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No sabían de baloncesto, pero estaban enamorados. Y después de los entrenamientos se quedaban en casa hablando durante horas de la pelota naranja. Andrés Ibargüen inició su camino con sus amigos, algunos que se volvieron ilustres de este deporte como Yildon Mendoza o Jaime Echenique. Imaginaban cómo sería jugar con la selección de Colombia, como Víctor López o Quique de Luque, sus referentes, y soñaban con llegar a la NBA, el mejor baloncesto del mundo. Consiguieron ambas cosas los niños soñadores.
“Soy samario 100 %”, dice Ibargüen. Por alguna razón, que desconoce, en todos los reportajes que le han hecho dicen que es mitad colombiano y mitad estadounidense. La mentira que no sabemos quién dijo se difundió como verdad. Y se creó la leyenda de un norteamericano de sangre colombiana, que jugaba con la selección y representaba al baloncesto nacional por todo el mundo. Falso. De hecho, sus raíces vienen de la misma tierra en la que nació Gabriel García Márquez. “Lo he visto en varias partes, pero no sé de dónde lo sacaron. Mi papá es de Buenaventura, mi mamá de Aracataca y yo de Santa Marta”, le dijo a El Espectador.
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Fue en las calles de Magdalena donde se enamoró. Fue un clic, el instante perfecto. “Hay momentos en los que las cosas suceden. Y solo tienes que estar ahí para saber aprovechar lo que te llega”. Una tarde su hermano le dijo que lo acompañara a un partido. Sus ojos se sintieron atraídos por la gente, el ambiente, las jugadas. Lo envolvió la espectacularidad del baloncesto. Escucha, hay un instante de silencio. La pelota va al aire y entra en el aro. ¡Chas! Todo red. El público grita y un niño conoce el amor.
El problema es que no sabía de baloncesto, pero le dio igual, quería jugarlo. Le preguntó a su papá, pero tampoco sabía. No fue relevante, de todas maneras. “Lo que necesites, acá estoy”, le dijo. Y juntos empezaron a aprender de baloncesto.
“Mi papá salía del trabajo, hacía ejercicio y se quedaba dos horas enteras, a veces hasta las 11 de la noche, jugando conmigo. Cogía la pelota, me la pasaba y empezábamos a tirar al aro. Así, toda la noche”. Y en los días en los que no practicaban, Ibargüen llegaba a la casa y veía a su papá leyendo reglamentos y revistas. A veces veía partidos. Quería entender el mundo al que su hijo iba a entregarle la vida.
Disciplina. En sus días de descanso, o en las vacaciones, era regla de su padre que todos se tenían que levantar a las siete de la mañana. Llamaba a sus hijos al patio y les explicaba la rutina: “Hoy vamos a correr tres kilómetros y después vamos a hacer 100 abdominales y 300 flexiones de pecho”. Aunque no era así siempre. A veces cambiaban y en vez de tres, corrían cinco.
“La influencia de mi papá fue fundamental. Me destaqué desde que empecé por mi fortaleza física y cuando llegué a Estados Unidos ya estaba preparado para competir a ese nivel, el más alto”.
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Sus primeros pasos importantes los dio en la selección de Magdalena, en la que conoció a Echenique, uno de los hermanos que le ofreció el baloncesto. Juntos hicieron carrera, jugaron en las selecciones juveniles, viajaron a Estados Unidos, estudiaron en la misma universidad y fueron compañeros de cuarto. Compartían el sueño de jugar en la liga norteamericana de básquet. Hoy es el día en el que no se han separado y siempre que pueden verse en Barranquilla no desaprovechan la oportunidad para encontrarse.
“Me costó adaptarme. Sobre todo por la cultura y el inglés”. Ese martirio. Esa brecha de la lengua que le hizo pensar que era mejor devolverse al calor de Santa Marta, a la cercanía del hogar. Las primeras semanas tuvo dudas. En el colegio le dijeron que tenía que aprender religión, matemáticas, geografía, y la historia y política de Estados Unidos. Y todo en un idioma del que solo se sabía dos palabras. En la cancha no le entendía al entrenador y sus compañeros tenían que esforzarse el doble porque él, perdido, no podía seguir sus indicaciones y se quedaba inmóvil en mitad del maderamen. O corría en dirección contraria o se desconcentraba. Todo menos sincronizarse con el equipo. Y apareció el miedo lógico: ¿Y si no puedo jugar ni un minuto?
La angustia lo obligó a llamar a casa a encomendar sus dudas a la persona más sensata que conoce, su mamá. “Me quiero devolver, extraño la casa”, le decía mientras el llanto lo ahogaba. Y cariñosa le respondía la mamá: “Pero ya está allá hijo. Aguante, aproveche, aprenda”.
Cuando el tiempo pasa los problemas que un día nos parecían enormes, con la mirada del ahora, los vemos más pequeños. Así fue para Ibargüen. Se esforzó y sin más lamentos sacó las cosas adelante. Se graduó de economía y brilló en el baloncesto universitario. No le alcanzó para el Draft de la NBA, pero sí para llegar a Europa. Primero a Países Bajos y después a España.
Y con el tiempo se volvió líder de la selección de Colombia, como lo soñó un día. Y llegó con viejos conocidos como Mendoza, su amigo de adolescencia, o Hansel Atencia, otro de los que se encontró en su periplo norteamericano. “Los basquetbolistas de esta generación nos queremos como hermanos. Hemos compartido mucho tiempo juntos. Cada uno tiene su camino y sus propias experiencias, y sabemos que nuestras historias les están abriendo las puertas a las generaciones que vienen. Con nuestro trabajo, ellos podrán jugar afuera, viajar, estudiar y tratar de llevar el baloncesto colombiano lo más alto que se pueda”.
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Ibargüen vuelve a la liga colombiana a jugar con un equipo que ya conoce y con el que estuvo en 2021: Cafeteros de Armenia. La ilusión, retar el dominio de Titanes de Barranquilla, que llega con cinco títulos consecutivos en su historial y es gran favorito al título. “La liga ha crecido mucho estos años. Creo que cualquier equipo puede dar la sorpresa. Tengo amigos en Titanes y habría sido bonito jugar con ellos, pero también vine a Cafeteros por el reto de ganarles el campeonato”.
Para pensar en el futuro va hacia atrás. Recuerda esas charlas con las que empezó su carrera. Esos días en los que llegar a la NBA era un sueño. Y lo reconforta saber que ya no estamos tan lejos, que uno de los nuestros, Echenique, su amigo de toda la vida, ya estuvo ahí. La ilusión sigue viva. Ese día, en el que se supo que jugaría para los Wizards de Washington se llamaron todos, los de la generación actual. Y celebraron. Era una alegría propia, pero en cuerpo ajeno. La felicidad que impulsa los días de Andrés Ibargüen, la de sus amigos y las charlas que lo hicieron enamorarse del deporte que le dio sentido a su vida.
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