El pirata del Silencio: la historia de Yesid Mosquera
El chocoano es uno de los refuerzos de Piratas de Bogotá para la nueva temporada de la Liga Profesional de Baloncesto. Llega a la capital tras su paso por Corsarios de Cartagena y sus experiencias en Estados Unidos y Ecuador.
Fernando Camilo Garzón
Todo empezó en El Silencio, un barrio de su natal Quibdó. Todavía recuerda perfecto el día. Fue casualidad. Yesid Mosquera levantó la mano por presión social de sus amigos, que habían aceptado la invitación del profesor de Educación Física para probarse en el equipo de baloncesto. Hasta ese entonces, solo soñaba con ser futbolista. Como Wason Rentería y Jackson Martínez, que estaba jugando en Europa, la rompía y había sacado a su familia adelante. ¿Basquetbolista? No le sonaba. Conocía a Edgar Moreno y Eleuterio Rentería. Decían que Hanner Mosquera se había ido a estudiar a Estados Unidos, pero él no lo creía. Para triunfar había que jugar al fútbol, pensaba, y, sin embargo, allá terminó, en la cancha del Colegio Carrasquilla, la tarde después de aquel día, cuando el profe preguntó: “¿Quién va?”.
Muchos años después, cuando ya estaba en Bogotá, y le hablaban de la oportunidad de irse a estudiar en Norteamérica, Mosquera recordaría aquellos días felices. En Quibdó no se necesitaba Transmilenio para ir de una esquina a la otra. En El Silencio, la gente no trotaba para llegar puntual, caminaba. Hacía calor en las calles del barrio, tanto que a la cancha, que no tenía ni el maderamen, le decían la caldera. Caía el que quería y jugaban toda la tarde. Era solo un juego, aunque él lo vio siempre con otros ojos.
Lo entendió cuando de Chocó se fue a Pereira, a la casa de sus hermanos, financiado para entrenar básquet. Y fue entonces cuando comprendió que esa era la oportunidad para darle otra vida a su madre. Como mínimo, si él se esforzaba, le iba a ahorrar que le pagara el estudio. Lejos de ella, a los 11 años, se preparó para volverse basquetbolista y así terminó en Bogotá. Definitivamente para triunfar, comprendió en aquel entonces, no era obligatorio volverse futbolista.
Hoy, cuando es presentado como uno de los nuevos Piratas, en el club que dirige José Tapias en la Liga Profesional de Baloncesto, Yesid Mosquera dice que salir de casa tan temprano, al frío cruel de la capital, fue lo que lo preparó para el momento más importante de su vida: estudiar en Estados Unidos. Lo vivió con los otros baluartes de su generación: Braian Angola, Hansel Atencia y Tonny Trocha. Especialmente con el cartagenero, con quien convivió, prácticamente, desde que se mudó de Risaralda a la opaca, gris y siempre generosa Bogotá.
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Fue la parcería con compañeros como Trocha, el tierno y férreo cobijo de la profe Neyla María Quinto, la que fue su entrenadora y, además, mamá por adopción en las lejanas tierras, que Mosquera formó su primera familia en el deporte, la clave para sobrevivir al choque de mundo que supondría vivir fuera de la propia tierra.
A Estados Unidos llegó temprano. Todavía estudiaba en el colegio cuando se lo llevaron becado. Era otro mundo. Allá los niños ya entrenaban a doble jornada. Hacían gimnasio, estudiaban videos, eran atletas descomunales y tenían una ética de trabajo incomparable con el terruño de donde venía el chocoano. En esas diferencias abismales tuvo que formarse, siempre abnegado y laborioso, consciente de que era la verdadera oportunidad de su vida.
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Algunos no le creían que fuera colombiano. Negaban su versión por su color de piel. En Colombia, tierra de café, flores y narcos, no había afrodescendientes, le decían. Él no hablaba como los paisas de las series de Netflix y debía ser de África o, mínimo, de alguna isla del Caribe. Y era en esos momentos cuando más pensaba en su tierra, en la mirada de su madre, el calor de Chocó y la belleza de Quibdó. Orgulloso de Colombia, decía de donde venía cada vez que le daban oportunidad. Y en las pistas del baloncesto colegial de los Estados Unidos, muchos se enteraron del nombre de aquel chocoano, el que venía del Silencio para cumplir su sueño.
Con el título universitario en sus manos volvió a su tierra, confiado de que sería leyenda. Y el choque fue fuerte porque en su primera temporada, la que jugó con Cafeteros, apenas si vio minutos. Juraba que iba a llenar las planas de todos los periódicos, que su nombre sonaría en radios y televisores, pero mentira, le tocó buscar fortuna en otra parte. Volvió a Norteamérica hasta que lo llamaron de Ecuador, el país donde reinició su historia.
“Necesitaba quitarme la presión. Jugar tranquilo al básquet, que fue lo que hice toda mi vida. Cuando entendí eso, hice clic. Ahí empezó a cambiar todo, porque volví a disfrutar de mi deporte, que es mi vida”, recuerda el ahora jugador de Piratas de Bogotá, que llegó al equipo del parche tras una gran campaña en Corsarios de Cartagena.
Tiene la ilusión de brillar en la capital. Confía en el equipo y en el profe Tapias, quien ha seguido toda su carrera, siempre cerca, con “consejos y críticas muy valiosas”. A Bogotá la recuerda con cariño. Fue el lugar que impulsó su sueño, el del niño chocoano que una tarde, en la cancha del Colegio de Carrasquilla, fue a jugar baloncesto cuando ni siquiera sabía rebotar la pelota. Fue casualidad. Todavía recuerda perfecto el día, cuando todo empezó en El Silencio, un barrio de su natal Quibdó.
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Todo empezó en El Silencio, un barrio de su natal Quibdó. Todavía recuerda perfecto el día. Fue casualidad. Yesid Mosquera levantó la mano por presión social de sus amigos, que habían aceptado la invitación del profesor de Educación Física para probarse en el equipo de baloncesto. Hasta ese entonces, solo soñaba con ser futbolista. Como Wason Rentería y Jackson Martínez, que estaba jugando en Europa, la rompía y había sacado a su familia adelante. ¿Basquetbolista? No le sonaba. Conocía a Edgar Moreno y Eleuterio Rentería. Decían que Hanner Mosquera se había ido a estudiar a Estados Unidos, pero él no lo creía. Para triunfar había que jugar al fútbol, pensaba, y, sin embargo, allá terminó, en la cancha del Colegio Carrasquilla, la tarde después de aquel día, cuando el profe preguntó: “¿Quién va?”.
Muchos años después, cuando ya estaba en Bogotá, y le hablaban de la oportunidad de irse a estudiar en Norteamérica, Mosquera recordaría aquellos días felices. En Quibdó no se necesitaba Transmilenio para ir de una esquina a la otra. En El Silencio, la gente no trotaba para llegar puntual, caminaba. Hacía calor en las calles del barrio, tanto que a la cancha, que no tenía ni el maderamen, le decían la caldera. Caía el que quería y jugaban toda la tarde. Era solo un juego, aunque él lo vio siempre con otros ojos.
Lo entendió cuando de Chocó se fue a Pereira, a la casa de sus hermanos, financiado para entrenar básquet. Y fue entonces cuando comprendió que esa era la oportunidad para darle otra vida a su madre. Como mínimo, si él se esforzaba, le iba a ahorrar que le pagara el estudio. Lejos de ella, a los 11 años, se preparó para volverse basquetbolista y así terminó en Bogotá. Definitivamente para triunfar, comprendió en aquel entonces, no era obligatorio volverse futbolista.
Hoy, cuando es presentado como uno de los nuevos Piratas, en el club que dirige José Tapias en la Liga Profesional de Baloncesto, Yesid Mosquera dice que salir de casa tan temprano, al frío cruel de la capital, fue lo que lo preparó para el momento más importante de su vida: estudiar en Estados Unidos. Lo vivió con los otros baluartes de su generación: Braian Angola, Hansel Atencia y Tonny Trocha. Especialmente con el cartagenero, con quien convivió, prácticamente, desde que se mudó de Risaralda a la opaca, gris y siempre generosa Bogotá.
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Fue la parcería con compañeros como Trocha, el tierno y férreo cobijo de la profe Neyla María Quinto, la que fue su entrenadora y, además, mamá por adopción en las lejanas tierras, que Mosquera formó su primera familia en el deporte, la clave para sobrevivir al choque de mundo que supondría vivir fuera de la propia tierra.
A Estados Unidos llegó temprano. Todavía estudiaba en el colegio cuando se lo llevaron becado. Era otro mundo. Allá los niños ya entrenaban a doble jornada. Hacían gimnasio, estudiaban videos, eran atletas descomunales y tenían una ética de trabajo incomparable con el terruño de donde venía el chocoano. En esas diferencias abismales tuvo que formarse, siempre abnegado y laborioso, consciente de que era la verdadera oportunidad de su vida.
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Algunos no le creían que fuera colombiano. Negaban su versión por su color de piel. En Colombia, tierra de café, flores y narcos, no había afrodescendientes, le decían. Él no hablaba como los paisas de las series de Netflix y debía ser de África o, mínimo, de alguna isla del Caribe. Y era en esos momentos cuando más pensaba en su tierra, en la mirada de su madre, el calor de Chocó y la belleza de Quibdó. Orgulloso de Colombia, decía de donde venía cada vez que le daban oportunidad. Y en las pistas del baloncesto colegial de los Estados Unidos, muchos se enteraron del nombre de aquel chocoano, el que venía del Silencio para cumplir su sueño.
Con el título universitario en sus manos volvió a su tierra, confiado de que sería leyenda. Y el choque fue fuerte porque en su primera temporada, la que jugó con Cafeteros, apenas si vio minutos. Juraba que iba a llenar las planas de todos los periódicos, que su nombre sonaría en radios y televisores, pero mentira, le tocó buscar fortuna en otra parte. Volvió a Norteamérica hasta que lo llamaron de Ecuador, el país donde reinició su historia.
“Necesitaba quitarme la presión. Jugar tranquilo al básquet, que fue lo que hice toda mi vida. Cuando entendí eso, hice clic. Ahí empezó a cambiar todo, porque volví a disfrutar de mi deporte, que es mi vida”, recuerda el ahora jugador de Piratas de Bogotá, que llegó al equipo del parche tras una gran campaña en Corsarios de Cartagena.
Tiene la ilusión de brillar en la capital. Confía en el equipo y en el profe Tapias, quien ha seguido toda su carrera, siempre cerca, con “consejos y críticas muy valiosas”. A Bogotá la recuerda con cariño. Fue el lugar que impulsó su sueño, el del niño chocoano que una tarde, en la cancha del Colegio de Carrasquilla, fue a jugar baloncesto cuando ni siquiera sabía rebotar la pelota. Fue casualidad. Todavía recuerda perfecto el día, cuando todo empezó en El Silencio, un barrio de su natal Quibdó.
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