Subir al Everest sin oxígeno y bajar vivo
El montañero Mateo Isaza Ramírez, el segundo colombiano que se le midió a pisar el pico más alto de la tierra sin oxígeno suplementario, nos cuenta cómo fue.
Carlos Mario Gallego
¿Subir al Everest sin oxígeno? Qué ociosidad. ¿Como para qué?, le pregunta cualquier tía al escalador Mateo Isaza Ramírez, 40 años, que logró subir a la cumbre del Everest a pulmón, sin botella de oxígeno.
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¿Subir al Everest sin oxígeno? Qué ociosidad. ¿Como para qué?, le pregunta cualquier tía al escalador Mateo Isaza Ramírez, 40 años, que logró subir a la cumbre del Everest a pulmón, sin botella de oxígeno.
“Pues para mi gusto, tía -contesta Mateo-. No hay premios ni plata ni diplomas, pero tengo la satisfacción de haber llevado mi cuerpo y mi mente al límite. No más”.
Mateo ha subido también el Kilimanjaro y hace poco el Aconcagua y su meta es subir las siete cumbres del mundo, aunque ya no puede darse el lujo de jugar así con su vida, pues espera un hijo: “Llevábamos varios años buscándolo y siempre le dije a ella que el niño llegaría cuando yo subiera al Everest”.
Desde chiquito Mateo, biólogo de profesión y aventurero de alma, mostró su gusto por subir morros y ahora, después de prepararse 20 años, hizo la tenaz hazaña de ser el segundo colombiano en llegar a la punta más arriba del mundo sin respirar otro aire que el aire helado de las máximas montañas.
-Mateo, ¿te digo montañero o montañista?
-Soy de los dos, aunque en Antioquia montañero es un campesino que no habla muy bien, que no ha botado el musgo.
-Mateo, ¿cómo fueron esos metros finales, en la “zona de la muerte”? Cuéntamelo todo.
Para llegar al campamento base del monte Everest son ocho días caminando. Antes de comenzar a subir a la cumbre hay un ritual tibetano y un lama hace una “puya”, que es una ceremonia en la que se ofrenda todo lo que llevamos: la comida y los objetos para escalar y se le pide permiso a la montaña, a los dioses y a los espíritus de la nieve para que podamos ascender. El lama ahúma con una ramita nuestras pertenencias mientras canta mantras.
Para subir necesité aclimatarme durante mes y medio. Esta aclimatación consiste en hacer rotaciones subiendo y bajando a los campamentos 2 y 3 y descansando una semana en el campamento base, y volver a subir. Los montañeros “de modito” no descansan en el campamento base sino que van en helicóptero hasta Katmandú (capital de Nepal) y allá comen muy bien y duermen a pierna suelta en hoteles caché.
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Hice solamente dos rotaciones, yo solo, y en la segunda subí hasta los 8 mil metros. Decidí escalar en solitario por reto personal y por ahorrar, pues contratar a un sherpa (los nativos que acompañan a los alpinistas y les cargan las cosas) sale carito. Además, ir con acompañante es bueno porque te puede auxiliar pero también te puede dañar la expedición.
Subí al campamento 4 (el último, cuando empieza “lo bueno”) en 8 horas, mientras dos caminantes que me seguían tardaron 16. Llegué al mediodía, armé la carpa, derretí hielo y me hidraté. A las 5 p.m. arranqué solo hacia la cumbre, pero había mucho viento y debí regresar a la carpa. Me comuniqué con mi hermano y me dijo que a las 9 de la noche habría “una ventana” (buenas condiciones climáticas). El viento es el peor enemigo, y no tanto porque te pueda tumbar sino porque te congela: una cosa son 40 grados bajo cero sin viento y otra muy distinta con un ventarrón que lleva la sensación térmica a menos 45 y 50º. Uno sin oxígeno no produce calor y por eso mi temor era el frío.
La gente arrancó con sus máscaras de oxígeno y yo me quedé esperando que mejorara el tiempo, pero a las 8 p.m. me dije: ¡es ya o nunca! El grupo que salió me llevaba mucha ventaja, pero a la hora alcancé al último. Íbamos todos pegados de la misma cuerda, como una fila de carros en un taco, que si alguno para todos tienen que parar. Entonces era muy lenta, casi desesperante. Varias veces tuve el arranque de adelantarme pero resultaba peligroso pues tocaba zafarme de la cuerda y una buena ráfaga de viento podría desprenderme de esa pared de 80 grados de inclinación. Y pasarme al grupo significaría hacer lo mismo con todos los 50 montañeros que iban adelante. Y también lo sentía como un irrespeto con la fila, como decirles “¡quiten, lentejos!”, como el chofer avispado que se cuela a las malas en la punta.
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Yo pensaba: si empiezo a tiritar me les paso…muerto de la pena, pero me les paso. Pero yo tenía buena temperatura y ya casi amanecía. A las 5 a.m. llegamos a El Balcón, una pequeñita planicie donde los sherpas depositan las botellas de oxígeno para sus clientes (4 kilos una sola). Y empezó a alborear y la gente a devolverse derrotada por la furia del viento. Miré para arriba y vi que un pequeño grupo seguía y que me llevaba unas tres horas de ventaja. Quedé solo y pude seguir a mi ritmo: dos o tres pasos…y descansar dos minutos.
Cuando llegué a la cima sur, un par de horas antes de la cumbre, me encontré con otro grupo que se estaba devolviendo también huyendo de la ventisca. Y cuando me crucé con ellos una chica me detuvo con la mano y me miró como diciendo: “No, por qué va a seguir”. Todos, montañeros y sherpas, me miraron en silencio como advirtiendo: Usted verá, está entrando al pedazo más peligroso, la zona de la muerte…allá usted. La chica insistía con ademanes en que recapacitara, que iba a un destino fatal. Yo me asusté y miré la cima y vi gente por allá, y vi que adelante de mi iba un tipo de amarillo y me dije: Allá va otro loco como yo, y eso me animó. Y me testié y pensé: Tengo mi energía, puedo respirar, siento los dedos…¡voy para arriba!
Fue el momento determinante porque quizá iba rumbo a la muerte, pero me brotó toda mi terquedad, sentí que me entró un chorro de adrenalina y eché pa’lante. Ese trayecto eufórico se me hizo más corto y cuando llegué al Hillary Step (una pared que toca subir escalando), mientras esperaba que un grupito bajara me puse a divisar y vi a dos metros debajo de mí a un señor sentado en una roca en actitud contemplativa, pero me llamó la atención su ropa desteñida, gris de años a la inclemencia, y entonces me di cuenta de que era un difunto que llevaba mucho tiempo ahí, con su gorrita y sus gafas, mirando el paisaje eterno. Y aunque el viento y la nieve me impedían ver, presentí otros cadáveres. Uy, el que se muere por aquí no sale ni en Teleantioquia, pensé.
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Seguí mi camino y me encontré al tipo de amarillo y le pregunté cuánto faltaba para la cima, “ten minutes”, me dijo. Al momento me encontré una parejita que se tomaban fotos mientras bajaban y ahí me quedé solo y por fin ¡coroné! Se me salieron las lágrimas. Pero la dicha me duró un tris porque empezaba lo peor: bajar. Era mediodía y tenía un retraso de 4 horas para mi resistencia física. Yo tenía que bajar corriendo pues no había nadie detrás de mí que me ayudara en cualquier caso. Me tomé la foto del triunfo y empecé a bajar rápido y me encontré con el tipo de amarillo que resultó ser un chico sherpa. Le pasé por un lado y él me mostró las manos y las tenía congeladas.
Recordé que ayudar a cualquiera en ese punto era arriesgar mi vida, pero noté que el chico podía hablar y caminar y tenía esperanzas. Pero yo, sin oxígeno, necesitaba ahorrar cada segundo y correr por mi supervivencia. Sin embargo me dispuse a salvarlo, pues con sus manos congeladas no podía manipular el arnés ni hacer rapel ni nada. Pensé: este man me va a retrasar pero lo debo auxiliar. Me pidió que le revisara el oxígeno y miré y no tenía, se le había terminado la botella. Pero cuando uno va a vivir, vive, y ahí estaba abandonada una botella, full. Se la cambié y le di agua caliente de la mía y un energético. Arrancamos a bajar juntos y cuando llegamos a una pared que exigía rapel yo le dije con señas: voy a bajar primero y allá lo espero…y lo dejé listo, con el arnés y las cuerdas preparadas para que se deslizara por la soga y yo lo atajaba al caer.
Desde abajo le grité: ¡listo, hágale pues, tírese! Pero él trataba de bajar y no podía. Y yo le decía, aunque uno no se oye, pero le decía: ¡que te tirés, que te tirés pues güevón! Y el chico, nada. Era como inexperto: le faltaba un guante que seguramente el viento le arrebató porque no lo amarró bien. Y en la otra mano tenía solo dos guantes, cuando se deben usar tres. Y como que no entendía mucho de cuerdas. Ya un poco impaciente le dije con señas: Bueno, si no baja entonces chao. Y cuando le hice adiós con la mano el chico se desesperó y de la rabia, con los dedos congelados, se arrancó el otro guante y lo tiró lejos y trató de lanzarse al vacío, del lado del Tíbet, unos 3.000 metros de abismo. Pero como yo lo dejé bien sujetado a la cuerda, la misma soga lo volvió a sentar.
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Al ver que se quería quitar la vida volví a subir por él. Era devolverse unos cien metros, una eternidad en esa perpetuidad de hielo, que me tomó una hora. Y ya el chico estaba medio ido y me miró como yéndose. Y cuando menos pensé sacó fuerzas y me mandó una patada con las dos piernas, con los taches por delante, y yo le desquité pero me logró rasgar los guantes y la ropa y después me di cuenta que hasta sangre me sacó. Yo al verlo como alucinando, sin siquiera reconocerme y ya tiritando, pensé: Bueno, aquí se quedó este hombre, lo ayudé hasta donde pude. Ya es mi vida. Y el viento arreció con nieve y me pegaba durísimo en la cara, entonces le toqué la cabecita y le dije: Vaya con Dios, y me fui.
Bajé como un condenado y llegué por fin al campamento 4, derretí nieve y bebí. Pero en ese campamento no se puede dormir, es imposible, te morís. Claro que tampoco podía seguir descendiendo. Y ahí estaba mi carpa, ocupada por un sherpa conocido que también quería subir sin oxígeno, y ahí dormimos juntos, en cucharita para darnos calor, como recién casados…ja, ja. Yo estaba muy intranquilo porque había dejado a un chico a su suerte, que duraría vivo quizá una o dos horas. Pero estaba tan exhausto que me dormí al instante. En ese campamento el viento entra como por un embudo y es como tratar de dormir junto a la turbina de un avión: uno no puede ni hablar, las carpas se revientan, las cosas vuelan…Después supe que esa noche, en una carpa vecina, se murió un montañero que intentó subir sin oxígeno, quizá mal guiado por su sherpa que lo dejó escalar sin la suficiente preparación. Al poco tiempo ese sherpa, que llevaba 14 ascensos a la cima, y al parecer empujado por la pena, se lanzó al vacío.
Al otro día reanudé mi descenso, un poco golpeado por haber abandonado al chico, y entablé conversación con otro escalador que bajaba, un ucraniano que al verme sin máscara me preguntó si era yo el que había subido sin oxígeno. Entonces le conté lo aburrido que estaba porque había dejado a un pobre sherpa en garras de la muerte. Él me dijo que iba urgido a tomar el helicóptero y llegar a un hospital pues tenía los dedos congelados. Apuntó mis datos para escribirme y nos despedimos.
Recién regresé a Colombia recibí un correo del ucraniano con una foto adjunta donde aparecía en el hospital junto a un sonriente joven de rasgos asiáticos, y decía: “Aquí estoy con el sherpa que ayudaste a salvar”.
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