Las rectas de Julio Teherán
El beisbolista cartagenero es uno de los dos colombianos que jugarán la Postemporada de las Grandes Ligas.
MANUEL DUEÑAS PELUFFO
1. Lanzó la primera recta: dura, maciza, firme. 93 millas. Strike.
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1. Lanzó la primera recta: dura, maciza, firme. 93 millas. Strike.
Ya estoy en Grandes Ligas, se dijo.
Volvió a lanzar. Las ansias eran menos que al principio. Ya estoy en Grandes Ligas, se repitió. Alrededor suyo había 45.609 personas. Gritaban, puteaban. Era su primer partido. Era también el primer lanzador colombiano en abrir un juego de esos, donde se canta el himno de Estados Unidos y hay juegos pirotécnicos y los estadios son imponentes, absolutos.
En el lineup, debajo del apellido McLouth, se podía leer Teheran: sin tilde, a secas, casi como una orden escueta. Al lado, el número 1: pitcher. Considerando que no es un gran bateador, figuraba de último en la lista.
Teheran.
O mejor, Teherán: con acento, con fuerza. Alguien —Fredi González, mánager de los Bravos de Atlanta— diría a los periodistas que se tendrían que acostumbrar a pronunciar palabras parecidas. Cartagena, por ejemplo. Julio, por ejemplo: énfasis en las dos primeras sílabas y cierta entonación, cierta cadencia.
Le habían dado la noticia (que sería el lanzador abridor ante los Filis, en Filadelfia) un día antes del encuentro. Se emocionó, se desesperó. Llamó a los viejos, que no contestaban. ¿Por qué no contestaban ahora? Llamó a su novia: le dijo que buscara a su mamá, que tenía algo importante para contarles.
Finalmente, la señora Marlin Pinto contestó.
Y se quedó muda después de que su hijo habló.
— Vieja, vieja, ¿estás ahí? ¿Eso no era lo que estabas esperando?
2. El béisbol es el Caribe. Y el Caribe es, de muchas formas, las calles alegres y pobres del barrio Olaya, en el suroriente de Cartagena. El niño Julio Teherán creció en el sector de La Puntilla. Era intenso, muy intenso. Además, hacía cosas de pelotero. Tiraba piedritas todo el día. Rompía el techo de la abuela, el de la casa. Jugaba en el patio. Rompía el zinc. Bateaba tapitas con un palito y andaba con una bola de caucho y la mandaba contra la pared.
Ensuciaba la pared.
Un día, a los seis años, tuvo su primer partido. Fue en el equipo del tío, que no lo dejaba jugar porque lo veía muy flaco. Pero lo llevó a ver un juego y faltaba un peloterito. El señor Miguel Teherán no lo dudó: le puso el uniforme, tal vez para sacárselos de encima, a él y a la insistencia de todos los días, y lo hizo entrar al campo.
El pequeño hizo de todo: bateó, ponchó rivales, impulsó carreras. El tío lo dejó en el equipo y acaso empezó a definir su vida. Por lo demás, el niño veía en su tío un ejemplo:
—Mi tío me puso el primer guante — recuerda Julio Teherán, veinteañero.
Un reflejo: quería ser pitcher por el tío, que también lo había sido. Siempre le hablaban de él, de las cosas que hizo, y la idea se le metió en la cabeza.
No sólo quería jugar béisbol; quería lanzar.
Lanzó. Pasó por varios equipos (Cabos de Colombia, Electrocartagena, Grand Slam), por distintas categorías, por diferentes estadios en Cartagena. De la mano del tío Miguel, todo.
—Adonde mi hermano iba, ahí se lo llevaba —dice el viejo Julio Teherán.
Brazos flacos pero fuertes; rectas precisas, a veces devastadoras. Aparte, algunos números: apenas dos partidos perdidos en categorías menores; 120 ponches en todo un campeonato. El niño se destacaba. Lo hacía todo con sencillez, con silencio, como inmerso en una poderosa convicción.
—No le tocaban la bola ni de foul —rememora el señor Teherán.
Ya adolescente, comenzó a representar a Bolívar y a Colombia. Comenzó a salir de casa, a dejar el cuarto vacío. A salir de su propio país. A no llamar durante esos viajes, porque la plata no alcanzaba. Había que tomar la costumbre de llegar a casa y que los viejos preguntaran: —Julito, ¿cómo te fue?, y él mostrara los trofeos, las distinciones, esas palabras materiales que lo decían todo (o casi todo).
—Una vez estuvo en Ponce, Puerto Rico —comenta Teherán padre—: de allá nos trajo tres trofeos: mejor pitcher, pelotero más valioso y el campeonato.
Nunca fue un buen estudiante. Y, en todo caso, nunca fue del todo necesario. Los Bravos de Atlanta lo firmaron a los 16 años y medio, casi una década después de aquel primer partido accidentado y profético.
El viaje se haría más definitivo.
Aun pese a la felicidad, a la señora Marlin Pinto, la vieja, le dolería un poco.
—Cada vez que viene es una alegría, y cuando se va, queda una soledad en la casa —y la señora Pinto pronuncia la palabra “soledad” con cierta pesadumbre—. Va uno a servir, y saca el plato de comida de Julio Alberto. Va uno a arreglar los cuartos, y arregla uno el cuarto de Julio Alberto.
Julio Alberto Teherán Pinto, insiste ella, porque él también tiene mamá.
Ya en los campos de entrenamiento, en Orlando, la recordaría mucho: particularmente por la comida, “que es la cultura”.
—Uno siempre está acostumbrado a comer arroz en las noches, y más que viene de mamá —dice Teherán.
Al siguiente año conocería restaurantes latinos. Aceptaría la invitación a comer de Jair Jurrjens, el pitcher curazaleño de los Bravos. Jurrjens le diría palabras alentadoras. Le hablaría de ser humilde. Lo invitaba a comer por esa razón: era un novato sencillo, tranquilo, que no se creía nada.
Lo que une el Caribe, escribió la puertorriqueña Magali García Ramis, es la manteca.
La manteca y el béisbol.
3. —Tienes que salir agresivo, montao. Y cuídate de Ryan Howard, que ese es un caballo, tú sabes —le había advertido el viejo Teherán a su hijo, antes del partido.
Teherán hijo se confió. “Le tiré como si él no le fuera a hacer swing”, reconoció.
Howard aprovechó. La sacó del estadio. Los Filis anotaron su segunda carrera y ganaron el partido. En su debut, Teherán perdió.
Y, sin embargo, con 20 años, nunca una derrota fue tan aceptable.
—Perdiste con el mejor equipo de las Grandes Ligas —le diría el viejo.
Él le daría las gracias por la moral, por el apoyo, por los consejos.
Porque hay que salir agresivo, montao: escribir un pedazo de la historia con líneas rectas.