“El Happy” Lora y la felicidad del héroe querido
Miguel “Happy” Lora es uno de los deportistas que le mostraron a Colombia el camino de la victoria. Su carisma fue tan grande como su talento.
El silencio de acero en el patio del abuelo se terminó, pues un día empezó a escuchar gritos, hombres resoplando y el ruido de los golpes contra un saco de arena. Guido López Castellar había montado un gimnasio de boxeo en la casa colindante, en la calle 23 con carrera octava, en Montería.
Entonces Miguel Lora, a quien ya le decían El Happy, por la sonrisa pícara que no podía esconder, se trepó al muro para ver qué sucedía del otro lado. Y durante horas miraba los movimientos de las manos, de los pies, incluso del torso de Yata Durango, Lucho Zúñiga y El Barbulito Zuluaga. Así pasó un mes hasta que Óscar Gómez, un aficionado de los cuadriláteros, lo invitó a entrenar. Y Lora, que jugaba fútbol y era un delantero eficiente en los partidos del barrio, se puso los guantes.
El primer rival para el niño que nunca había entrenado, aunque sabía una que otra cosa, por ser buen observador, fue Antonio Guarne, un hombre de mano dura, mucho mayor, de contextura gruesa y mirada afilada. Durante dos asaltos, el más viejo trató de conectar al más joven, pero no lo consiguió y en el gimnasio de los hermanos López se creó el rumor de un pequeño, enjuto él, que llevaba su cintura de un lado a otro, tan rápido, que pegarle era complicado. Esa vez, cuando llegó a su casa, Mercedes Escudero, su mamá, le rompió la pantaloneta y le quemó los guantes. “Ese deporte es para gente fuerte y tú eres muy flaquito”.
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Gómez se encargó de la preparación de un Lora que todavía no quería renunciar al fútbol. Incluso le hacía un brebaje con tres yemas de huevo, la misma cantidad de vasos de leche y unas vitaminas para que aumentara su masa muscular, pues apenas pesaba cuarenta y tantos kilos. “Vas a llegar a Estados Unidos y vas a ser campeón mundial. Yo te lo digo”, le soltó Gómez debajo del árbol de caucho que proporcionaba sombra en la calle 23 con carrera novena en Montería.
Después aparecieron más combates, uno en especial contra Alfredo Torres, un pintor que pasaba sus mañanas entre pinceles, pinturas y lienzos, y sus tardes entre manoplas, peras y sacos. Ese día, lo que hasta ahora era un juego, se materializó en realidad, pues El Happy Lora entendió la rudeza del boxeo, la fuerza y la violencia de este deporte, la sensación de un golpe en la barbilla y el quedar mareado y desorientado. El pintor del Sinú lo mandó a la lona luego de que Lora esquivara una lluvia de uppercuts.
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No obstante, ese puñetazo le organizó los pensamientos y Lora entendió que quería ganarse la vida o, mejor, que quería vivir de darse trompadas en un cuadrilátero, de manera profesional, pues tenía la velocidad y el juego de pies necesarios en un deporte en el que todo es contacto. Su primer combate oficial fue en el Coliseo de la Circunvalar contra el Panadero, un rival que apenas duró tres asaltos antes de desplomarse. Luego vino la gira por Cereté, Ciénaga de Oro, Sahagún y San Pelayo. Así, por toda Córdoba.
Ya en 1977 duró un año sin pelear por una hernia inguinal y una molestia en la mano derecha, pues la piel se le había pegado a un tendón de tanto repartir jabs. Esteban Barraza lo operó de la hernia en Cartagena y Hugo Iguarán Cote de la mano en Medellín. Este último se ofreció como representante, se ganó la confianza de Lora y le organizó peleas contra Wilfredo Ruiz, José Chacón y Jaime El Martillo Rangel. Todas victorias. De a poco el rumor de que un colombiano, siempre sonriente, no desperdiciaba golpes y se movía como el vaivén de las olas, se viralizó. Un boxeador que se preocupaba primero por la defensa para después destrozar al otro con su ataque.
Una noche perfecta
Puede que sea una simple curiosidad, pero para Lora haber ganado el título mundial de peso gallo del Consejo Mundial de Boxeo un 9 de agosto (1985), la misma fecha en la que años después moriría su madre (2014), es algo especial, algo que quizás estaba predestinado a ser. Esa noche, Lora pidió que mientras caminaba hacia el cuadrilátero en el auditorio Tamiani Fairgrounds de Miami sonara el himno de Córdoba, el porro María Varilla. Al ritmo del bombardino, el clarinete, el redoblante, la trompeta y el bombo, El Happy apaciguó los nervios y repasó las razones para ser campeón.
Arriba lo esperaba el mexicano Daniel Zaragoza, quien se había ganado el derecho a estar ahí luego de que el estadounidense Alberto Dávila, el dueño de ese cinturón, se lesionara. Las palmas de tres mil personas al unísono de la melodía, los saltitos previos para preparar el cuerpo y un combate que duró doce asaltos.
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Era la primera vez que Lora enfrentaba a un zurdo, algo que lo hacía todo más complicado, ya que estaba acostumbrado a que la guardia del oponente fuera del otro lado. “Siempre al centro, Happy, al zurdo hay que pegarle al centro”, le decía desde la esquina Amílcar Brasa, su entrenador.
Apelando a lo mismo, el colombiano conectó el mentón del mexicano en el cuarto asalto. Zaragoza se desubicó, pero se puso de pie rápidamente y siguió la pelea. Lora lo mandó un par de veces más al suelo, pero siempre se levantaba.
“Chiquito, no te desesperes. Mueve la cintura”, gritaba Brasa. Luego de doce episodios Lora ganó por decisión unánime. Y como se esperaba, Montería no durmió esa noche. El Happy regresó al país en el avión presidencial y una de las primeras cosas que hizo fue buscar a su papá, quien se había ido para nunca volver más cuando él tenía nueve años. Lo encontró en Bogotá, en el barrio Timiza. Miguel Lora, en una frase escueta, se limitó a decirle que estaba orgulloso. Nada más. Se vieron un par de veces antes de que muriera en Maicao, en La Guajira, apuñalado en un atraco.
Decir basta
El 25 de junio de 1993, uno de los boxeadores más famosos de Colombia anunció su retiro. Ya tenía dolores en la nuca y el brazo izquierdo, con el que lanzaba sus golpes más certeros, no respondía como antes y el miedo de recibir más daño estaba presente.
El Happy Lora dijo adiós con 37 victorias, 17 por nocaut y tres derrotas, una de ellas contra Gaby Cañizales, que le pegó tan fuerte que no pudo reponerse y seguir el combate. Las manos intactas, sin dolores en los nudillos, y un rostro intacto, como si nunca le hubieran pegado, es el semblante de uno de los boxeadores más queridos por la gente, una animal de lucha con el carisma de un hedonista.
Por: Camilo Amaya
El silencio de acero en el patio del abuelo se terminó, pues un día empezó a escuchar gritos, hombres resoplando y el ruido de los golpes contra un saco de arena. Guido López Castellar había montado un gimnasio de boxeo en la casa colindante, en la calle 23 con carrera octava, en Montería.
Entonces Miguel Lora, a quien ya le decían El Happy, por la sonrisa pícara que no podía esconder, se trepó al muro para ver qué sucedía del otro lado. Y durante horas miraba los movimientos de las manos, de los pies, incluso del torso de Yata Durango, Lucho Zúñiga y El Barbulito Zuluaga. Así pasó un mes hasta que Óscar Gómez, un aficionado de los cuadriláteros, lo invitó a entrenar. Y Lora, que jugaba fútbol y era un delantero eficiente en los partidos del barrio, se puso los guantes.
El primer rival para el niño que nunca había entrenado, aunque sabía una que otra cosa, por ser buen observador, fue Antonio Guarne, un hombre de mano dura, mucho mayor, de contextura gruesa y mirada afilada. Durante dos asaltos, el más viejo trató de conectar al más joven, pero no lo consiguió y en el gimnasio de los hermanos López se creó el rumor de un pequeño, enjuto él, que llevaba su cintura de un lado a otro, tan rápido, que pegarle era complicado. Esa vez, cuando llegó a su casa, Mercedes Escudero, su mamá, le rompió la pantaloneta y le quemó los guantes. “Ese deporte es para gente fuerte y tú eres muy flaquito”.
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Gómez se encargó de la preparación de un Lora que todavía no quería renunciar al fútbol. Incluso le hacía un brebaje con tres yemas de huevo, la misma cantidad de vasos de leche y unas vitaminas para que aumentara su masa muscular, pues apenas pesaba cuarenta y tantos kilos. “Vas a llegar a Estados Unidos y vas a ser campeón mundial. Yo te lo digo”, le soltó Gómez debajo del árbol de caucho que proporcionaba sombra en la calle 23 con carrera novena en Montería.
Después aparecieron más combates, uno en especial contra Alfredo Torres, un pintor que pasaba sus mañanas entre pinceles, pinturas y lienzos, y sus tardes entre manoplas, peras y sacos. Ese día, lo que hasta ahora era un juego, se materializó en realidad, pues El Happy Lora entendió la rudeza del boxeo, la fuerza y la violencia de este deporte, la sensación de un golpe en la barbilla y el quedar mareado y desorientado. El pintor del Sinú lo mandó a la lona luego de que Lora esquivara una lluvia de uppercuts.
Lea también: La melancolía de Lucho Herrera
No obstante, ese puñetazo le organizó los pensamientos y Lora entendió que quería ganarse la vida o, mejor, que quería vivir de darse trompadas en un cuadrilátero, de manera profesional, pues tenía la velocidad y el juego de pies necesarios en un deporte en el que todo es contacto. Su primer combate oficial fue en el Coliseo de la Circunvalar contra el Panadero, un rival que apenas duró tres asaltos antes de desplomarse. Luego vino la gira por Cereté, Ciénaga de Oro, Sahagún y San Pelayo. Así, por toda Córdoba.
Ya en 1977 duró un año sin pelear por una hernia inguinal y una molestia en la mano derecha, pues la piel se le había pegado a un tendón de tanto repartir jabs. Esteban Barraza lo operó de la hernia en Cartagena y Hugo Iguarán Cote de la mano en Medellín. Este último se ofreció como representante, se ganó la confianza de Lora y le organizó peleas contra Wilfredo Ruiz, José Chacón y Jaime El Martillo Rangel. Todas victorias. De a poco el rumor de que un colombiano, siempre sonriente, no desperdiciaba golpes y se movía como el vaivén de las olas, se viralizó. Un boxeador que se preocupaba primero por la defensa para después destrozar al otro con su ataque.
Una noche perfecta
Puede que sea una simple curiosidad, pero para Lora haber ganado el título mundial de peso gallo del Consejo Mundial de Boxeo un 9 de agosto (1985), la misma fecha en la que años después moriría su madre (2014), es algo especial, algo que quizás estaba predestinado a ser. Esa noche, Lora pidió que mientras caminaba hacia el cuadrilátero en el auditorio Tamiani Fairgrounds de Miami sonara el himno de Córdoba, el porro María Varilla. Al ritmo del bombardino, el clarinete, el redoblante, la trompeta y el bombo, El Happy apaciguó los nervios y repasó las razones para ser campeón.
Arriba lo esperaba el mexicano Daniel Zaragoza, quien se había ganado el derecho a estar ahí luego de que el estadounidense Alberto Dávila, el dueño de ese cinturón, se lesionara. Las palmas de tres mil personas al unísono de la melodía, los saltitos previos para preparar el cuerpo y un combate que duró doce asaltos.
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Era la primera vez que Lora enfrentaba a un zurdo, algo que lo hacía todo más complicado, ya que estaba acostumbrado a que la guardia del oponente fuera del otro lado. “Siempre al centro, Happy, al zurdo hay que pegarle al centro”, le decía desde la esquina Amílcar Brasa, su entrenador.
Apelando a lo mismo, el colombiano conectó el mentón del mexicano en el cuarto asalto. Zaragoza se desubicó, pero se puso de pie rápidamente y siguió la pelea. Lora lo mandó un par de veces más al suelo, pero siempre se levantaba.
“Chiquito, no te desesperes. Mueve la cintura”, gritaba Brasa. Luego de doce episodios Lora ganó por decisión unánime. Y como se esperaba, Montería no durmió esa noche. El Happy regresó al país en el avión presidencial y una de las primeras cosas que hizo fue buscar a su papá, quien se había ido para nunca volver más cuando él tenía nueve años. Lo encontró en Bogotá, en el barrio Timiza. Miguel Lora, en una frase escueta, se limitó a decirle que estaba orgulloso. Nada más. Se vieron un par de veces antes de que muriera en Maicao, en La Guajira, apuñalado en un atraco.
Decir basta
El 25 de junio de 1993, uno de los boxeadores más famosos de Colombia anunció su retiro. Ya tenía dolores en la nuca y el brazo izquierdo, con el que lanzaba sus golpes más certeros, no respondía como antes y el miedo de recibir más daño estaba presente.
El Happy Lora dijo adiós con 37 victorias, 17 por nocaut y tres derrotas, una de ellas contra Gaby Cañizales, que le pegó tan fuerte que no pudo reponerse y seguir el combate. Las manos intactas, sin dolores en los nudillos, y un rostro intacto, como si nunca le hubieran pegado, es el semblante de uno de los boxeadores más queridos por la gente, una animal de lucha con el carisma de un hedonista.
Por: Camilo Amaya