El resurgir de Santiago Giraldo
El mejor tenista colombiano de la historia le contó a El Espectador lo que hizo durante los cuatro meses que estuvo alejado de las canchas, tiempo en el que se reencontró consigo mismo, en el que recuperó las ganas de competir.
Camilo Amaya
El 19 de septiembre de 2017, Santiago Giraldo se levantó sin la obligación de ir a un lado para después llegar a otro, sin compromisos, sin un calendario, sin la presión de entrenar mucho para jugar mejor. En otras palabras, se levantó libre, después de tantos años de una agenda repleta de viajes, de torneos, de tener que jugar para ganar y ganar para ser feliz, porque así funciona el deporte y así tiene que funcionar la cabeza.
Ese día, por fin, no hubo imposición, tampoco un plan, solo tranquilidad. Giraldo prendió su computadora, compró un tiquete al Caribe colombiano, empacó un par de cosas, uno que otro libro, le avisó a su familia que cada seis días se reportaría para no preocuparlos, y con el sosiego que da vivir a lo ligero, algo que nunca había podido hacer, comenzó un viaje de cuatro meses.
El Santiago que sufría por no poder ganar, el competitivo, el exigente al extremo consigo mismo y el que no tenía problemas de nada en la vida, sintió que la lejanía y el exilio de los demás, y del mundo del tenis, eran la mejor opción para reencontrar las sensaciones, para saber qué hacía falta. “Fui a la Sierra Nevada de Santa Marta a lomo de mula, en algunos trayectos caminando, y me quedé a dormir con los koguis. Y entendí que ese mundo de prisas y afanes me estaba acabando. Necesitaba aislarme de todo para comprender que el no tener un plan resulta, en algunos casos, muy bueno”.
Después regresó a casa, a Pereira, por el arraigo a su tierra y a los suyos. Tomó el café con Elsa, su mamá, acompañó a su papá a hacer una que otra vuelta, recogió a sus sobrinos en el colegio y durmió la siesta donde la abuela luego de un almuerzo largo y charlado, y hasta visitó a los amigos de siempre, pues en sus años en el circuito era poco el tiempo que les había dedicado. Sin embargo, ellos estuvieron ahí, esperando, pues la verdadera amistad no necesita frecuencia, sí honestidad.
“Me acuerdo de que uno de ellos me llevó a la fábrica de confecciones que tiene y me puse a hablar con los empleados. En plena competencia no te puedes dar el lujo de hacer eso porque el reloj apura”. Después vino otro viaje, ya no solo sino con compañeros que conoció en los lugares que hicieron las veces de hogar durante tantos años. Y fue a Palomino, en La Guajira, con un pintor de París, y pasó por Riohacha y el Cabo de la Vela en su travesía que tenía como destino final Punta Gallinas, el extremo más lejano del norte del país. Durmió en rancherías, en un chinchorro, con el arrullo del viento, con el movimiento pausado que hace que los párpados pesen, y mucho. “Cuando era niño veía a gente mochilera y soñaba en que algún día ese sería yo”.
Y así Giraldo fue libre, sin la presión del alto rendimiento que enceguece, de un calendario que bien o mal adora y que no cambiaría por nada. “Es que eso es lo que la gente no entiende: a mí me gusta entrenar, me encanta jugar y viajar, pero me había cansado de competir de una forma tan voraz. Y por eso la pausa”. Al cuarto mes, después de otras paradas en México y España (sus países preferidos después de Colombia), Santiago sintió ganas de jugar, de coger de nuevo la raqueta.
Y les comentó a su familia, a sus patrocinadores, a Colsánitas, y en conjunto se planeó la mejor manera de regresar. “Ya llevo 11 meses participando en torneos, con calma, con la alegría de lo que logramos en Copa Davis. Y me tengo fe, porque el juego lo tengo, las capacidades también”.
La lucha interna ya no parece ser tan radical, pues la vanidad y el ego han quedado relegados. Y por eso, aunque hay rabia, como es natural en cualquier persona, esta ya es efímera y no opaca lo que realmente es importante. “Hagamos un recuento: fueron nueve o diez psicólogos, tres psiquiatras, unos cuantos psicoanalistas y más cosas: que para calmar la hiperactividad, que la reestructuración cognitiva, y no sabía cuál era el problema, o mejor, no lo atacaba de raíz. Ahora me entiendo y me acepto con mis debilidades. Me respeto y por eso me siento diferente”.
Santiago no solo ha cambiado en su apariencia física (luce más flaco y eso lo hace ver más alto), también en la coordinación de sus palabras, y eso hace notar una convicción que quizá antes no se percibía con tanta facilidad. La obsesión y la monotonía son cosas del pasado. Al menos así lo transmite, y una forma de comprobarlo es que en este diálogo fue sincero al extremo, con un rostro sereno. Por ahora, Santiago Giraldo ya cumplió uno de los tantos nuevos objetivos: seguir escalando en el escalafón ATP (es el número 231). Y todavía le falta mucho por hacer.
Correo: icamaya@elespectador.com
El 19 de septiembre de 2017, Santiago Giraldo se levantó sin la obligación de ir a un lado para después llegar a otro, sin compromisos, sin un calendario, sin la presión de entrenar mucho para jugar mejor. En otras palabras, se levantó libre, después de tantos años de una agenda repleta de viajes, de torneos, de tener que jugar para ganar y ganar para ser feliz, porque así funciona el deporte y así tiene que funcionar la cabeza.
Ese día, por fin, no hubo imposición, tampoco un plan, solo tranquilidad. Giraldo prendió su computadora, compró un tiquete al Caribe colombiano, empacó un par de cosas, uno que otro libro, le avisó a su familia que cada seis días se reportaría para no preocuparlos, y con el sosiego que da vivir a lo ligero, algo que nunca había podido hacer, comenzó un viaje de cuatro meses.
El Santiago que sufría por no poder ganar, el competitivo, el exigente al extremo consigo mismo y el que no tenía problemas de nada en la vida, sintió que la lejanía y el exilio de los demás, y del mundo del tenis, eran la mejor opción para reencontrar las sensaciones, para saber qué hacía falta. “Fui a la Sierra Nevada de Santa Marta a lomo de mula, en algunos trayectos caminando, y me quedé a dormir con los koguis. Y entendí que ese mundo de prisas y afanes me estaba acabando. Necesitaba aislarme de todo para comprender que el no tener un plan resulta, en algunos casos, muy bueno”.
Después regresó a casa, a Pereira, por el arraigo a su tierra y a los suyos. Tomó el café con Elsa, su mamá, acompañó a su papá a hacer una que otra vuelta, recogió a sus sobrinos en el colegio y durmió la siesta donde la abuela luego de un almuerzo largo y charlado, y hasta visitó a los amigos de siempre, pues en sus años en el circuito era poco el tiempo que les había dedicado. Sin embargo, ellos estuvieron ahí, esperando, pues la verdadera amistad no necesita frecuencia, sí honestidad.
“Me acuerdo de que uno de ellos me llevó a la fábrica de confecciones que tiene y me puse a hablar con los empleados. En plena competencia no te puedes dar el lujo de hacer eso porque el reloj apura”. Después vino otro viaje, ya no solo sino con compañeros que conoció en los lugares que hicieron las veces de hogar durante tantos años. Y fue a Palomino, en La Guajira, con un pintor de París, y pasó por Riohacha y el Cabo de la Vela en su travesía que tenía como destino final Punta Gallinas, el extremo más lejano del norte del país. Durmió en rancherías, en un chinchorro, con el arrullo del viento, con el movimiento pausado que hace que los párpados pesen, y mucho. “Cuando era niño veía a gente mochilera y soñaba en que algún día ese sería yo”.
Y así Giraldo fue libre, sin la presión del alto rendimiento que enceguece, de un calendario que bien o mal adora y que no cambiaría por nada. “Es que eso es lo que la gente no entiende: a mí me gusta entrenar, me encanta jugar y viajar, pero me había cansado de competir de una forma tan voraz. Y por eso la pausa”. Al cuarto mes, después de otras paradas en México y España (sus países preferidos después de Colombia), Santiago sintió ganas de jugar, de coger de nuevo la raqueta.
Y les comentó a su familia, a sus patrocinadores, a Colsánitas, y en conjunto se planeó la mejor manera de regresar. “Ya llevo 11 meses participando en torneos, con calma, con la alegría de lo que logramos en Copa Davis. Y me tengo fe, porque el juego lo tengo, las capacidades también”.
La lucha interna ya no parece ser tan radical, pues la vanidad y el ego han quedado relegados. Y por eso, aunque hay rabia, como es natural en cualquier persona, esta ya es efímera y no opaca lo que realmente es importante. “Hagamos un recuento: fueron nueve o diez psicólogos, tres psiquiatras, unos cuantos psicoanalistas y más cosas: que para calmar la hiperactividad, que la reestructuración cognitiva, y no sabía cuál era el problema, o mejor, no lo atacaba de raíz. Ahora me entiendo y me acepto con mis debilidades. Me respeto y por eso me siento diferente”.
Santiago no solo ha cambiado en su apariencia física (luce más flaco y eso lo hace ver más alto), también en la coordinación de sus palabras, y eso hace notar una convicción que quizá antes no se percibía con tanta facilidad. La obsesión y la monotonía son cosas del pasado. Al menos así lo transmite, y una forma de comprobarlo es que en este diálogo fue sincero al extremo, con un rostro sereno. Por ahora, Santiago Giraldo ya cumplió uno de los tantos nuevos objetivos: seguir escalando en el escalafón ATP (es el número 231). Y todavía le falta mucho por hacer.
Correo: icamaya@elespectador.com