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“¡15… 10… 5… 1!”, avanzaba la cuenta regresiva en los parlantes del coliseo cubierto El Salitre. Cada vez que la voz decía un número, parecía más desesperada. Y los gritos en las gradas, con el cronómetro llegando a su fin, apremiaban al jugador que llevaba la pelota.
Era Sebastián Valencia, que irrumpió en la pintura a trompicones, intentando un doble ritmo que parecía cada vez más torpe ante la defensa, los manotazos y los codazos de los rivales. Sin embargo, el soachuno de Piratas halló la forma, imponiendo su carrocería, de quedar casi debajo del aro y el impulso del suelo al tablero culminó con el festejo iracundo de la grada, los aficionados que solo unos minutos atrás, antes de que lanzaran el balón al aire, advirtieron con un grito a los jugadores: “¡Tienen que ganar!”.
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La garganta carraspeaba y la cola se movía inquieta en la silla, buscando calor en la fricción del movimiento. En los brazos se sentía la piel de gallina y uno que otro bostezo era la antesala de un partido que no comenzaba. Eran los minutos antes de ese ataque al aro de Valencia, que hizo temblar el piso del coliseo. Era el calentamiento de Titanes, los heptacampeones de la Liga de Baloncesto, y de Piratas, los locales.
Los jugadores también tenían frío, sobre todo los visitantes, poco acostumbrados a la altura capitalina. Pero cuando el balón empezó a botar, tras el saque del árbitro, el cuerpo se aclimató y los barranquilleros se pusieron temprano arriba. Al principio del partido no se escuchaba la voz en el aire llevando la cuenta del reloj de la posesión. Pero al cabo de unos minutos el cronómetro se descompuso y el partido se paró.
Uno que llegó tarde, y se puso a hablar en vez de mirar el juego, dijo que no se demoró tanto, “a pesar del insufrible trancón”, que menos mal todavía no había empezado el juego. “Si ya van 16-10 arriba Titanes”, le replicó el otro, pero se dio cuenta al instante de que los jugadores tenían de nuevo las chaquetas. Calentaban y tiraban al aro como cuando, unos minutos atrás, él bostezaba. Miró el tablero y decía 0-0, el inicio del partido parecía un sueño. Convencido de haber visto las primeras canastas, paró al de logística y le preguntó por lo que pasaba: “¿verdad que va ganando Titanes?”.
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—¡Sí! Es que se dañó el computador de la mesa —alegó el encargado sin parar su camino. Y para terminar de responder, mientras lanzaba manotazos al aire, volvió su cabeza, mirando por encima del hombro— lo están reiniciando. Les he dicho mil veces que es una viejera, que lo cambien, pero nadie me hace caso.
El reloj se paró otras tres veces, hasta que los jueces decidieron, como si fuera un partido de básquet en el barrio —el del carnaval, del codo arriba, la panza contra la espalda y el juego bajo tablero—, que la mesa anunciaría la posesión: “¡15… 10… 5… 1!”, la voz que marcó el tiempo durante el resto de la noche.
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Piratas se metió en el partido y empezó a reducir distancias. El público presionaba y las posesiones del equipo de casa eran pura algarabía, mientras las de los barranquilleros levantaban abucheos. Tras cada silbatina, en la tribuna se escuchaba un bombo: “TA, TA, TA, TA, TA”, y tras el llamado del golpeo, Javier Pulido, que más parecía el director de una orquesta, levantaba sus dos manos y sosteniendo las baquetas en el aire gritaba: “¡Piratas!”.
Pulido, mecánico industrial, es un hombre menudo y bajito. Sobre una camisa de la selección de Argentina llevaba el jersey de Piratas. Al hablar sonreía, pero apenas con la mitad de la boca, por donde sacaba el hilo de voz que le quedaba, ronca y gastada por el griterío de la tribuna. Descubrió a Piratas en 1996, cuando una tarde canaleando en la televisión se cruzó con un partido de baloncesto en Colombia. Era la Copa Costeñita, nunca la había escuchado, y se le hizo extraño. Pero el juego era de un equipo bogotano. “Era Piratas y dije, si es bogotano toca apoyarlo”, recuerda. A la tarde siguiente se alistó, compró la camiseta, improvisó una bandera y se fue al coliseo.
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Desde entonces sigue fiel al equipo. Y en la cancha hizo parche, uno que cambia con los años, que muta, pero resiste al tiempo. Unos van y otros llegan. Algunos son locos por el baloncesto, otros tienen a sus hijos en las inferiores y hay quienes fueron jugadores cuando niños. Cambian, unos se fueron a trabajar, otros a estudiar y algunos, incluso, se fueron del país o se casaron, pero al final son “Los mismos de siempre”, la barra de Piratas. Se fundó en el 97 y Pulido asegura ser uno de los creadores, por lo menos uno de los más firmes, porque pasan los años y él sigue dándole al bombo.
Rememora los tiempos de John Giraldo, su ídolo, y recuerda también a Stalin Ortiz, pero confiesa que le tiene un cariño especial al profe José Tapias, el verdadero estandarte del equipo del parche, el entrenador y presidente del cuadro bogotano. La gente lo quiere, se acercan a pedirle fotos, le aplauden su vehemencia y la pasión que se le ve en el banquillo.
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A veces Tapias parece el sexto jugador del equipo, porque todo el tiempo está pasándose la línea del campo. Incluso, con el balón en juego, el profe se mete a regañar a los suyos, a pedirles intensidad en la marca. Manotea, grita y salta del banquillo, y tiene su disputa personal con la jueza, que constantemente le recuerda que no pase el límite de la cancha.
Tras el descanso, el partido empezó a desnivelarse a favor de Piratas. El público empujaba, “Los mismos de siempre” gritaban con más fervor que al inicio y Tapias olía la sangre. Es competidor, la derrota lo espanta. Les habla a los suyos, masca chicle, abre los ojos, señala su pizarra y no para de hablar. Había que volver del tiempo muerto, pero ya con los jugadores en el campo, Tapias siguió repartiendo instrucciones.
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A Piratas el profe llegó un año antes que Pulido, en el 95, tras dirigir a los Bravos de Cartagena. Lo llevaron para entrenar al equipo, que por ese entonces se llamaba Cola y Pola Bogotá, lo que a Tapias le parecía un despropósito, pues el equipo no podía llamarse como el patrocinador. Así, los dirigentes le propusieron revivir el nombre, con permiso de sus antiguos integrantes, de un viejo equipo amateur de la capital que existía desde la década de los 40, Piratas. Además del nombre, con la llegada del nuevo maestro, la institución bogotana reformó sus bases, creó las divisiones menores y toda una institución de la que, con los años, Tapias terminó siendo el todo: presidente, entrenador y dueño. El que dirige, contrata, consigue la plata y, además, es el estratega del equipo, al que sacó tres veces campeón en el 99, 2003 y 2014.
Tapias dice que se enamoró de Piratas porque veía que la ciudad lo hacía propio. Por la tradición de la institución, una de las más longevas del básquet nacional y porque lo hacía revivir el espíritu de niño, el que con 13 años en Cartagena, cuando jugaba en el colegio, tocó por primera vez una pelota naranja y hoy, seis décadas después, no ha podido soltarla.
Toalla en el hombro, Tapias esperaba el final del partido nuevamente unos pasos más allá de la línea. Piratas se había separado en el marcador de Titanes y con Valencia, Felipe Soler y el estadounidense Jeremy Smith como figuras, dio el palo de la jornada, venciendo al imbatible Titanes por 89 a 80. Al otro día, en el segundo partido, los barranquilleros se vengaron y vapulearon al cuadro bogotano por 96 a 56.
Resuelto el duelo la primera noche, tan pronto los árbitros decidieron que no se jugaba más, y tras alguna confusión de nuevo con el bendito reloj, el público se volcó a la cancha del desgastado maderamen, sin lustro por el paso de los años, con grietas y zonas muertas donde el balón parece rebotar menos. Los niños, con pelotas traídas desde casa, y algunos tomando las oficiales del torneo, empezaron a tirar al aro. Los jugadores, sometidos a la alegría del público, tardaron varios minutos en superar la marea de personas que les pedían fotos, autógrafos y entrevistas.
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Piratas de Bogotá volvió a casa.
— Piratas Bogotá (@PiratasBogota) May 12, 2023
No intenten entenderlo.#PiratasEsBogotá pic.twitter.com/x9CBq60yqG
Titanes salió rápido de la cancha y en el pozo de los camerinos, Tomás Díaz, el entrenador de multicampeón de Titanes, se abrazó con Javier Pulido, el capo del bombo. “Todavía me quieren por acá en Bogotá”. Y el de “Los mismos de siempre” respondió: “Y claro profe, usted también nos dio un título, el de 2003″. Entre risas, Díaz se perdió en el fondo del camerino, mientras Pulido se quedó discutiendo con el de logística por haberle cambiado el salón para guardar el bombo y los trapos.
Atrás quedó la cancha colmada de gente, en la que un niño, con la camisa blanca y rayas negras, anotó un triple y pegó el grito: “¡Chas, triple de Piratas!”.
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