La promesa de Emanuel Otálvaro: soñar y triunfar lejos de casa
Con 12 años, el antioqueño se proyecta como el mejor tenista de mesa de la historia de Colombia. En su categoría (sub-13), es de los mejores del mundo y sueña con los Olímpicos. La historia del “demonio azul” de Rionegro.
Fernando Camilo Garzón
Cuando Emanuel Otálvaro empezó a jugar tenis de mesa solo tenía cinco años. Era tan pequeño, que no alcanzaba a ver el otro lado de la cancha y sus papás se ingeniaron una tarima, un escalón arriba desde el cual el niño de Cuchillas de San José, vereda de Rionegro, en Antioquia, empezó su relación con la raqueta.
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Cuando Emanuel Otálvaro empezó a jugar tenis de mesa solo tenía cinco años. Era tan pequeño, que no alcanzaba a ver el otro lado de la cancha y sus papás se ingeniaron una tarima, un escalón arriba desde el cual el niño de Cuchillas de San José, vereda de Rionegro, en Antioquia, empezó su relación con la raqueta.
Allí lo encontró su entrenador Camilo Giraldo, un exjugador de tenis de mesa antioqueño que lleva años formándose como técnico en Europa. La primera vez que lo vio estaba de paso. Fue un día en el que decidió visitar la Liga de Tenis de Mesa de Antioquia y lo encaró un pequeño que tenía apenas nueve años. Y aunque para hablar con él casi tenía que inclinarse en cuclillas, Emanuel lo retó a un partido. “Un niño de esa edad no viene con ese carácter. Eso me sorprendió. Y cuando lo vi jugar me di cuenta de que tenía madera para llegar muy lejos”, explica el entrenador.
Tenía “malicia” y condiciones que bien trabajadas podrían ser de un prodigio. Lo notó de inmediato porque llevaba años viendo cómo en Europa promesas de esa edad ya entrenaban en los mejores circuitos juveniles del mundo. Y ese niño tenía más condiciones que el resto, era urgente que fuera a entrenar con los mejores. Camilo Giraldo conocía a los papás, Ricardo y Yolanda, porque su hijo mayor, Federico, ya estaba entrenando con él en Europa. Se les acercó y les dijo que “ese pelado”, el menor de los Otálvaro, también tenía que ir a España.
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“¡No!”, la respuesta fue inmediata. No había plata. Tener a Federico allá ya era demasiado esfuerzo. Ahora tener a los dos niños entrenando afuera era un sueño imposible. Además, Emanuel iba a cumplir apenas 10, ¿cómo iba a estar tan lejos de casa? Camilo entendió la respuesta. “Es una indecisión común, no es fácil. Le veían talento, pero dudaban: ‘¿Será que le alcanza? ¿Será que vale la pena el esfuerzo?’”. Giraldo se fue con la promesa de volver por el niño. “Piénsenlo”, les dejó la duda que marcó el futuro.
La partida de su hermano mayor marcó una profunda huella en Emanuel. Era su vida. Lo llevaba a todas partes, lo acompañaba al médico y en los recreos del colegio. Cuidaba sus vigilias en las noches en las que dormían juntos, a pesar de que su mamá les ordenaba que cada uno se quedara en su cuarto. Al despertar, sin embargo, Yolanda encontraba todos los días a Emanuel prendido del pecho de su hermano. No tenerlo como lo tuvo toda la vida caló hondo y fue claro en su sentencia: “O me mandan a Europa con él o me lo traen de vuelta”.
Cuando Camilo Giraldo volvió a Rionegro la noticia llegó hasta el pequeño de los Otálvaro, que le señaló a su mamá: “Él vino para llevarme a Europa, para que sea el mejor del mundo”. Fue un acto del destino.
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La brillantez del pequeño genio se resume en algunas cualidades según Giraldo. En la parte técnica tiene “demasiadas facilidades para el deporte”, mucha calidad en el juego y astucia en el toque de la pelota. Su trabajo, con lo otro dominado, está enfocado en fortalecer su físico, la coordinación. Sin embargo, explica, lo que realmente lo hace especial es que entiende muy bien el juego. Para su edad, es maduro y tiene la calma suficiente para dominar con inteligencia los partidos. “Tiene cualidades que, si las sigue trabajando, le permitirán llegar más lejos que cualquier colombiano en la historia de este deporte. Aquí nunca habíamos tenido a alguien con este talento”, advierte Giraldo.
Con esas expectativas carga desde que empezó. Le decían “el demonio azul” en Rionegro, porque el profesor Juan Jiménez comentaba que era demasiado bueno. Tan teso y diferente que ese niño jugaba más que el demonio. Tan exagerada era la diferencia que, afirma su mamá, los demás niños no querían jugar con él. Emanuel les decía que les regalaba puntos si jugaban contra él, aunque nadie aceptaba el reto. Le respondían que si les iba a ganar, que fuera con justicia, empezando 0-0. Y las palizas que repartía empezaron a crear su leyenda por todo Antioquia.
En Europa ya lleva año y medio. Entrena siete horas al día, sin descuidar sus estudios, viajando por todas partes. Solo en las dos últimas semanas estuvo en Singapur y Corea del Sur, en dos campos de entrenamiento, fogueándose con los mejores del circuito. “Si a mí me da duro el ritmo, imagínese a él que apenas tiene 12 años. El problema es que los asiáticos trabajan a ese ritmo desde los cinco años. Por eso son los mejores del mundo, porque para jugar al tenis de mesa las claves son la constancia y la disciplina”, dice Camilo Giraldo.
Es obvio que a Emanuel le duele estar lejos de casa. Le hacen falta. “No deja de ser un niño”, asevera el entrenador. No obstante, el “demonio azul” está firme en su objetivo: “Los extraño mucho, pero si quiero ser el mejor del mundo tengo que seguir acá en Europa, entrenando con los más fuertes”.
Tiene convicción. Sin embargo, detrás de escena, su mamá revela los miedos de un niño que sigue descubriendo el mundo. Antes de irse a España, Emanuel todavía sufría para hablar. Le costaba relacionarse fuera de casa, lo vencía la timidez. Su mamá era su voz cuando le sudaban las manos y la angustia lo hacía fallar en las palabras. “¿Qué digo, mami? Si no sé ni siquiera pronunciar lo que quiero decir”. Y la mamá le respondía, calmando su ansiedad con una caricia en la frente: “Tranquilo, papi. Diga las cosas como las siente. Suéltese, papi”.
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Yolanda admira a sus hijos, “porque no la han tenido fácil”. Porque se hacen hombres a la distancia. El sueño es compartido y el trabajo también. Plata no hay, y mientras la familia de los Otálvaro espera a que alguien les patrocine el sueño, los papás se desviven para que los hijos cumplan la meta. “Vendo tintos, aromáticas, tamales, arepas de mote, legumbres y desayunos. Y a veces toca hasta hacer rifas”, lo que sea para seguir soñando.
Hace poco, cuenta Yolanda, en una videollamada Emanuel vio a su mamá rompiendo la alcancía. Y a la pregunta de por qué del niño la madre respondió: “Para el viaje a Portugal, mijo”.
—Mamá, no se preocupe. Esta vez sí voy a ganar. Se lo prometo.
Un punto de quiebre, que llevó al de Rionegro al triunfo histórico en el circuito mundial de hace un par de semanas, la primera del colombiano en la categoría sub-13. Lo emocionó, recuerda, cuando su papá lo llamó llorando, la inspiración recibida en la sonrisa de su hermano y el cariño retribuido a la bondad de su mamá. En el sub-11 venía de ser número uno del escalafón mundial, de ganar la Copa del Mundo en Eslovenia y de quedar tercero en el torneo juvenil de tenis de mesa más importante del planeta. Una promesa en ascenso a la que, no obstante, la transición al nuevo circuito le estaba costando. “Siempre perdía en las semifinales o en la final, pero sentía que ya me merecía la victoria”, explica Otálvaro.
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¿Qué cambió? Que trabajó más duro, dice. Que dobló esfuerzos y domó la cabeza. No ha sido fácil manejar la ira, no romper la raqueta cuando la frustración de un punto perdido se siente como el mismo derrumbe de todo el trabajo. Afuera del hogar, incluso, manejar la impotencia es difícil de aprender, pero Emanuel Otálvaro poco a poco se vuelve más maduro, más disciplinado. Crece entre tropezones y golpes, el verdadero camino de los grandes. A corto plazo, afirma su entrenador, la meta es llegar a la categoría sub-15. Sin embargo, la mirada está en el largo plazo. Emanuel lo tiene claro: “Jugar unos Olímpicos de la mano de Camilo Giraldo, mis papás y mi hermano Federico. Siempre que estén ellos ahí, el sueño estará cumplido”.
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