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Septiembre 26 de 2013. Se acercaba el final de la temporada de las Grandes Ligas. Los Yanquis de Nueva York lejos de cualquier posibilidad de llegar a postemporada afrontaban esa noche su último encuentro en casa, lo hacían frente a los Rays de Tampa Bay.
En la parte alta de la octava entrada perdían 4-0. Había un out en la pizarra y dos hombres en base. Joe Girardi, manager de la novena neoyorquina, pide a un relevista derecho. Del bullpen, la zona en la que los lanzadores calientan para entrar al juego, aparece la figura de un hombre moreno, espigado y flaco: Mariano Rivera. Sale con la cabeza gacha, los ojos apuntando al césped y con el ceño fruncido. En su espalda carga el número 42. Es el último en portarlo en toda la liga. Después de su retiro nadie más lo podrá hacer debido a que la MLB lo quitó para homenajear a Jackie Robinson, el primer beisbolista afroamericano en jugar en las Ligas Mayores. Él todavía lo carga porque cuando se impuso la norma, lo utilizaba y le permitieron mantenerlo.
Con la aparición de Rivera, en los parlantes del Yankee Stadium suena una canción: Enter Sandman de Metallica. La misma que se escucha desde 1999 cuando los ‘Bombarderos del Bronx’ están en apuros y necesitan cerrar el partido (en esa temporada de final de la década de los 90 ya tenía en su haber 84 salvamentos con los Yanquis desde que debutó en la gran carpa en 1995). Esa noche el estadio enloqueció mientras caminaba en silencio. Era la última vez que Mariano Rivera hacía el recorrido del bullpen a la lomita. Era el adiós del cerrador más grande que ha tenido el béisbol en toda su historia. Orgullosamente panameño. Ese día lanzó perfecto, como casi siempre lo hizo sin importar la situación en temporada regular o en postemporada.
Mariano Rivera fue despedido como los grandes. Y no era para menos. A lo largo de su carrera (19 años) impuso números impresionantes: 652 salvamentos (récord en la historia de las Grandes Ligas), 952 encuentros finalizados (marca en la historia de la gran carpa), 1,173 ponches, 1,283.2 entradas lanzadas, en las que solo permitió 315 carreras, una efectividad de 2.21 y un WHIP de 1.00. Eso en temporada regular. En postemporada fue mucho más efectivo: 141 entradas en las que permitió tan solo 13 carreras para una efectividad de 0.70.
El relevista más seguro de la historia. Lo asombroso de su éxito es que su repertorio dependió de la misma bola: la recta cortada. Los bateadores sabían qué les iba a lanzar y aun así muchos terminaron haciendo swing a la brisa. “Si tengo que tirar 15 lanzamientos en el juego, el 95 por ciento son la recta cortada”, dijo en una entrevista con ESPN.
Todo comenzó como un sueño en el pueblo de pescadores de Puerto Caimito (a una hora de Ciudad de Panamá). A las orillas del océano Pacífico, en una playa llena de piedras y arena, arrancó su camino como beisbolista. Le gustaba batear, aprendió a hacerlo para una sola vía: de frente. Si conectaba hacia la derecha la pelota se perdía en el bosque, si lo hacía hacia la izquierda se la llevaba el oleaje. Allá también aprendió a lanzar y le gustó tanto que se quedó en esa posición. El béisbol era una actividad que practicaba en los tiempos libres, el estudio y ayudar con los quehaceres de la casa era lo más importante. En ese tiempo se dedicaba a la fabricación de redes de pesca para ayudar a su papá, quien era pescador como también lo fue su abuelo.
Sin embargo, a los 20 años, esa actividad de practicar béisbol se convirtió en su vida. Un amigo le recomendó presentarse a una preselección de talentos que estaban realizando los Yanquis de Nueva York. Lo dudó, pero al final terminó haciéndolo. Convenció de inmediato. Lanzar a bola, el movimiento de su cuerpo, la fuerza en sus piernas. Todo fue muy natural. Por eso firmó con la organización más grande del béisbol y de inmediato viajó a Estados Unidos sin hablar una sola palabra de inglés. Desde 1990 hasta 1995 se destacó en las Ligas Menores como lanzador abridor. De los 103 juegos en los que vio acción, 68 de ellos los comenzó: ganó 27, perdió 18.
A partir de 1995, cuando fue llamado para vestir el icónico uniforme a rayas, empezó a escribir su historia en letras doradas desde el montículo. Este martes se convirtió en el primer beisbolista en la historia de las Grandes Ligas en ingresar al Salón de la Fama de manera unánime. Fue un ídolo, después una leyenda y ahora es inmortal.
jdelahoz@elespectador.com