El 59 de Hayner Montaño, una carta de amor a su mamá
El basquetbolista de 24 años es una de las sensaciones de la liga de baloncesto con el Team Cali, que se ilusiona con pelearle el título a Titanes.
Fernando Camilo Garzón
Abrazando la ropa de mamá, no se sentía tan lejos. Hayner Montaño se arropaba con sus prendas y buscaba a Mariela, su madre, en el olor de las camisas que le había dejado. Él se había quedado en su natal Guapi (Cauca) y tenía ocho años cuando a ella le tocó irse a Cali, buscando oportunidades para que sus hijos no pasaran hambre.
La promesa del reencuentro se cumplió tres años después de su partida, pero las noches en las que él se forzaba a imaginar el rostro de su madre para no olvidarla marcaron a Montaño para toda su vida. En los años de su ausencia, Mariela Gamboa no hizo más que trabajar. Cuando en Guapi liquidaron el hospital donde era enfermera, no vio otra salida que emigrar y buscar futuro en otra tierra.
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Y lo logró. Hayner Montaño llegó a Cali cuando tenía once años y se sentía extraño. Atrás quedó el río y con él la añoranza de los pescados, la casa y la comida de la abuela; la marimba, el currulao y los amigos. Sobre todo, eso. Era tímido, le daba ansiedad hablar con los demás. Y en su soledad llegó el básquet. En Guapi, el baloncesto no existía. La pelota naranja, cuando jugaba con sus amigos, la pateaba imaginando que era de fútbol. En Cali, en cambio, la misma pelota, pero encestada por sus manos, fue un salvavidas. El bote del balón lo acercó a sus amigos. Y mientras con sus compañeros se enamoraba del baloncesto, la capital del Valle ya no se sentía como tierra de otro.
Hayner Montaño estalló. Era el más alto de su generación. Tenía un cuerpo privilegiado. Era atlético, macizo y sus brazos, más largos que los de los demás, lo hacían bueno para ese deporte. Mientras avazaba en divisiones y selecciones juveniles, o cuando se sentía reflejado al ver los videos de Michael Jordan y Russell Westbrook, soñaba con ser profesional y ver algún día la alegría en los ojos de Mariela en la tribuna.
Ascendía, y mamá estaba orgullosa, aunque no podía verlo. Seis de la mañana, Mariela Gamboa empezaba su jornada. De la casa, en el norte de Cali, tomaba un colectivo rumbo a Siloé. Hora y media de trayecto en la ida y lo mismo, o más, en la vuelta. Siete, ocho, a veces nueve de la noche y llegaba a casa. Así, día a día. En las noches se acercaba a su hijo y le contaba que los vecinos lo habían visto jugar. Y que le habían dicho de lo bueno que era. Le decía que la hacía feliz, que estaba orgullosa. Y lo alentaba en todo. “Hágale, mijo”, sus palabras favoritas.
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A Hayner Montaño le habría gustado que mamá estuviera ahí cuando hizo su primera volcada. Sobre todo, por el miedo. Él llegaba al entrenamiento y se quedaba callado. No hablaba con nadie. Los amigos con los que entró al baloncesto habían desistido. Él siguió. Llevaba semanas intentando clavar la pelota y siempre la dejaba en bandeja. Faltaba poco, él seguía intentando. Llegó el momento. El entrenador le lanzó la pelota. Él saltó, y en el aire se sorprendió. Fue cuestión de milésimas, pero alcanzó a pensar: “Qué alto salté, ¿la voy a clavar?”. Segundo de silencio en el coliseo y en el instante en el que sus pies tocaron el piso, sus compañeros se volvieron locos. Gritaban y corrían desenfrenados en la cancha, mientras alzaban los brazos porque querían abrazarlo. Él, atónito, en silencio y con la mirada perdida. “¿Qué pasó?”, preguntaba en su cabeza, en medio de la bulla. No entendía nada, pero fue uno de los días más felices de su vida.
De ahí, la escalada fue rápida. En 2017, Fastbreak Cali, que ahora es Team Cali, le dio la oportunidad de jugar unos minutos en la liga profesional. Tenía 19 años y ya había cumplido el sueño. A la par, había terminado el colegio, se graduó de tecnólogo en deporte y entró a estudiar Ingeniería Electrónica en la Universidad del Valle. Mamá estaba feliz. Pero, como, dirían los Hermanos Lebron, “por cada risa hay diez lágrimas”. Llegó el primer golpe.
Abril de 2019. Hayner Montaño disputaba un partido en Ibagué. La jugada fue un contragolpe. Cuando llegó al aro, Montaño intentó anotar tras un doble ritmo, pero lo tomaron del brazo. En el aire, por intentar reclamarle al árbitro, se distrajo y no vio donde iba a apoyar el pie. Y en el contacto con el suelo, la rodilla izquierda se le fue para adentro. Rotura de ligamento cruzado y de meniscos.
No sintió el dolor de inmediato. Se tiró al piso y ahí, poco a poco, empezó el ardor. Pudo salir de la cancha caminando, pero no lo atendió nadie porque no había médicos, no era un torneo profesional. Pasaron los minutos y el dolor se hizo insoportable. Del coliseo, sin poder apoyar la pierna, salió para el médico, que solo le dio un diclofenaco y le dijo que fuera a un hospital en Cali. Un viaje que se le hizo insufrible porque en el carro no había espacio, él no cabía y no hallaba cómo acomodar su pierna.
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La peor tortura llegó después porque la EPS se demoró más de un año en aprobarle la operación. Llegó la pandemia y entre el papeleo y la burocracia, Montaño duró trece meses con los ligamentos y los meniscos de la rodilla rotos.
La recuperación fue intensa. Volvió a las canchas en el primer semestre de 2021, pero apenas en 2022 pudo superar el miedo de romperse de nuevo. Hoy es una de las figuras jóvenes de la Liga Wplay con Team Cali, uno de los mejores equipos en lo que va de la temporada regular.
Sin embargo, a pesar de haberlo superado, Hayner Montaño todavía no se explica de dónde sacó fuerzas para pasar esa etapa. Se aferra a la valentía y la disciplina que le enseñó su madre. Su memoria lo impulsa a seguir adelante. “Maestra vida, camarada, te da, te quita, te quita y te da”, canta Rubén Blades. Así fue. En medio de su tortura, como si un golpe no fuera suficiente, a Mariela Gamboa le descubrieron un cáncer en el hígado. Lo detectaron a tiempo, pero otra vez la EPS demoró los trámites. Tanto, que se hizo demasiado tarde.
En sus últimos días en el hospital, al mirar por la ventana, Mariela sentía una tremenda nostalgia por Guapi, su casa, su mamá y lo que dejó atrás buscando un futuro que se le fue entre las manos. Le decía a Hayner que en lo único en lo que pensaba era en volver una vez más a su río en el Cauca, donde creció, como su hijo, nadando entre los peces y la corriente.
“Todavía es difícil”, dice Montaño. Hace una pausa. No se le corta la voz, pero se le siente el peso. No tiene ganas de nada. Juega y no se siente lo mismo; entrena y no encuentra motivos; vive, pero aferrado a la memoria de su madre, como cuando tenía ocho años y abrazaba sus camisas para no olvidarla, para sentirla más cerca.
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La fuerza de Mariela es la que lo ha sacado adelante. Es su ejemplo, el que le ha dado motivos para seguir. Sueña, y espera conseguirlo pronto, con llegar a la selección y jugar en el extranjero. Y en su honor, como una carta de amor, como un poema contra el olvido, carga en su camiseta el número 59, el año en el que nació la musa que inspira sus cestas y la mujer que jamás llegó a verlo jugar, pero a la que recuerda cada vez que entra a la cancha.
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Abrazando la ropa de mamá, no se sentía tan lejos. Hayner Montaño se arropaba con sus prendas y buscaba a Mariela, su madre, en el olor de las camisas que le había dejado. Él se había quedado en su natal Guapi (Cauca) y tenía ocho años cuando a ella le tocó irse a Cali, buscando oportunidades para que sus hijos no pasaran hambre.
La promesa del reencuentro se cumplió tres años después de su partida, pero las noches en las que él se forzaba a imaginar el rostro de su madre para no olvidarla marcaron a Montaño para toda su vida. En los años de su ausencia, Mariela Gamboa no hizo más que trabajar. Cuando en Guapi liquidaron el hospital donde era enfermera, no vio otra salida que emigrar y buscar futuro en otra tierra.
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Y lo logró. Hayner Montaño llegó a Cali cuando tenía once años y se sentía extraño. Atrás quedó el río y con él la añoranza de los pescados, la casa y la comida de la abuela; la marimba, el currulao y los amigos. Sobre todo, eso. Era tímido, le daba ansiedad hablar con los demás. Y en su soledad llegó el básquet. En Guapi, el baloncesto no existía. La pelota naranja, cuando jugaba con sus amigos, la pateaba imaginando que era de fútbol. En Cali, en cambio, la misma pelota, pero encestada por sus manos, fue un salvavidas. El bote del balón lo acercó a sus amigos. Y mientras con sus compañeros se enamoraba del baloncesto, la capital del Valle ya no se sentía como tierra de otro.
Hayner Montaño estalló. Era el más alto de su generación. Tenía un cuerpo privilegiado. Era atlético, macizo y sus brazos, más largos que los de los demás, lo hacían bueno para ese deporte. Mientras avazaba en divisiones y selecciones juveniles, o cuando se sentía reflejado al ver los videos de Michael Jordan y Russell Westbrook, soñaba con ser profesional y ver algún día la alegría en los ojos de Mariela en la tribuna.
Ascendía, y mamá estaba orgullosa, aunque no podía verlo. Seis de la mañana, Mariela Gamboa empezaba su jornada. De la casa, en el norte de Cali, tomaba un colectivo rumbo a Siloé. Hora y media de trayecto en la ida y lo mismo, o más, en la vuelta. Siete, ocho, a veces nueve de la noche y llegaba a casa. Así, día a día. En las noches se acercaba a su hijo y le contaba que los vecinos lo habían visto jugar. Y que le habían dicho de lo bueno que era. Le decía que la hacía feliz, que estaba orgullosa. Y lo alentaba en todo. “Hágale, mijo”, sus palabras favoritas.
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A Hayner Montaño le habría gustado que mamá estuviera ahí cuando hizo su primera volcada. Sobre todo, por el miedo. Él llegaba al entrenamiento y se quedaba callado. No hablaba con nadie. Los amigos con los que entró al baloncesto habían desistido. Él siguió. Llevaba semanas intentando clavar la pelota y siempre la dejaba en bandeja. Faltaba poco, él seguía intentando. Llegó el momento. El entrenador le lanzó la pelota. Él saltó, y en el aire se sorprendió. Fue cuestión de milésimas, pero alcanzó a pensar: “Qué alto salté, ¿la voy a clavar?”. Segundo de silencio en el coliseo y en el instante en el que sus pies tocaron el piso, sus compañeros se volvieron locos. Gritaban y corrían desenfrenados en la cancha, mientras alzaban los brazos porque querían abrazarlo. Él, atónito, en silencio y con la mirada perdida. “¿Qué pasó?”, preguntaba en su cabeza, en medio de la bulla. No entendía nada, pero fue uno de los días más felices de su vida.
De ahí, la escalada fue rápida. En 2017, Fastbreak Cali, que ahora es Team Cali, le dio la oportunidad de jugar unos minutos en la liga profesional. Tenía 19 años y ya había cumplido el sueño. A la par, había terminado el colegio, se graduó de tecnólogo en deporte y entró a estudiar Ingeniería Electrónica en la Universidad del Valle. Mamá estaba feliz. Pero, como, dirían los Hermanos Lebron, “por cada risa hay diez lágrimas”. Llegó el primer golpe.
Abril de 2019. Hayner Montaño disputaba un partido en Ibagué. La jugada fue un contragolpe. Cuando llegó al aro, Montaño intentó anotar tras un doble ritmo, pero lo tomaron del brazo. En el aire, por intentar reclamarle al árbitro, se distrajo y no vio donde iba a apoyar el pie. Y en el contacto con el suelo, la rodilla izquierda se le fue para adentro. Rotura de ligamento cruzado y de meniscos.
No sintió el dolor de inmediato. Se tiró al piso y ahí, poco a poco, empezó el ardor. Pudo salir de la cancha caminando, pero no lo atendió nadie porque no había médicos, no era un torneo profesional. Pasaron los minutos y el dolor se hizo insoportable. Del coliseo, sin poder apoyar la pierna, salió para el médico, que solo le dio un diclofenaco y le dijo que fuera a un hospital en Cali. Un viaje que se le hizo insufrible porque en el carro no había espacio, él no cabía y no hallaba cómo acomodar su pierna.
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La recuperación fue intensa. Volvió a las canchas en el primer semestre de 2021, pero apenas en 2022 pudo superar el miedo de romperse de nuevo. Hoy es una de las figuras jóvenes de la Liga Wplay con Team Cali, uno de los mejores equipos en lo que va de la temporada regular.
Sin embargo, a pesar de haberlo superado, Hayner Montaño todavía no se explica de dónde sacó fuerzas para pasar esa etapa. Se aferra a la valentía y la disciplina que le enseñó su madre. Su memoria lo impulsa a seguir adelante. “Maestra vida, camarada, te da, te quita, te quita y te da”, canta Rubén Blades. Así fue. En medio de su tortura, como si un golpe no fuera suficiente, a Mariela Gamboa le descubrieron un cáncer en el hígado. Lo detectaron a tiempo, pero otra vez la EPS demoró los trámites. Tanto, que se hizo demasiado tarde.
En sus últimos días en el hospital, al mirar por la ventana, Mariela sentía una tremenda nostalgia por Guapi, su casa, su mamá y lo que dejó atrás buscando un futuro que se le fue entre las manos. Le decía a Hayner que en lo único en lo que pensaba era en volver una vez más a su río en el Cauca, donde creció, como su hijo, nadando entre los peces y la corriente.
“Todavía es difícil”, dice Montaño. Hace una pausa. No se le corta la voz, pero se le siente el peso. No tiene ganas de nada. Juega y no se siente lo mismo; entrena y no encuentra motivos; vive, pero aferrado a la memoria de su madre, como cuando tenía ocho años y abrazaba sus camisas para no olvidarla, para sentirla más cerca.
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