Sebastián Valencia y la hermandad de los Piratas
Tras su paso por Malta, donde fue campeón y figura, el jugador de la selección de Colombia regresa al equipo del parche de la mano del profesor José Tapias para la nueva temporada de la Liga WPlay de Baloncesto. Entrevista.
Fernando Camilo Garzón
Sebastián Valencia escuchó que alguien le gritaba: “¡Defensa!”. Frente a él, amenazando su canasta, estaba un gigantón de 2,20 m, que se recostaba con la espalda sobre su cara mientras le daba botes a la pelota. Era tan enorme que a él, que mide 2,03, lo hacía ver pequeño.
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Sebastián Valencia escuchó que alguien le gritaba: “¡Defensa!”. Frente a él, amenazando su canasta, estaba un gigantón de 2,20 m, que se recostaba con la espalda sobre su cara mientras le daba botes a la pelota. Era tan enorme que a él, que mide 2,03, lo hacía ver pequeño.
Desde que llegó a Malta, el soachuno tuvo que adaptarse a otro tipo de baloncesto. Hasta el año pasado, solo había jugado en Colombia, pero su explosión con Piratas en el segundo semestre de 2022 lo llevó hasta Europa, tierra de gigantes del baloncesto, de grandes postes y juego físico.
Allá tan lejos, donde Valencia no sabía comunicarse en maltés, inglés, australiano ni italiano, entre las decenas de lenguas que escuchó entre calles, pistas y coliseos, el colombiano supo ser figura. Habló con la pelota, lo que le gusta. Hábil, rápido y anotador dejó Malta con la promesa de su regreso. Ahora, vuelve unos meses a Colombia para jugar con Piratas de Bogotá en la nueva temporada de la Liga WPlay de Baloncesto, tras su huella en el Viejo Continente: un campeonato de copa y una final de liga, siendo el máximo anotador y referente de su equipo.
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Por esos lares, recordó sus trazos, los hilos de la memoria. Porque parado ante esos portentos de físicos, preguntándose cómo defenderse de semejantes mastodontes, le llegó a la cabeza el baloncesto de barrio. Por ejemplo, a unos los halaba de la cadera. Disimulado, para irlos sacando de la zona con pequeños empujones. A otros se les metía en la cabeza. No le entendían nada, pero era intenso buscando ganarles de lengua. Y al ataque no lo paraban.
El baloncesto no se olvida, era el mismo que jugó desde pelado. Las sensaciones que también sintió cuando entró por primera vez a una cancha, intactas, pero mejoradas. Lo que aprendió de los amigos del colegio. Ese deporte al que llegó por inspiración, que empezó a practicar para enamorar a las niñas que le gustaban, y se volvió su motivo, su ser. Lo primario, mucho antes de Malta, el campeonato con Titanes, el amor por Piratas o el debut con Cóndores.
Eran tiempos de la niñez, cuando su hermano Juan Diego lo llevaba a todos sus partidos en la selección de Soacha. Era como un chicle y por eso aparecía en todas las fotos del equipo. En medio de sujetos que parecían delgadas y altas vigas, jóvenes de 20 o 22 años entre los que siempre se colaba “un chinche, un pipiolo”, como dice él, un niño de 12 años que era Sebastián Valencia, siempre entre gigantes.
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Amaba, y nunca dejó de hacerlo, a Juan Diego. Lo impresionaban sus mates, cuando reventaba la canasta colgado de ella. Sobre todo, porque desataba la algarabía del coliseo. En esos momentos de admiración profunda en ese niño nacía la inspiración. Su hermano le enseñó sus secretos, a mover los pies, sus tiros y sus flotadoras. Pero, más que nada, le dijo que podía pasar cualquier cosa, menos que perdiera su humildad. De ahí la sonrisa, el desparpajo y el colegaje, las armas con las que anda por la vida.
En esa hermandad halló la felicidad y Juan Diego siempre soñó un futuro para los dos. Sus papás, que acompañaron al hermano mayor en su camino, confiaban en que Sebastián también llegaría algún día. No había afán, primaba que fueran felices.
El tiempo le llegó con Cóndores, equipo en el que debutó como profesional, pero, tras un año, desapareció del panorama. En su bicicleta, siendo domiciliario, nunca se alejó del sueño, aunque un día de repente le habían cortado las alas. Pasó otro año hasta que de nuevo le llegó un llamado, era de Piratas, donde jugaba su hermano, que intercedió para que le dieran la oportunidad de entrenar con un equipo.
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Y José Tapias, dueño y entrenador del equipo del parche, le vio madera. Dice que tenía una capacidad atlética envidiable y le decía que debía enfocarse para, algún día, llegar a la selección nacional. “Le repetía que no desfalleciera, que se esforzara mucho porque tenía con qué. Hoy lo demostró, es una realidad”.
Tapias fue un guía para Valencia. Dice que, en buena parte, de ahí viene su cariño por Piratas de Bogotá, porque cuando le habían cerrado la puerta, en Piratas encontró una familia, que hoy, tras casi seis años, le sigue dando cobijo. Y atesora la promesa del coach de llegar un día al seleccionado.
Está casi a la altura de ese día en el que le dijeron que volvería a entrenar con su hermano en Piratas. Estaba en su casa, era de tarde. Siempre entraba en la convocatoria de preconvocados, pero cuando el profesor Guillermo Moreno daba los llamados definitivos, Valencia nunca estaba. Cambió todo cuando quedó campeón con Titanes, hace un par de temporadas. A los días lo llamaron para pedirle sus datos, iba a jugar en Colombia. Empezó a gritar por toda la casa. Pasada la euforia, llamó a su hermano a contarle del sueño cumplido. Fue una fiesta familiar, un paso inesperado que fue la antesala de Europa, algo que tampoco estaba en las cuentas.
Por lo menos cuando empezaba, y se pasaba los primeros balones con su hermano en la cancha del barrio. Dice que jugar juntos es la mejor sensación del mundo, porque no tienen ni que mirarse, se conocen por esos trazos de la memoria, por la hermandad, porque se ven, incluso, sin tener que abrir los ojos.