre me parece que la etapa no estuvo tan difícil como se esperaba mientras que a él le gusta describir en detalle las dificultades, las subidas, el viento, esto y lo otro y lo de más allá.
Al llegar a Paestum empezó la tragedia griega de las últimas semanas: cargar los instrumentos para que funcione el panel de control de la bicicleta, mi “torre de control”. Son demasiados instrumentos juntos (el Garmin, el radar con su luz roja, la luz blanca de adelante, el iPhone, el reloj y, a eso, súmele el par de cosas que tiene el capo) y muy pocos cables y enchufes. Así que, en las noches, me toca hacer guardia, enchufando y desenchufando instrumentos para asegúrame de que al día siguiente la navegación esté en orden.
Esta noche sé que dormiré en paz. En la última crónica de los sesentones cometí un horror de ortografía que me tenía desvelado. Escribí “urgar” sin h. A quién se le ocurre que “urgar” es con h, pues a Adelaida, mi hermana, y a la Real Academia. En medio de la desesperación, Adelaida me consoló diciendo que, entre otros, William Faulkner, Ernest Hemingway y en especial F. Scott Fitzgerald, tenían fama de tener pésima ortografía. O sea que esta noche clavaré el pico con la esperanza de que, a pesar de mis horrores ortográficos, algún día podré ser un escritor de renombre. Para eso tendré que sacar a relucir mi disciplina de cabra montesa. No sé si quiera.
Salerno, 29 de abril
Hoy experimenté la eficiencia del sector privado y de Iván en acción. Empezamos el día visitando los restos arqueológicos griegos en Paestum. Espectaculares. Y claro, mi mamá estuvo presente.
Y luego nos vinimos como unas ráfagas a Salerno a una velocidad de crucero superior a 25 kilómetros por hora. Hacía dos días habíamos decidido que —para cuidar las piernas, pensando en los 2.500 kilómetros de carretera que aún nos faltan— era mejor no llegar hasta Sorrento en bici. Salerno fue escogido entonces como nuestra base para los días de descanso.
Llegamos al hotelito en el centro de Salerno después de dos horas de camino. Entramos al cuarto e Iván casi se desmaya. Era pequeñito y las dos camas sencillas estaban pegadas la una de la otra. Iván no se quiso arriesgar a otra picada de culebra (ver la crónica 4 de los sesentones) o sea que esta noche dormiremos cada uno en hoteles separados.
Una vez que nos pusimos pispos, fuimos a la lavandería para dejar la ropa oliendo a rosas y, mientras eso sucedía, entramos a un chuzo a comernos una tajada de pizza, un calzone, un sánduche de pavo (yo no, obvio) y dos cervezas, pero no solo eso: también compramos los tiquetes para ir por la tarde a Positano y a Amalfi en ferri y regresarnos a Salerno en bus al final del día. ¡Eso es eficiencia!
Lindos pueblos, Positano y Amalfi. Les dimos apenas una probadita. Nos gustó más Amalfi con sus calles más anchas y su catedral medio bizantina. Alcanzamos a imaginarnos cómo siglos atrás las antorchas alumbrarían sus calles mientras los pescadores, los marineros y los comerciantes compartirían sus pesares en los bares, y los chismes y envidias se harían palpables en cada esquina. Poco o nada queda ya de eso. Ahora no hay casa en el pueblo que no sea una tienda comercial, y los turistas sufrimos caminando apeñuscados por las calles estrechas, con claustrofobia y con ganas de volver a casa. Termina uno sintiendo un tufillo a Disneylandia. Tristeza.
Y para terminar el día, cerramos en lucha libre para subirnos al bus de regreso a Salerno. El “suban, estrujen, bajen” (como se dice chiva en alemán) estuvo de película; pero Iván el terrible sabe de esas lides y logramos subirnos al bus y encontrar asiento. Muchos otros no contaron con esa suerte: o se quedaron en Amalfi, o se vinieron parados o sentados en el piso del bus. De todo se ve en la viña del Señor.
Salerno, 30 de abril.
¡Ahj! ¡Y nos quedamos con las ganas de ver al Nápoles campeón de la liga Italiana mientras estábamos acá! Y de unirnos a las bacanales y las camorras en las calles! El gran Diego estaba en todas partes: en el nombre de las calles, en los graffiti, en los afiches, en las banderas. Maravilla. Celebramos igual.
Mi idea desde que planeamos el viaje era ir hoy a Capri. Pero no fui capaz. Estaba fundido de tantos kilómetros y del turismo masivo de ayer en Amalfi y Positano. Tocaba levantarse a las 6:30 de la mañana y meterse un viaje en bote de dos horas de ida y dos de vuelta. Y dije: “ni puel p…, me quedo en Salerno rascándomelas en mi día de descanso”.
El plan cambió de repente. Fuimos a la estación del ferrocarril para averiguar cómo llevar las bicicletas en el tren mañana camino a Gaeta (las directivas de la competencia decidieron evitar la entrada a Nápoles por razones de seguridad). Y, al vuelo, decidimos ir a Pompeya. Como Iván no la conocía, le sugerí si no quería pegarse el viaje y allá nos fuimos. El tren era lechero y en cada pueblo se subían fanáticos del Nápoles cantando sus consignas.
Pompeya es impresionante, sin duda (que pereza ser categórico; no me gustan los juicios que son blanco o negro, que no tienen ni una pinta de gris). Increíble sentir cómo era esa ciudad, y cómo eran las costumbres de los romanos, en el momento que la cubrió el Vesubio en el año 69 de nuestra era. Pensé en Armero, en el nevado del Ruiz y en el nerviosismo de estos días. Ojalá todo no pase de ser un ruido y un par de cenizas.
Por primera vez desde que empezamos a pedalear, los próximos días están pintados de lluvia, mucha lluvia. Estamos en diálogos intensos para tomar una decisión acerca del itinerario y ajustarlo si es necesario. Muy probablemente algún día nos tendremos que mojar. Roma nos espera y la ilusión está al rojo vivo de pasar unas noches en una de mis ciudades preferidas.
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