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Daniel Restrepo se estremece al escuchar el himno nacional. Sobre todo cuando está parado en el cajón más alto del podio y ve ondear la bandera tricolor.
En el último año lo ha hecho tres veces y en todas ha dejado escapar algunas lágrimas. Primero fue en Kiev (Ucrania), en donde se coronó campeón mundial juvenil de clavados en la modalidad trampolín tres metros. Después en los Juegos Olímpicos de la Juventud, en Buenos Aires (Argentina), en los que ganó en individual y también celebró, aunque sin himno, en la prueba de equipos mixtos, junto con la china Shan Lin.
Y el domingo lo hizo en los XVIII Juegos Panamericanos de Lima (Perú), al conquistar el oro en la final de trampolín, por delante de los favoritos, el mexicano Juan Manuel Celaya y el canadiense Philippe Gagné.
Fue una medalla histórica, la primera dorada de la natación colombiana en los 68 años de las justas previas a los Olímpicos, las más importantes de América. “Estoy muy feliz, porque apenas estoy haciendo mi transición de juvenil a categoría mayores y el nivel es más alto. Estos resultados me motivan para seguir trabajando duro y soñando en grande”, aseguró el antioqueño de 19 años de edad, cuyo gran objetivo ahora es colgarse una medalla en Tokio 2020.
Todo por su hiperactividad
La estrella colombiana de los clavados llegó a esta disciplina por pura casualidad. Cuando tenía apenas cinco años sus padres, Mario Restrepo y Lucy García, lo llevaron al psicólogo preocupados porque era un niño demasiado inquieto. El diagnóstico fue claro: tenía déficit de atención e hiperactividad.
Y para tratarlo había dos opciones: medicarlo o involucrarlo en alguna actividad deportiva que le exigiera concentración y disciplina para realizar rutinas.
Días después llegó con su madre a la Unidad Deportiva Atanasio Girardot de Medellín y lo primero que vieron fue las plataformas de saltos. Fue amor a primera vista. Sin pensarlo decidió que quería probar.
Desde entonces entrena casi a diario, entre cuatro y seis horas. Muchas veces más, cuando tiene que repetir algunos movimientos mal ejecutados. “Ha sido un camino muy largo, de casi 14 años”, explica. “La verdad es que este deporte siempre me gustó y no me dio curiosidad intentar otra cosa. Tampoco me han dado ganas de dejarlo, a pesar de los momentos difíciles o de malos resultados”.
Por eso no sufrió durante los años en que tuvo que madrugar para entrenar y luego ir a estudiar al colegio Salazar y Herrera, del que se graduó como bachiller. Y tampoco ahora, que viaja durante buena parte del año a competencias internacionales y tiene que dejar su tierra y su familia, a las que siempre ha sido muy apegado. “Me gusta estar en casa, con los míos, aunque poco a poco me voy acostumbrando a salir, con tanto campeonato internacional”, admite.
Y el año que viene su trajín será peor. Con su título en Lima obtuvo el cupo a los Olímpicos, su nueva obsesión. “Que se tengan, que vengo yo. El trampolín de tres metros es la prueba que me gusta, la que más entreno. Voy a trabajar muy duro para llegar bien y hacer una buena presentación”.
Promete disciplina y dedicación, pero no medallas. Tampoco asegura que no llorará en caso de llegar al podio y volver a escuchar el himno nacional. Ojalá lo logre y vuelva a dejar escapar lágrimas de felicidad.