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La hija dorada del barrio Mariano Ramos

A los 13 años, María Isabel Urrutia fue descubierta por un entrenador que observó su capacidad para el atletismo; no obstante, fue gracias a la halterofilia que alcanzó la cima. Esta es su exitosa historia.

Fernando Camilo Garzón
25 de abril de 2021 - 02:00 a. m.
Han pasado 21 años desde que María Isabel Urrutia consiguió la medalla de oro en Sídney.
Han pasado 21 años desde que María Isabel Urrutia consiguió la medalla de oro en Sídney.
Foto: Ilustración: William Botía
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La mamá de María Isabel Urrutia nunca quiso verla levantando pesas porque le daba miedo que se le cayeran encima. La primera vez que la vio, por televisión, fue cuando compitió en Sídney, en los Juegos Olímpicos de 2000, en los que Urrutia ganó la primera medalla de oro en la historia de Colombia.

Ella no siempre fue pesista, primero practicó el atletismo. Lo hizo desde su infancia en Cali, en el barrio Mariano Ramos, cuando Daniel Balanta, entrenador de la Liga de Atletismo del Valle, la vio jugando fútbol en el parque de su barrio y se dio cuenta de que tenía condiciones para ser atleta.

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Su infancia no fue sencilla, pues pasó muchas necesidades. Muy temprano su familia se mudó de Candelaria, municipio donde nació María Isabel, a buscar un mejor futuro en Cali. Por eso, cuando inició en el mundo del deporte, su padre le dijo que era mejor que buscara otras oportunidades que le permitieran trabajar y ganar dinero para poder comer. Sin embargo, ella no quería dejar el atletismo, porque sentía que era realmente buena y empezaba a tener el sueño de que con el deporte podía alcanzar la cima y llegar a la gloria.

Los resultados llegaron rápido. En su adolescencia Urrutia lo ganó todo y fue campeona en cada categoría de lanzamiento de disco y de bala que disputó. Esa era la principal razón por la que no quería dejar de lado su anhelo, así que, cuando ya empezaba a hacerse adulta, decidió buscar trabajo para mantener viva su ilusión.

Lo consiguió en Empresas Municipales de Cali, pero sus horarios eran demoledores. Se despertaba todos los días a las tres de la madrugada y se iba a trabajar. Entraba a las seis de la mañana y salía a las dos de la tarde. De ahí, se iba a entrenar nuevamente y en la noche estudiaba para poder entrar a la universidad. Así vivió la misma rutina durante años. Un camino duro del que se siente muy orgullosa porque, más que difícil, lo considera gratificante, el fruto de su esfuerzo y su ahínco.

Para la generación de deportistas de los años 60, triunfar en la alta competencia era una quimera. No había sueldo, había poco apoyo, escasa infraestructura y una organización deficiente.

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De sus viajes por el mundo lo que más recuerda María Isabel Urrutia, además de las competencias, son los metros subterráneos en Europa. Para ella, viajar y competir era casi un milagro. Dependía, en gran medida, del interés y el apoyo de algún empresario que le diera para comprar los tiquetes que ella no podía costear. Por eso, en esas travesías, dormir en una cama era un lujo. Urrutia se acostaba donde el sueño la alcanzara y muchas veces, cuando la policía no molestaba, ese lugar era el metro de la ciudad. Allí acampaba en las noches, incubando sueños olímpicos en los suelos subterráneos para salir a competir al otro día.

Así fue casi toda su carrera, hasta los últimos años. La vida le cambiaría a María Isabel Urrutia a partir de los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988. Allí conoció al entrenador búlgaro Gantcho Karouskov que, después de las justas, la convenció de empezar a practicar con las pesas porque le veía condiciones para ser campeona olímpica. Urrutia aceptó, pero no quiso dejar de lado el atletismo; sin embargo, con el correr de los años el cuerpo, desgastado, empezó a pasarle factura.

A pesar de quedar campeona en ambas disciplinas, a cinco años de los Olímpicos de Sídney, Urrutia tuvo que decidirse por una de ellas. Al final, comparó sus opciones y, con 24 medallas en campeonatos mundiales a cuestas, decidió que las pesas eran el mejor camino para quedarse con la medalla dorada en las justas olímpicas, su gran objetivo.

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En Sídney, el día de su victoria, cuando Urrutia se enteró de que había obtenido la presea de oro estaba encerrada en una sala antidopaje. Después de levantar las 245 libras que le dieron el campeonato en la categoría de los 75 kilos, a María Isabel le tocó ir a hacerse la prueba de dopaje. En ese cuarto estaba ansiosa, no podía ver los resultados. Le gritaba a su entrenador, preguntándole quién había ganado, pero no la escuchaba, estaba aislada.

Al salir, corrió a preguntarle a Gantcho: “Y entonces, ¿cómo quedamos?”, y él le respondió: “Perdimos, quedamos cuartos”.

Por unos segundos, María Isabel Urrutia sintió el peso del fracaso y empezó a llorar. Al ver su reacción el entrenador se arrepintió de la broma y le dijo: “Mentiras, quedamos campeones olímpicos”. Las lágrimas de felicidad no se hicieron esperar y ambos se abrazaron por el histórico triunfo del deporte colombiano.

María Isabel no paró nunca. Con los años también se volvería congresista, una de las etapas que más la enorgullece porque siente que contribuyó a mejorar las condiciones laborales de los futuros deportistas. “Logramos legislaciones que hoy nos permiten disfrutar de campeonas como Mariana Pajón y Catherine Ibargüen”, dice.

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Hoy, cuando es preparadora de deportistas en Bogotá y entrena a tres pesistas que aspiran a participar en las justas de Tokio, después de una vida llena de éxitos, a María Isabel Urrutia lo único que le causa tristeza es no tener a su mamá. Tras su medalla en Sídney ella jamás volvió a perderse una competencia. “Le encantaba la farándula”, recuerda Urrutia, mientras se ríe. Sin embargo, le llena el alma pensar que su madre la vio triunfar y siempre estuvo para ella; desde cuando era niña y jugaba yermis y fútbol en el parque Mariano Ramos, el lugar que la vio surgir y ahora lleva su nombre.

Por: Fernando Camilo Garzón - @FernandoCGarzon

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