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Íngrit Valencia sale del ascensor del hotel Tequendama, en el centro de Bogotá, y luego de inspeccionar el suntuoso lobby con la mirada, ubica -por la cámara y el trípode- al periodista con el que tiene una cita. La caucana saluda con un apretón de manos que no es apretón por lo delicado, y se sienta en un sofá de cuero para empezar la entrevista.
Es el 22 de noviembre de 2016. Han pasado tres meses y cuatro días desde que perdió con la francesa Sarah Ourahmoune y obtuvo la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Río. Y Valencia, con una sonrisa pueril, empieza a hablar de ella. Y lo primero que dice, a modo de advertencia intuyendo la pregunta inicial, es que no tuvo una infancia violenta a pesar de crecer en Cauca.
Que en la vereda El Arenal, del municipio de Morales, todo era naturaleza y una vida un poco silvestre, de ir a nadar y a pescar a la represa Salvajina y de recoger leña, plátano y yuca.
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“La tranquilidad del campo. Sí, uno escuchaba por mis abuelos de la guerra, pero no tuve ninguna experiencia”. Entonces Valencia sigue hablando del pasado como si estuviera ocurriendo ahora. Y dice que a los 13 años se fue para Cali, al barrio El Retiro, en Aguablanca. Y ahí sí supo de las balas y de los peligros. “No salía mucho por miedo a quedarme metida en el fuego cruzado. Era duro”.
El rechazo de sus compañeros de colegio la acongojó, pero más que eso le enseñó a defenderse de los que se burlaban de su acento, de su ropa y de sus maneras, muy campesinas. “Los profesores no veían lo que ellos me hacían, pero sí se daban cuenta cuando me defendía y por eso me castigaban”.
Los altercados se hicieron más frecuentes, y las expulsiones. Y la solución que encontraron fue que Valencia practicara un deporte para canalizar tanta energía. “Quería jugar fútbol, pero no había para guayos ni canilleras. Y tocó boxeo”. Si bien no le llamó la atención la preparación física y eso de darle vueltas a la cancha de fútbol del barrio y de hacer abdominales y flexiones, quedó pasmada cuando vio los guantes y la forma en la que los niños más avanzados esquivaban los golpes.
“El compromiso era que me firmaban un papelito en los entrenamientos y con eso me dejaban entrar al colegio”. Valencia empezó a mejorar y entendió -como ella dice- que las palabras para solucionar los problemas y los puños para el cuadrilátero.
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En 2005, con 17 años, quedó embarazada y tuvo que retirarse del boxeo. Y el presente y la realidad, que son lo mismo, la obligaron a conseguir trtabajo para asumir responsabilidades. Con voluntad suficiente aceptó ir a una mina de carbón, con casco y linterna, y meterse por el socavón hasta las entrañas de la tierra para sacar el mineral.
Y con su ligera humanidad empujó muchas veces el pesado carro hasta la superficie. “Era complicado, durísimo”. También fue cocinera en una obra de construcción y vendió cuando pudo en las calles.
En un salto abrupto, la entrevista tomó otro curso y pasó a Río de Janeiro y al 18 de agosto de ese año. Valencia rememora la pelea con Ourahmoune, más pequeña que ella, muy ágil, el combate parejo y la decisión de los jueces.
“Dos la vieron como ganadora a ella, el otro dio un empate”. Fue la primera medalla para una colombiana en el boxeo olímpico (51 kilogramos), una muestra inefable de las ganas y la dignidad de una deportista a la que empezaron a llamar como la pionera en el país. “Ojalá para los próximos Juegos haya más mujeres. Que vean esto como el primer paso de tantos que debemos dar”.
Valencia se levanta, el tiempo apremia y tiene una cita en el Comité Olímpico. Ya no se despide de mano, sino con un abrazo, bastante cálido. Se dirige al ascensor del hotel, pero de repente se da vuelta y con una entonación triunfal dice: “No se le olvide poner Íngrit, con ‘T’ al final. Culpa de un notario que no puso mucha atención”.
Han pasado cuatro años, ocho meses y cinco días desde esa entrevista, muchas victorias, unas pocas derrotas (cayó en los cuartos de final del Mundial de Rusia en 2019) y la experiencia que dan los golpes certeros y profundos, sobre todo los recibidos.
Y la consigna es la misma: flotar como una mariposa, picar como una abeja -diría Muhammad Ali- y pegar con la mano izquierda tanto como sea posible. Eso sí, sin dejar alcanzarse, porque en la defensa está basada la mitad del éxito sobre el cuadrilátero, el éxito que necesita para lograr el oro en Tokio 2020.
Por: Camilo Amaya