Luis Felipe Uribe: el niño que le temía al agua, pero no a las grandes cimas
Con bronce y dos plata en los Juegos Panamericanos, el risaraldense de 22 años es el colombiano con más medallas en lo que va de las justas.
Fernando Camilo Garzón
A Luis Felipe Uribe no lo frenaba el vacío. Ni se le ponían los pelos de punta al ver sus pies en la orilla de una plataforma que se levantaba a cinco metros de altura. Al saltar no sentía ningún fogonazo en el estómago ni se desorientaba dando vueltas en el aire. Al contrario, lo llevaba la inercia, un impulso intenso y precoz por saltar y volar desde la cima.
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A Luis Felipe Uribe no lo frenaba el vacío. Ni se le ponían los pelos de punta al ver sus pies en la orilla de una plataforma que se levantaba a cinco metros de altura. Al saltar no sentía ningún fogonazo en el estómago ni se desorientaba dando vueltas en el aire. Al contrario, lo llevaba la inercia, un impulso intenso y precoz por saltar y volar desde la cima.
Sí le daba miedo el agua. Allá tan alto, dudaba. No le temía a la altura, pero sí a quedarse sin aire. Ahogarse le crispaba el cuerpo. Helado, se negaba a dar el salto. El agua, simplemente, no era lo suyo.
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Tendría entonces menos de cinco años y en la casa todos suponían que iba a ser nadador. Claro, el miedo al agua era un problema, pero sus papás no se rindieron en el esfuerzo de que el pequeño Luis Felipe Uribe venciera las aguas, las de sus más pesadas pesadillas.
Con flotadores amarrados en los hombros, gafas bien ajustadas y un rescatista en la piscina, dispuesto para ser el héroe del día, el niño dio sus primeras brazadas renegando de las insensatas imposiciones de sus padres. Es más, después de calentar al borde del agua, iba y les pedía $200. Con la moneda sobornaba a los profesores, cómplices, para que lo dejaran volarse del entrenamiento.
Sus padres querían que sus hijos fueran nadadores porque vivían ahí en una pequeña casa al lado de la pileta. La mamá venía de Quinchia (Risaralda) y el papá del Urabá antioqueño. Él, desplazado por la violencia. Ambos se conocieron en la Villa Olímpica de Pereira. Él era mensajero, ella trabajaba en la panadería. Se enamoraron, crearon una familia y, con las facilidades que les daba la Liga de Risaralda, les pareció una excelente idea que sus hijos fueran nadadores.
Viviana Andrea, la mayor, era más avezada. Tanto que su habilidad rompió el embrujo. Lejos de la piscina, una tarde en la que reclamaba entre pucheros por la testarudez de su familia de meterlo al agua, Luis Felipe vio a su hermana clavarse en el agua. Se veía espléndida. Tan maravillosa ante sus ojos que quiso imitarla, tomar carrera y dar vueltas en el aire. El agua dejó de importar. Con el tiempo, el amor venció al miedo.
Los Olímpicos de París, el sueño de Luis Felipe Uribe
Cuando mira a la cámara, y cuando no, Luis Felipe Uribe sonríe. Es contagioso. Dice que toda su vida vio demasiado lejos los Juegos Olímpicos. “Ahora están a la vuelta de la esquina y eso me parece muy grande, es algo increíble”, dice.
Anhela llegar a París 2024 y está muy cerca, lo demostró en los Juegos Panamericanos de Santiago de Chile, donde fue uno de los deportistas más destacados de Colombia con tres medallas, una de bronce en el trampolín de un metro y otra de plata en el trampolín de tres metros. Además, junto a Daniel Restrepo, ganó otra en el salto sincronizado de trampolín de tres metros “Veníamos de una mala racha. En los Juegos Suramericanos se nos escapó un oro que pensamos que debía ser nuestro. Pero acá en los Juegos Panamericanos estoy feliz de haber podido encaminar este ciclo olímpico”.
Su obsesión con las olimpiadas empezó desde los cinco años, cuando comenzó con los clavados. Recuerda un comercial de la televisión, de un clavadista en plenas justas al que no le salen las cosas. Frustrado, llama a la mamá y ella le responde que todo saldrá bien. El resultado: el clavadista gana el oro. Ese recuerdo lo impulsa porque, confiesa, creció soñando que un día podrá llamar a su mamá para decirle que ganó un podio olímpico. Y, por qué no, una medalla.
Su camino no fue sencillo. Cuando recién empezó no era el más destacado de su categoría. En sus primeros años como clavadista, no podía representar a Risaralda porque, como nunca lograba quedar en los primeros lugares, terminaba en las selecciones extraoficiales. Tan inocente, le costaba entender esa frustración. Saber por qué el esfuerzo parecía vano o la razón por la que los entrenamientos no eran suficientes. La llegada del entrenador cubano César Alejandro Zaldívar le cambió el rumbo: “Me desarmó por completo. Él vio en mí un potencial que no había sido explotado. Fue como empezar de cero, aprender todo desde el principio y desde lo más básico”.
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Ahí empezaron a llegar las competencias internacionales, los torneos panamericanos, suramericanos y los mundiales juveniles. En uno de esos torneos, en un pasillo, el entrenador de Luis Felipe Uribe vio un podio y se lo señaló. Lo trazó como un objetivo: “Ahí te quiero ver siempre”, le dijo. No se le olvida, lo tiene fresco en la memoria. De hecho, lo volvió el mapa de ruta que guía sus intenciones.
Es todavía una joya en bruto. Con 22 años apenas, todavía le queda mucho camino por delante. En los Panamericanos, para Colombia, se convirtió en una de las grandes revelaciones. Sin embargo, el techo de su ambición está mucho más alto. Nunca le temió a la cima, porque, más bien, siempre aspiró a ella.
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