‘La Máquina de jugar ajedrez’: José Raúl Capablanca
Hace 136 años nació uno de los más grandes genios del ajedrez, en Cuba, y por eso, año tras año, se celebra el día del ajedrecista en todo el mundo.
Juan Diego Forero Vélez
Hay personas que nacen con un don; personas especiales. José Raúl Capablanca nació en La Habana, en un pequeño hogar de la isla, caluroso, húmedo y meloso. Su padre solía jugar partidas de ajedrez con sus amigos en las tardes. Mientras José María Capablanca, jugaba, el jovén Raúl miraba anonadado el movimiento de las piezas y aprendía en silencio.
Aprendió a jugar ajedrez a los 4 años; antes de saber cómo correr y mucho antes de acostumbrarse a mentir. Cuenta él mismo que aprendió gracias a las muchas tardes que pasó viendo las partidas larguísimas y cansinas de su padre. A los 4 años, según él recuerda, hubo una partida que lo marcó para siempre, una que su padre jugaba con Francisco de Paula Loño y Perez, un político español para el que José María trabajaba. Capablanca, aún pequeño, con la conciencia límpida, acusó a su padre de hacer trampa luego de verlo mover un caballo de forma indebida, y ante las carcajadas burlonas, preso de la ira, retó a su progenitor a una partida para validar su punto, de la cual, salió victorioso.
Pasaron, entonces, unos años deliciosos junto a su padre en el Club de Ajedrez de La Habana, donde el joven Capablanca terminó por desentrañar a pedazos el tablero de ajedrez y donde conoció por completo la verdadera naturaleza de las piezas, hasta el punto de poder extraer de ellas sus pequeñas almas de madera pulida. Tanta era la confianza y la duda sobre el nivel de su habilidad que no pudo resistirse a retar al mejor jugador cubano del momento, a Juan Corzo, Campeón Nacional, contra el que perdió con un puntaje acumulado, muy reñido, de 9 contra 8.
No era un secreto para nadie que el joven cubano tenía habilidades únicas, pero a partir de ese momento la vida se tornó un poco más difícil. La genialidad, por sí sola, no le alcanzaba para pagar los costosos estudios en el extranjero con los que tanto soñaba, ni a él ni a su familia, así que se vio forzado a elegir entre el ajedrez y la vida; sin saber que ambas estaban, tan entrelazadas en su interior, que separarse de una significaba perder la otra para siempre.
José Raúl Capablanca tuvo que tomar una decisión y tuvo que hacerlo rápido. Decidió irse a estudiar a Estados Unidos patrocinado por Ramón Pelayo de la Torriente, que, embelesado con el talento e ingenio de Capablanca, se ofreció a pagar su educación, para que este le gestionara sus negocios azucareros en Cuba al volver, pero no contó con que el amor de Capablanca por el deporte sería tan fuerte, que lo obligaría a abandonar la Universidad de Columbia dos años después de iniciar la carrera de ingeniería química.
Y mientras todo esto pasaba, el mundo y el ajedrez sufrían cambios importantes, que pronto alcanzarían a Capablanca y a sus motivaciones y anhelos. Unos años antes, por ejemplo, Wilhelm Steinitz había inventado el título de Campeón del Mundo, aunque había olvidado plantear una forma clara y democrática de perderlo o de, al menos, competir por dicho honor, siendo él, por derecho, el primero en obtenerlo, sin mayor explicación que la arrogancia y el ego; pero, y aunque muchos no estuvieron de acuerdo, la verdad es que ningún jugador de la época pudo arrebatárselo en las muchas partidas a las que terminó cediendo para demostrar su supremacía. Sin embargo, el derecho legítimo de Campeón del Mundo no puede pertenecer a una sola persona; nadie puede vivir tanto y ningún jugador es invencible.
Así fue cómo, en 1894, el alemán Emanuel Lasker se convirtió en Campeón Mundial de ajedrez, derrotando al legendario Wilhelm Steinitz, en Montreal (Canadá), lo que lo llevó a convertirse en el nuevo mejor jugador del planeta, sin discusión, título al que se aferró de forma despiadada y sofocante por muchos años. Tan bueno era, que hasta el día de hoy sigue siendo el jugador que más tiempo ha vestido la corona, por 27 años consecutivos.
Pero a Capablanca, que llevaba ya varios años derrotando a rivales sin esfuerzo en Nueva York, no le sentó del todo bien el tiránico reinado de Lasker, así que decidió retarlo en más de una ocasión por el título de Campeón del Mundo, hasta que el alemán, aterrado con la terquedad del retador, decidió aceptar, pues en esa época el título se jugaba luego de largas negociaciones entre el campeón y el retador. Tanto mutismo y tanta negativa solo lograron retrasar lo inevitable; el genio cubano derrotó al eterno rey y se coronó en 1921.
José Raúl Capablanca fue el tercer ajedrecista en proclamarse Campeón del Mundo; y logró retener su título hasta que Alexander Alekhine lo venció en Buenos Aires, en 1927. El cubano es el segundo jugador que más partidas consecutivas ha ganado en la historia, un total de 63, entre 1916 y 1924, y también es el tercer jugador que más partidas en simultaneas ha jugado, contra un total de 103 oponentes; obteniendo 102 victorias y 1 empate.
‘La máquina de jugar ajedrez’, como algunos lo llamaban, murió a los 53 años en Nueva York, su segundo hogar, debido a una isquemia cerebral sufrida junto a un tablero de ajedrez en el Manhattan Chess Club, y lo hizo un año después de que muriera Juan Corzo, quien le ganara en 1901 por el Campeonato Nacional de Ajedrez en Cuba; su primer gran rival, quien sentó los precedentes de su figura cuando aún era un niño y quien predijo su éxito y vaticinó su gloria.
El 19 de noviembre, en Cuba, suelen hacerse fiestas, se juegan partidas de ajedrez, se canta, se baila, se come y se pintan murales en su honor. En el mundo, se celebra el día del ajedrecista. Hasta la fecha, José Raúl Capablanca es el único Campeón Mundial de ajedrez nacido en un país latinoamericano.
“Hubo un tiempo en mi vida donde estuve muy cerca de pensar que no podría nadie ganarme una partida de ajedrez. Después de eso, fui derrotado, y el juego perdido me transportó de vuelta, del país de los sueños, a la tierra. Es por eso que no considero que nada sea más saludable que una derrota en el momento justo”, dijo José Raúl Capablanca una vez, para demostrar que no solo era un genio del ajedrez, sino uno muy humilde.
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Hay personas que nacen con un don; personas especiales. José Raúl Capablanca nació en La Habana, en un pequeño hogar de la isla, caluroso, húmedo y meloso. Su padre solía jugar partidas de ajedrez con sus amigos en las tardes. Mientras José María Capablanca, jugaba, el jovén Raúl miraba anonadado el movimiento de las piezas y aprendía en silencio.
Aprendió a jugar ajedrez a los 4 años; antes de saber cómo correr y mucho antes de acostumbrarse a mentir. Cuenta él mismo que aprendió gracias a las muchas tardes que pasó viendo las partidas larguísimas y cansinas de su padre. A los 4 años, según él recuerda, hubo una partida que lo marcó para siempre, una que su padre jugaba con Francisco de Paula Loño y Perez, un político español para el que José María trabajaba. Capablanca, aún pequeño, con la conciencia límpida, acusó a su padre de hacer trampa luego de verlo mover un caballo de forma indebida, y ante las carcajadas burlonas, preso de la ira, retó a su progenitor a una partida para validar su punto, de la cual, salió victorioso.
Pasaron, entonces, unos años deliciosos junto a su padre en el Club de Ajedrez de La Habana, donde el joven Capablanca terminó por desentrañar a pedazos el tablero de ajedrez y donde conoció por completo la verdadera naturaleza de las piezas, hasta el punto de poder extraer de ellas sus pequeñas almas de madera pulida. Tanta era la confianza y la duda sobre el nivel de su habilidad que no pudo resistirse a retar al mejor jugador cubano del momento, a Juan Corzo, Campeón Nacional, contra el que perdió con un puntaje acumulado, muy reñido, de 9 contra 8.
No era un secreto para nadie que el joven cubano tenía habilidades únicas, pero a partir de ese momento la vida se tornó un poco más difícil. La genialidad, por sí sola, no le alcanzaba para pagar los costosos estudios en el extranjero con los que tanto soñaba, ni a él ni a su familia, así que se vio forzado a elegir entre el ajedrez y la vida; sin saber que ambas estaban, tan entrelazadas en su interior, que separarse de una significaba perder la otra para siempre.
José Raúl Capablanca tuvo que tomar una decisión y tuvo que hacerlo rápido. Decidió irse a estudiar a Estados Unidos patrocinado por Ramón Pelayo de la Torriente, que, embelesado con el talento e ingenio de Capablanca, se ofreció a pagar su educación, para que este le gestionara sus negocios azucareros en Cuba al volver, pero no contó con que el amor de Capablanca por el deporte sería tan fuerte, que lo obligaría a abandonar la Universidad de Columbia dos años después de iniciar la carrera de ingeniería química.
Y mientras todo esto pasaba, el mundo y el ajedrez sufrían cambios importantes, que pronto alcanzarían a Capablanca y a sus motivaciones y anhelos. Unos años antes, por ejemplo, Wilhelm Steinitz había inventado el título de Campeón del Mundo, aunque había olvidado plantear una forma clara y democrática de perderlo o de, al menos, competir por dicho honor, siendo él, por derecho, el primero en obtenerlo, sin mayor explicación que la arrogancia y el ego; pero, y aunque muchos no estuvieron de acuerdo, la verdad es que ningún jugador de la época pudo arrebatárselo en las muchas partidas a las que terminó cediendo para demostrar su supremacía. Sin embargo, el derecho legítimo de Campeón del Mundo no puede pertenecer a una sola persona; nadie puede vivir tanto y ningún jugador es invencible.
Así fue cómo, en 1894, el alemán Emanuel Lasker se convirtió en Campeón Mundial de ajedrez, derrotando al legendario Wilhelm Steinitz, en Montreal (Canadá), lo que lo llevó a convertirse en el nuevo mejor jugador del planeta, sin discusión, título al que se aferró de forma despiadada y sofocante por muchos años. Tan bueno era, que hasta el día de hoy sigue siendo el jugador que más tiempo ha vestido la corona, por 27 años consecutivos.
Pero a Capablanca, que llevaba ya varios años derrotando a rivales sin esfuerzo en Nueva York, no le sentó del todo bien el tiránico reinado de Lasker, así que decidió retarlo en más de una ocasión por el título de Campeón del Mundo, hasta que el alemán, aterrado con la terquedad del retador, decidió aceptar, pues en esa época el título se jugaba luego de largas negociaciones entre el campeón y el retador. Tanto mutismo y tanta negativa solo lograron retrasar lo inevitable; el genio cubano derrotó al eterno rey y se coronó en 1921.
José Raúl Capablanca fue el tercer ajedrecista en proclamarse Campeón del Mundo; y logró retener su título hasta que Alexander Alekhine lo venció en Buenos Aires, en 1927. El cubano es el segundo jugador que más partidas consecutivas ha ganado en la historia, un total de 63, entre 1916 y 1924, y también es el tercer jugador que más partidas en simultaneas ha jugado, contra un total de 103 oponentes; obteniendo 102 victorias y 1 empate.
‘La máquina de jugar ajedrez’, como algunos lo llamaban, murió a los 53 años en Nueva York, su segundo hogar, debido a una isquemia cerebral sufrida junto a un tablero de ajedrez en el Manhattan Chess Club, y lo hizo un año después de que muriera Juan Corzo, quien le ganara en 1901 por el Campeonato Nacional de Ajedrez en Cuba; su primer gran rival, quien sentó los precedentes de su figura cuando aún era un niño y quien predijo su éxito y vaticinó su gloria.
El 19 de noviembre, en Cuba, suelen hacerse fiestas, se juegan partidas de ajedrez, se canta, se baila, se come y se pintan murales en su honor. En el mundo, se celebra el día del ajedrecista. Hasta la fecha, José Raúl Capablanca es el único Campeón Mundial de ajedrez nacido en un país latinoamericano.
“Hubo un tiempo en mi vida donde estuve muy cerca de pensar que no podría nadie ganarme una partida de ajedrez. Después de eso, fui derrotado, y el juego perdido me transportó de vuelta, del país de los sueños, a la tierra. Es por eso que no considero que nada sea más saludable que una derrota en el momento justo”, dijo José Raúl Capablanca una vez, para demostrar que no solo era un genio del ajedrez, sino uno muy humilde.
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