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Quienes saben de este deporte, al valorar lo que hizo en los cuadriláteros de Río 2016 hablan del “renacer del boxeo colombiano”, pero a mi parecer ha sido un deporte con vida permanente. Hubo épocas de más o menos campeones mundiales o en las que los peleadores se robaban la atención del país cuando Antonio Cervantes, Kid Pambelé, era campeón welter o Rodrigo Rocky Valdez era estrella de los medianos. Hasta el reinado de Miguel Happy Lora, que era un show sobre el ring, el boxeo estaba en los primeros lugares de audiencia. Sin embargo, desde los años 90 la televisión cambió de foco hacia el fútbol y otras disciplinas más “espectaculares” y “menos controversiales”. Las narices chatas pasaron a segundo plano audiovisual, aunque en ciudades de la región Caribe sigue siendo una obsesión para los afrocolombianos que creen que con sus puños pueden alcanzar una vida digna.
En el libro Cartas, entre el escritor Paul Auster y J.M. Coetzee, el norteamericano un día le pregunta a su amigo nobel por “el lento e ineluctable declive del boxeo”. En Estados Unidos puede que el boxeo esté en crisis, pero en Colombia uno pasa por coliseos como el de Montería o el de Apartadó, donde se formó Yuberjén, y pululan los aspirantes, porque es y será una manifestación cultural ligada a la pobreza.
A los 24 años, Yuberjén tiene el cuerpo y el carácter moldeado en las bananeras del Urabá antioqueño. Su físico es el del típico recolector: delgado, fibroso, capaz de estirar sus brazos en alto para cortar y descolgar pesados racimos de plátano. Coetzee le responde a Auster que se queda con el “placer estético” y que “el boxeo es un caso interesante”, porque “sigue siendo lo más cercano en espíritu al combate primitivo” y por eso el “ojo omnipresente” de la televisión no lo ha abandonado del todo, pues genera morbo y mueve audiencias.
Según esa mirada, Yuberjén atraviesa el efímero “momento de heroísmo”, cuando “los deportistas satisfacen nuestra necesidad de héroes” y “viven un momento de gracia donde más allá de la planificación racional una bendición de lo alto parece descender sobre ellos”. Con esa iluminación venció acá a Rogen Ladon, filipino campeón de Asia; al brasileño Patrick Lourenço, campeón panamericano; luego al español Samuel Cardona, y el reto mayor fue el campeón mundial juvenil y de mayores, el cubano Joahnys Argilados, la nueva estrella de Cuba. Ni el propio técnico de Yuberjén creía que llegara tan lejos, pero, como Eliécer Julio en Seúl en 1988, demostró de lo que es capaz.
¿Qué energías mueven a un ser a la vez tan frágil y tan fuerte como el bambú? La escritora estadounidense Joyce Carol Oates, en su libro ensayo Boxeo, explica que estos hombres “exploran los límites máximos de su ser”, porque saben que “en el ring la muerte es siempre una posibilidad”. Ese nivel de riesgo es lo que nos transmite una pelea de categoría minimosca o de pesos pesados: “que el combate sea una historia sin palabras no significa que no tenga lenguaje”. Lo tiene a nivel “neurológico y sicológico”, “un diálogo de reflejos detonados a través de golpes en fracciones de segundo”. Norman Mailer, autor de Desde la cima del mundo, sobre las peleas de Muhammad Alí, fue quien analizó este “diálogo entre cuerpos de hombres ignorantes, a menudo negros, a menudo casi analfabetos, que se comunican entre sí en un juego de intercambios conversacionales que se adentran en el corazón mismo de la materia del otro”.
Es el ser íntimo de Yuberjén en contraposición a la personalidad del oponente, “la comunión del cuerpo consigo mismo a través de la intransigente carne de otro”. Ella le otorga al boxeo la categoría de religión con una especie de altar llamado cuadrilátero, “un espacio sagrado y depredador de la civilización”. Mailer insiste en que, para triunfar, el boxeador debe ser inmisericorde. “La falta de compasión es la base del ego y las técnicas son las alas del ego”. Y Yuberjén, conocido en estas lides como el Tremendo, tiene las alas abiertas. Claro que, aparte de exaltarlo, hay que recordarle que este deporte es tan ingrato que después de ganar la medalla de oro en Montreal 76, el gringo Michael Spinks se eclipsó y terminó limpiando baños.
* Enviado especial Río de Janeiro, Brasil.