La poesía del baloncesto, según el célebre entrenador Phil Jackson
Capítulo de “Once anillos”, el libro publicado en español bajo el sello Rocabolsillo. Baloncesto, coaching y liderazgo se mezclan en estas memorias repletas del técnico once veces campeón de la NBA.
Phil Jackson y Hugh Delehanty * / Especial para El Espectador
Con frecuencia me piden que revele el secreto de los Bulls de la temporada 1995-96, que algunos consideran el mejor equipo de baloncesto que ha existido. ¿Cómo es posible que un equipo que en mayo no tenía nada que hacer se transformase, en cuestión de meses, en un conjunto imbatible? La respuesta sencilla consistiría en afirmar que tuvo que ver con las superestrellas: Michael Jordan, Scottie Pippen y Dennis Rodman. En este deporte, el talento solo te permite llegar hasta cierto punto.
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Con frecuencia me piden que revele el secreto de los Bulls de la temporada 1995-96, que algunos consideran el mejor equipo de baloncesto que ha existido. ¿Cómo es posible que un equipo que en mayo no tenía nada que hacer se transformase, en cuestión de meses, en un conjunto imbatible? La respuesta sencilla consistiría en afirmar que tuvo que ver con las superestrellas: Michael Jordan, Scottie Pippen y Dennis Rodman. En este deporte, el talento solo te permite llegar hasta cierto punto.
Otros equipos han tenido jugadores mucho más brillantes que los Bulls y no lograron nada ni remotamente parecido a nuestro éxito. Otra explicación podría hacer referencia a la magia del triángulo ofensivo, si bien hasta Tex Winter reconocería que el triángulo solo constituye una parte de la respuesta.
A decir verdad, fue una confluencia de fuerzas la que en el otoño del 1995 transformó a los Bulls en una nueva estirpe de equipo campeón. Desde la perspectiva del liderazgo tribal, los Bulls estaban en fase de pasar de equipo del estadio 4 al estadio 5. La primera serie transformó a los Bulls de un equipo «Soy genial y tú no» en un equipo «Somos geniales y ellos no». En la segunda serie el equipo adoptó una perspectiva más amplia: «La vida es genial». Mediada la temporada, tuve claro que no era la competición en sí misma la que impulsaba al equipo sino, lisa y llanamente, el gozo del deporte propiamente dicho.
Ese baile era nuestro y el único equipo que podía competir con nosotros era el formado por nosotros mismos. El primer avance decisivo fue el cambio de visión. Inmediatamente después de perder ante Orlando en los play-offs de 1995, me di cuenta de que necesitábamos volver a imaginar la manera en la que empleábamos a nuestros hombres pequeños. A mediados de la década de 1990, la mayoría de los equipos contaban con bases bajos.
El dogma de la NBA sostenía que, a menos que pudieses encontrar otro Magic Johnson, la mejor estrategia consistía en situar hombres pequeños como bases para mantener el ritmo de los creadores veloces y menudos que por aquel entonces dominaban la liga. Tras ver a Scottie Pippen en esa posición, había aprendido que poner de base a un jugador de dos metros con una envergadura extraordinariamente larga creaba toda clase de posibilidades fascinantes.
Me pregunté qué sucedería si situábamos simultáneamente en la pista a tres bases altos y de brazos largos. No solo desencadenaría desajustes defensivos a los otros equipos, sino que mejoraría inconmensurablemente la defensa, ya que los bases corpulentos podrían cambiar de posición y defender a los postes sin tener que doblar el marcaje. También nos permitiría prescindir de la presión constante en toda la pista, que afectaba de modo negativo a alguno de nuestros jugadores de más edad. Con los bases corpulentos conseguiríamos presionar más eficazmente detrás de la línea de tres.
Durante las vacaciones hubo que decidir a qué jugadores dejábamos en libertad para que se presentasen al draft de expansión. Tuvimos que elegir entre B. J. Armstrong, nuestro actual base, y Ron Harper, nuestro anterior escolta en ciernes, que había sido desplazado cuando Michael regresó a la alineación. No me gustó nada tener que renunciar a B. J. Era un base firme con un buen lanzamiento de tres y fiable en la defensa. Sin embargo, medía 1,88 metros y pesaba 79 kilos, por lo que no era lo bastante corpulento como para cambiar de posición y defender a jugadores más fuertes o doblar el marcaje de grandes pívots como Shaquille O’Neal. Pese a que no había satisfecho las expectativas como anotador, Ron se adaptaba bien al triángulo y era un buen defensor de equipo.
Como base también era corpulento, ya que medía 1,98 metros y pesaba 84 kilos, además de poseer la fuerza y la capacidad atlética para jugar prácticamente en cualquier posición. Por lo tanto, Jerry Krause y yo decidimos quedarnos con Ron. En la reunión de fin de año comuniqué a Ron que tenía grandes planes para él en la temporada 1995-1996, si bien era necesario que mejorara su condición y se reinventase como jugador defensivo más que como amenaza anotadora. El paso a una estrategia de bases corpulentos suponía una transformación filosófica significativa para el equipo y, si funcionaba, nos volvería más flexibles, más fulminantes e incontenibles.
El segundo avance importante consistió en contratar a Dennis Rodman como ala-pívot. Durante las vacaciones preparamos una lista de posibles candidatos y Rodman figuraba el último. Aunque ya habíamos hablado de incorporar a Dennis, la idea nunca atrajo demasiado a Krause, quien decía que Rodman no era «nuestra clase de jugador». En 1993, después de ser traspasado a San Antonio desde Detroit, Dennis tuvo dificultades para adaptarse a la cultura de los Spurs, pese a que destacó como mejor reboteador de la liga. Se saltaba las normas, llegaba tarde a los entrenamientos, hacía tonterías en la pista y lucía ropa llamativa y joyas.
A decir verdad, la directiva de San Antonio estaba tan harta de sus payasadas rebeldes que Muphil Jackson muchas veces lo multó por valor de varios miles de dólares y lo dejó en el banquillo durante el quinto y decisivo encuentro de las finales de la Conferencia Oeste de 1995, que los Spurs perdieron con los Houston Rockets. Aunque compartía parte de las preocupaciones de Jerry, las excentricidades de Dennis no me preocupaban tanto como su estilo egoísta de juego. Entrenadores que habían trabajado con él habían comentado que estaba tan obcecado por rebotear que era reacio a ayudar a sus compañeros de equipo en la defensa.
También me pregunté si podría jugar con Michael y con Scottie, que estaban resentidos por la manera brutal en que Dennis había tratado a los Bulls cuando formaba parte de los Pistons. El ojeador Jim Stack pensó que podíamos perder a Rodman si no actuábamos deprisa, por lo que Jerry decidió analizar seriamente la posibilidad de ficharlo. Dos semanas después, Jerry me invitó a su casa para que conociera a Rodman y a Dwight Manley, su representante.
Cuando llegué, Dennis estaba espatarrado en el sofá con gafas de sol y gorra de rapero. Permaneció mudo durante la charla, por lo que quise hablar con él en privado en el patio. Solo le interesaba saber cuánto le pagaríamos. Respondí que los Bulls pagaban por rendimiento, no por promesas, y que si estaba a la altura de su potencial ya lo cuidaríamos bien. Al día siguiente volví a reunirme con Dennis en la sala tribal del Berto Center. En esa ocasión se mostró más receptivo. Le pregunté qué había ido mal en San Antonio. Repuso que todo comenzó cuando invitó a Madonna, con la que por aquellas fechas salía, a visitar el vestuario una vez terminado el partido. El frenesí mediático que se desató molestó a la directiva del club.
Manifesté mi preocupación por su fama de egoísta. Acotó que, en San Antonio, el verdadero problema fue que se hartó de ayudar al pívot David Robinson, quien, según dijo, se sentía intimidado por Hakeem Olajuwon, de Houston.
—La mitad de los jugadores de los Spurs guardaban los cojones en el congelador antes de salir de casa —añadió sarcásticamente.
Reí y pregunté:
—¿Te ves capaz de dominar el triángulo?
—No es un problema para mí, desde luego —contestó—. El triángulo consiste en buscar a Michael Jordan y pasarle el balón.
—Para empezar no está mal. —Entonces nos pusimos serios—. Si te ves capaz de realizar este trabajo, firmaré el acuerdo. Recuerda que no podemos fallar. Estamos en condiciones de ganar el campeonato y de verdad que queremos regresar a lo más alto.
—De acuerdo.
A continuación, Dennis echó un vistazo a los objetos de los aborígenes norteamericanos que decoraban la estancia y me mostró el collar que le había regalado un ponca de Oklahoma. Nos quedamos un rato en silencio. Dennis era hombre de pocas palabras pero, al estar así, tuve la seguridad de que respondería por nosotros. Aquella tarde nos comunicamos a un nivel no verbal con un vínculo del corazón.
Al día siguiente, Jerry y yo celebramos una reunión de seguimiento con Dennis para repasar las normas del equipo sobre asistencia, puntualidad y varias cuestiones más. Era una lista bastante corta. Cuando terminé de leerla, Dennis declaró: «No tendréis ningún problema conmigo y seréis campeones de la NBA».
Ese mismo día hablé con Michael y con Scottie para saber si tenían reservas a la hora de jugar con Dennis y respondieron que no. Por lo tanto, Jerry preparó el papeleo y cerró el trato, traspasando a Will Perdue a los Spurs a cambio de Rodman. Y yo me preparé para el paseo de mi vida.
Antes de que Dennis llegase al campamento de entrenamiento mantuve una larga charla con los jugadores. Les advertí de que, probablemente, Dennis se saltaría algunas normas porque le costaba acatar ciertas directrices. Era probable que, esporádicamente, me viese obligado a hacer excepciones. «Tendréis que mostraros maduros en esta cuestión», pedí. ¡Vaya si lo fueron!
Casi todos los jugadores sintieron enseguida mucho apego por Dennis. Pronto se percataron de que sus locuras (los anillos en la nariz, los tatuajes y las juergas hasta altas horas de la noche en bares gays) eran puro teatro de cara a la galería que, con ayuda de Madonna, había creado para llamar la atención. Por debajo de todo eso, era un chico tranquilo de Dallas, de corazón generoso, que trabajaba mucho, jugaba con tesón y haría lo que fuese con tal de ganar.
En mitad del campamento de entrenamiento tomé conciencia de que Dennis incorporaría al equipo una nueva dimensión que yo no había previsto. No solo era el mago de los tableros, sino un defensor inteligente e hipnotizante que se podía encargar de cualquiera, Shaq incluido, que le sacaba quince centímetros y unos cuarenta kilos de peso. Con Dennis en la alineación, podríamos organizar robos rápidos y también tomárnoslo con calma y jugar encuentros duros de media pista. Me encantaba verlo jugar. Cuando salía a la cancha se mostraba muy desinhibido y gozoso, como un niño que aprende a volar. Comenté con otros entrenadores que, a cierto nivel, me recordaba a mí mismo.
El lado oscuro de Dennis resultó más desafiante. En ocasiones parecía una olla exprés a punto de estallar. Pasaba períodos de gran ansiedad que duraban cuarenta y ocho o más horas y la presión se acumulaba en su interior hasta que no tenía más opción que liberarla. En esos momentos, su representante solía pedirme que, si no había partido, diera el fin de semana libre a Dennis. Se iban a Las Vegas y se pasaban un par de días de juerga. Dennis volvía hecho una ruina, pero luego se recuperaba y trabajaba hasta volver a poner su vida en orden.
Aquel año dejé de caminar por las bandas durante los partidos porque me di cuenta de que, si estaba agitado, Dennis se volvía hiperactivo. Si yo discutía con un árbitro, Dennis se consideraba autorizado a hacer lo mismo. Por lo tanto, decidí mostrarme lo más discreto y contenido que podía. No quería que Dennis se disparase porque, una vez alterado, era imposible saber qué camino tomaría.
El tercer avance decisivo fue la nueva actitud de Michael ante el liderazgo. Durante la primera serie de campeonatos, Michael había liderado principalmente con el ejemplo pero, tras perder contra Orlando, se dio cuenta de que necesitaba hacer algo espectacularmente distinto para motivar al equipo. Limitarse a clavar la mirada en sus compañeros y esperar que fuesen como él ya no daba resultado.
Michael estaba en un momento crítico. Lo había afectado un comentario de la prensa durante la serie con Orlando, según el cual había perdido su genialidad y ya no era el Michael Jordan de antes. Aquel verano regresó al gimnasio decidido a volver a ponerse en forma para jugar al baloncesto. Incluso montó una pista en el estudio de Los Ángeles —donde rodaba Space Jam— a fin de practicar entre una toma y otra y trabajar el nuevo salto en suspensión tirándose hacia atrás que acabaría por convertirse en su sello distintivo. Cuando en octubre se presentó en el campamento de entrenamiento, vi que su mirada era de pura venganza.
Tras una semana en el campamento tenía que celebrar una rueda de prensa telefónica cuyo horario coincidía con nuestro entrenamiento matinal. Cuando mi ayudante se presentó en la pista para decirme que había llegado la hora, di instrucciones a los demás preparadores para que postergaran los ejercicios y dejasen que los jugadores practicaran lanzamientos hasta mi regreso. La llamada solo duraba quince minutos pero, antes de que terminase, Johnny Ligmanowski, gerente del equipo, llamó a la puerta y dijo: «Será mejor que vengas. M. J. acaba de asestar un puñetazo a Steve y se ha ido al vestuario porque está decidido a abandonar el entrenamiento». Por lo visto, Kerr y Jordan se habían liado en una refriega que fue subiendo de tono hasta que Michael golpeó a Steve en la cara y le dejó un ojo a la funerala.
Cuando llegué al vestuario, M. J. estaba a punto de entrar en la ducha. «Tengo que irme», me dijo. Respondí: «Será mejor que llames a Steve y lo aclares antes de mañana». Para Michael fue un aviso importante. Acababa de pelearse por una tontería con el integrante más bajo del equipo. ¿Qué estaba pasando? «Esa situación me obligó a mirarme a mí mismo y me dije que me estaba comportando como un idiota —recuerda Jordan—. Sabía que tenía que ser más respetuoso con mis compañeros. Y también con lo que me ocurría en el intento de regresar al equipo. Tenía que mirar más hacia dentro.»
Fomenté que Michael trabajase más estrechamente con George Mumford. Este entendía lo que le pasaba a Michael porque había visto a su amigo Julius Erving experimentar presiones parecidas tras convertirse en una superestrella. A Michael le resultaba difícil desarrollar relaciones estrechas con sus compañeros de equipo porque, tal como dice George, estaba «encerrado en su propia habitación ». No podía salir públicamente con ellos y divertirse, como hacía Scottie. Gran parte de los nuevos jugadores le tenían un respeto pavoroso, hecho que también generó una distancia difícil de salvar.
Michael quedó impresionado por el entrenamiento en atención plena que George había realizado con el equipo, que contribuyó a que los jugadores se aproximasen a su propio nivel de conciencia mental. En opinión de George, Michael necesitaba transformar su perspectiva del liderazgo. «Todo consiste en estar presente y en asumir la responsabilidad acerca de cómo te relacionas contigo mismo y con los otros —afirma George—. Eso significa estar dispuesto a adaptarte para reunirte con los demás donde están. En vez de esperar que se sitúen en otra parte, enfadarte y por la mera voluntad intentar llevarlos a ese sitio, tratas de encontrarlos donde están y liderarlos hasta el lugar al que quieres que vayan.»
Mientras Michael se dedicaba a jugar al béisbol, George y yo habíamos introducido cambios en el aprendizaje del equipo con el fin de mejorar la capacidad de los jugadores de crecer mental, emocional y espiritualmente. Para cohesionarse con el equipo y convertirse en su líder en pista, Michael tendría que llegar a intimar más con sus compañeros y a relacionarse más compasivamente con ellos. Tendría que comprender que cada jugador era distinto y que tenía algo importante que ofrecer al conjunto.
En calidad de líder, su tarea consistía en averiguar cómo obtener lo mejor de cada uno de sus compañeros. Como dice George, Michael tenía que «emplear su habilidad para ver cosas en la pista de baloncesto y usarlas para mejorar su modo de vincularse con los demás». Michael se mostró dispuesto a afrontar ese desafío porque también había cambiado durante la temporada en la que permaneció alejado del equipo. Seguía siendo un competidor feroz, pero en algunos aspectos se había suavizado. Dejó de juzgar tanto a los demás y se volvió más consciente de sus propias limitaciones. Al jugar al béisbol en equipos menores y pasar muchas horas con sus compañeros, redescubrió la alegría de comprometerse con otros hombres y, más que nada, deseó volver a tener esa experiencia con los Bulls.
Michael trabajó con Mumford y adoptó un nuevo modo de liderazgo a partir de lo que funcionaba mejor con cada jugador. Decidió que con algunos sería «físico» y demostraría lo que había que hacer con su cuerpo o, en el caso de Scottie, con el simple hecho de estar presente. «Scottie era una de esas personas por las que tenía que estar allí cada día —afirma Michael—. Si yo me tomaba un día libre, hacía lo mismo, pero si asistía cada día me seguía. » Con otros jugadores, sobre todo con Dennis, Michael se mostraría «emocional». «No podías gritarle a Dennis. Tenías que encontrar la manera de entrar unos segundos en su mundo para que entendiese lo que decías. » Y con otros se comunicaría, principalmente, a nivel «verbal».
Valga como ejemplo Scott Burrell, alero de los Bulls en la temporada 1997-98. Michael explica: «Podía gritarle y me entendía, pero esa actitud no afectaba su seguridad en sí mismo». La única persona por la que no necesitó preocuparse fue Kerr. La pelea había forjado un vínculo sólido entre ambos jugadores. «A partir de ese día Michael me miró con otros ojos —reconoce Steve—. Jamás volvió a meterse conmigo, nunca más me avasalló y también empezó a confiar en mí en la cancha.» Michael apostilla: «Siento el máximo respeto por Steve porque, en primer lugar, se vio inmerso en una situación en la que, en realidad, no tenía la menor posibilidad de ganar. Y en segundo, porque se mantuvo firme. Cuando empecé a pegarle me devolvió el golpe. Eso me enfureció. De todas maneras, es de allí de donde procede el respeto mutuo».
Desde la perspectiva de Michael, el segundo triplete de campeonatos fue más difícil que el primero debido a las personalidades en juego. La mayor parte de los jugadores de los primeros equipos campeones llevaban varios años juntos y así habían librado muchas batallas. Como sostiene M. J.: «Subíamos la cuesta y caíamos, y volvíamos a caer hasta que remontábamos como grupo». La segunda vez, la mayoría de los jugadores no se conocían bien, a pesar de lo cual todo el mundo esperó que ganaran desde el principio. «Creo que en el segundo triplete necesitamos a Phil más que en el primero —reconoce Michael ahora—. En el primero los egos todavía no se habían asentado y en el segundo tuvimos que entrelazar diversas personalidades y los egos eran realmente potentes. Phil tuvo que unirnos como hermandad.» La piezas encajaron maravillosamente bien.
* Se pública con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Rocabolsillo.