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¿Cómo empezó todo? Ni el mismo lo recuerda. Seguramente fue en la Plaza de Toros de la Macarena en Medellín, el lugar al que su tío lo llevó cuando apenas superaba los 10 años, para cumplir la aspiración de aquel niño que soñaba con ser torero.
A Fernando Botero, que falleció este viernes en Mónaco a los 91 años, lo asombró el espectáculo, por supuesto. El culto a la muerte y el homenaje al poderío humano que, en todo su esplendor, se congregaban en aquella plaza. La pompa y la fanfarria alrededor de la agonía del toro en la celebración iracunda de las gradas que ante aquel niño, la primera vez, pareció un asunto tan bello. Un “arte” que amó desde entonces y que defendió hasta el último de sus días. “Los toros existirán siempre. Los prohibirán en algún lado, pero perdurarán ante el paso del tiempo porque forman parte de la cultura universal”, dijo en una entrevista.
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Entre los callejones y pasillos de aquella plaza, hubo una pasión mucho más fuerte que despertó ante los ojos de aquel niño. En las paredes pintadas de blanco que soportaban la humedad a espaldas de la corrida, mucho antes de la barrera, en los túneles en los que aguardaban las inocentes bestias antes de salir a batirse con las figuras danzantes de los matadores. Allá, en el eco vacío del detrás de escena, Fernando Botero se encontró con los primeros cuadros que inspirarían su obra.
Vio los dibujos y frescos de grandes toreros ovacionados en sus corridas; los músculos dibujados de toros bravíos, esculpidos por el pincel y asesinados por la espada y muleta; la fiesta montada bordeando el rodeo. Familias y espectadores agolpados en las graderías, un público expectante, vociferante y enfurecido, borracho de aguardiente y manzanilla. Todo grabado en la memoria de la pintura y el trazo, una fiesta incluso más emocionante que la que descubrió después entre la arena.
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“A lo mejor soy pintor por eso”, reconoció en otra entrevista Botero, que fascinado por aquellos cuadros y asustado ante los kilos de las bestias ya en el rodeo, cuando dio su frustrado y efímero paso como torero, se entregó a la pintura y al arte. Inspirado en la tauromaquia, por amor a los toros, pero también por temor a ellos.
Con esos cuadros, los toros que quedaron plasmados en sus primeros dibujos, ganó sus primeros pesos. Y en la grada, alejado ya del sueño que lo llevó primero a la plaza, su obra se fue por otros caminos. En Europa, tan intuitivamente como los toros inspiraron sus primeras pinturas, se interesó, entre sus largas tardes de caminatas y observación en los museos, por el volumen y las “figuras rotundas”, la manera en la que el mismo llamaba a su arte, viendo las obras de Velázquez, Goya o Tintoretto. No quería ser Picasso, era lo que tenía claro, buscaba plasmar con su propia mirada las líneas que definirían su legado.
Lo encontró por casualidad, en 1956, al dibujar en un bodegón una mandolina. Así lo recordó su hija, Lina Botero, en una charla en honor a la memoria de su papá. Fue en ese momento cuando descubrió en la curvatura de la boca del instrumento la proporción dispar que inspiró sus figuras volumétricas. Una deformidad que él volvió poesía y que descubrió casi 15 años después de esas tardes en las que, por curiosidad de las corridas, empezó a pintar.
Su arte lo definió Mario Rivero como una “lucidez a la poética clásica”, en un artículo que recoge el Banco de la República y que se titula ‘En la pintura de Fernando Botero: De la bella al monstruo (1967)’.
“Esta poética de la ironía deriva en Fernando Botero de la estética de la lucidez, que actúa en oposición a la poética clásica que convierte la perfección formal en un lugar común. Por medio de variaciones equívocas e ingeniosas de un gran cliché artístico, Botero insiste en la disolución de lo estético convencional. No descompone, como lo hizo Marcel Duchamp con un bigote de carabinero, el misterio-convención de Monalisa, pero de todos modos rebaja la imagen hiperbólica, la rescata como término estereotipado de una visión superficial”, lo definió Rivero.
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Fernando Botero, que murió ante el lamento de todo el mundo, se volvió un artista universal. Logró trascender a partir de lo que le reveló su propia mirada. Sus cuadros, sus esculturas y sus dibujos tienen esa estética opuesta al cliché, que define Rivero, que es tan auténtica de su propio descubrimiento.
Más de una vez volvió en sus pinturas a sus orígenes. A esa primera mirada que le abrió los ojos ante el destino. Y con su visión ya consagrada ante el mundo, pintó más de una vez esa plaza en la que, instruido por Aranguito, un banderillero famoso en toda Antioquia, soñaba con ser torero mucho antes de querer pintar las corridas. Cuando quería danzar con el toro antes que con el lienzo. Tiempos aquellos en los que imagina que, entre vítores y gritos furibundos, su nombre sería recordado por matar un toro antes que por pintarlo.
Años lejanos en los que el esplendor del arte le fue revelado entre el rojo de la sangre que pintaba la arena y el negro pelaje de la bestia herida. Entre los destellos de las castañuelas y las paletas estalladas, a veces pálida y otras, brillante, de los diestros que asesinaban, a la luz de los gritos y el fulgor de los aficionados, a los animales arrebatados que, indefensos, salían a una fiesta que les resultaba tan ajena y violenta. Ahí, escondido entre el barullo de la fiesta brava, entre el rojo opaco de la grada y el amarillo pálido del rodeo, los primeros colores que inspirarían a un hombre universal, nació un artista revolucionario.
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