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Oda a Caterine Ibargüen

Nelson Fredy Padilla, enviado especial a Río de Janeiro
16 de agosto de 2016 - 02:50 a. m.
La atleta colombiana Caterine Ibargüen, medallista de oro. / EFE
La atleta colombiana Caterine Ibargüen, medallista de oro. / EFE
Foto: AFP - ADRIAN DENNIS
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La ganadora del oro olímpico en salto triple, Caterine Ibargüen, me contó que su lema de vida ha sido “superarse, soñar, luchar con berraquera y pensar en grande para algún día cobrar los frutos”. Fue en diciembre de 2013 cuando tuve el privilegio de presentar a dos personajes que pasarán a la historia de Colombia: ella conocía a estrellas que admira, como Usain Bolt, pero no a Nairo Quintana. Hizo un gesto de emoción apenas lo vio entrar al salón del hotel JW Marriott, que servía de antesala para la ceremonia del Deportista del Año de El Espectador, en el norte de Bogotá. Le pregunté si lo conocía y me dijo no. Suspendimos la entrevista, la levanté del sillón amarillo que a su belleza negra le iba como un trono y la llevé —con la imponencia de sus 1,80 de estatura, más tacones de diez centímetros— hasta donde el ciclista de 1,65, que todavía no se acomodaba dentro de un traje de paño azul y “zapatos de ir a misa”. “Un gusto conocerte”, le dijo la antioqueña desde arriba, iluminando su rostro con su famosa sonrisa. El boyacense quedó pasmado. Ella, sin soltarle la mano, le agregó: “Te vi en el lobby, pero no había cómo saludarte”. Nairo por fin musitó desde el bajo perfil de su tierna timidez: “Es que estaba ocupado”. No fue capaz de decirle más. Los dos ganaron el trofeo ese año y ella lo celebró tomada de la mano del ciclista en el primer lugar del podio.

La anécdota resume la personalidad arrolladora de una atleta única por naturaleza, convicción y humildad. Acabábamos de hablar del Urabá antioqueño, de sus raíces, de la violencia que de una u otra forma fragmentó a su familia. Ella al borde del llanto. Vivían y trabajaban en la finca bananera La Suerte, pero hasta allá llegó la guerra y su papá terminó en Venezuela, su mamá refugiada en Turbo y su hermano Luis Alberto apostándole al sueño frustrado de ser boxeador. Pero su abuela Ayola le enseñó a sobreponerse, a disfrutar de una infancia austera pero feliz en el barrio obrero de Apartadó, a ser disciplinada y, sobre todo, a tener buenos recuerdos de su tierra, que siempre le llegan cuando gana una medalla de oro olímpica o cuando está triste: es una imagen de árboles de flores blancas con aroma a vainilla en medio de juegos callejeros. Su esencia.

No le gusta hablar más de su vida privada y no queda sino repetir que, así se proteja con la timidez, ante la mirada escrutadora a los campeones del escritor Gay Talese —en El silencio del héroe—, Caterine cumple el parámetro de “símbolo de la necesidad humana del éxito”, logrado con base en “una impresionante fe en sí mismo” y un alma “profundamente religiosa”.

El día soñado por Caterine llegó: 14 de agosto de 2016. Es una atleta digna de haberse coronado en el estadio de los Juegos de Río de Janeiro, al tiempo que su ídolo, Usain Bolt, se imponía en los 100 metros. Alcanzó la cima del mundo deportivo. Aquella vez también me dijo que, después de hacer realidad el oro olímpico y terminar su carrera atlética, se dedicará a realizarse como enfermera y administradora deportiva. En ese momento, seguramente viviendo de nuevo en su pueblo, sumará a su lema de vida la expresión “ayudar a los demás”, compartir con su gente lo que la vida le ha dado. “Los frutos del trabajo”, dice ella. Entonces veremos a la mujer realizada que merecerá otra oda por su capacidad de sacrificio en beneficio de la salud y la educación de quienes no las han disfrutado como debe ser. Entre felicidad y nostalgia me contó que le gusta mucho una frase que tenía estampada en una camiseta, que es como si la llevara en la piel desde niña: “El corazón roto cambia a la gente”. Sólo ella sabe por qué.

 

Por Nelson Fredy Padilla, enviado especial a Río de Janeiro

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