Ubaldo Duany, el hombre detrás de Caterine Ibargüen
Esta es la historia del entrenador cubano que ha llevado a la antioqueña a ser la mejor saltadora de triple de los últimos cinco años.
Camilo Amaya - @CamiloGAmaya
La posición solidaria de Cuba con Corea del Norte, el aliado incondicional de siempre, y la carta de Fidel Castro ignorada por Juan Antonio Samaranch, en ese entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, evitaron que Ubaldo Duany participara en los Juegos Olímpicos de Seúl en 1988. Tenía 23 años, una marca en salto de longitud de 8,32 metros y la ilusión de lograr la aspiración máxima: ir a las justas deportivas más importantes del mundo. La historia medianamente conocida dirá que no hubo lamento, tampoco desazón. El apoyo a la causa era mayor que los intereses personales, el respaldo al país estaba por encima de todo. “Lo tomamos con calma”. De pronto no era el día, tampoco el momento. Nadie dijo nada.
Duany nació en Palma Soriano, un pueblo a 42 km de La Habana, en la provincia de Santiago de Cuba, a las orillas del río Cauto, donde el calor calcinante obliga a tomar zumo de fruta, a descansar debajo de los árboles para huirle al sol. La tierra de la fondista Ana Fidelia Quirot, del esgrimista Guillermo Betancourt y del beisbolista Antonio Pacheco, un lugar en el que el deporte se infunda a los niños como un tejido de hábitos.
Ubaldo intentó ser jugador de voleibol, pero su estatura fue un impedimento. Por eso terminó en el atletismo, en las manos de Juan Heredia, un hombre que tenía la virtud de ver el talento donde otros solo veían deficiencias. Comenzó en el salto de altura y con el tiempo pasó al de longitud. Le daba igual cual fuera la modalidad, quería ser atleta, el primero de una familia dedicada al campo, al cultivo de yuca, café y caña de azúcar.
En menos de un año fue seleccionado para participar en un campeonato mundial juvenil en Checoslovaquia. “No recuerdo el resultado, pero la experiencia de competir por mi país fue muy linda”, apunta con un tono tibio, más bien tranquilo, que deja una sensación de franqueza. Duany reconoce que como deportista fue producto de un proceso bien pensado, de una doctrina impuesta por el socialismo, de un patriotismo infundado en la revolución. Que debían ser los mejores del mundo para que el mundo los reconociera. Su marca (8,32 metros) le permitió estar entre en el Top 10 durante mucho tiempo. Aún hoy, con el paso de tantas generaciones sigue estando entre los registros más destacados de Cuba.
“Ser el mejor de la mejor manera”, dice. El compromiso se mantuvo luego del retiro. Estudió en la Universidad de las Ciencias de la Cultura Física y el Deporte Manuel Fajardo. Se preparó para continuar con la misión, para seguir con el legado, esta vez como entrenador. En 1992 viajó a Cali gracias a un convenio entre Cuba e Indervalle con el objetivo de buscar y formar a los nuevos atletas de todo el departamento. Vio por primera vez a Caterine Ibargüen en un campeonato de categorías menores, con la profesora Regla Sandino, otra cubana que había terminado en Colombia. Para él, ella tenía el biotipo de una saltadora triple, aunque otros se empecinaran en el salto alto. Por respeto y ética con sus compañeros, ese comentario lo dejó para sí mismo. Siguió de cerca su desempeño, nunca dijo nada y se limitó a saludarla ocasionalmente en las competencias nacionales. En 2008, cuando Ibargüen se quedó por fuera de los Juegos Olímpicos de Pekín por unos cuantos centímetros, Duany le propuso que se fuera con él a Puerto Rico, a la Universidad Metropolitana, para que estudiara enfermería y de paso siguiera entrenando. La encontró frustrada, pensando en el retiro y con la amargura de no tener esperanzas. La primera charla entre ambos fue parca, pero contundente. Otras universidades también la querían, por lo que las conversaciones fueron más seguidas. “Sabía que podíamos hacer cosas grandes con ella y por eso insistí”. Ubaldo logró convencerla de que en la derrota se prepara el carácter y que si se quedaba con él, las cosas iban a cambiar.
“Yo te aseguro estar entre las ocho primeras de un Mundial, eso sí, en el salto triple”.
Desde ahí se empezó a gestar la confianza de una pareja que ha perfeccionado un ritual de pequeñas señales. Siempre que termina un salto, la colombiana gira hacia la tribuna en busca de Duany. Una mirada, un ceño fruncido, un labio estirado o cualquier gesto denota lo que piensa el uno sobre lo hecho por el otro. Cuatro Ligas de Diamante, una plata y un oro en Juegos Olímpicos y dos títulos mundiales, además de un bronce, son el resultado de una alianza que traspasa lo deportivo, algo intrínseco entre un cubano y una colombiana que fácilmente podrían pasar como padre e hija. “Es que ya somos familia. De hecho, cuando cocino en mi casa, en San Juan, la invito a comer yuca con mojo, carne asada, chicharrón con grill. Y rompemos la dieta”, dice.
Compostura, rectitud y corrección. Algunas de las enseñanzas que cree Ubaldo Duany le ha dejado a la mejor saltadora triple de nuestro país, a una mujer que en los peores momentos se hace más fuerte. Por eso sus últimos traspiés, por ahora, no son nada de qué preocuparse.
La posición solidaria de Cuba con Corea del Norte, el aliado incondicional de siempre, y la carta de Fidel Castro ignorada por Juan Antonio Samaranch, en ese entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, evitaron que Ubaldo Duany participara en los Juegos Olímpicos de Seúl en 1988. Tenía 23 años, una marca en salto de longitud de 8,32 metros y la ilusión de lograr la aspiración máxima: ir a las justas deportivas más importantes del mundo. La historia medianamente conocida dirá que no hubo lamento, tampoco desazón. El apoyo a la causa era mayor que los intereses personales, el respaldo al país estaba por encima de todo. “Lo tomamos con calma”. De pronto no era el día, tampoco el momento. Nadie dijo nada.
Duany nació en Palma Soriano, un pueblo a 42 km de La Habana, en la provincia de Santiago de Cuba, a las orillas del río Cauto, donde el calor calcinante obliga a tomar zumo de fruta, a descansar debajo de los árboles para huirle al sol. La tierra de la fondista Ana Fidelia Quirot, del esgrimista Guillermo Betancourt y del beisbolista Antonio Pacheco, un lugar en el que el deporte se infunda a los niños como un tejido de hábitos.
Ubaldo intentó ser jugador de voleibol, pero su estatura fue un impedimento. Por eso terminó en el atletismo, en las manos de Juan Heredia, un hombre que tenía la virtud de ver el talento donde otros solo veían deficiencias. Comenzó en el salto de altura y con el tiempo pasó al de longitud. Le daba igual cual fuera la modalidad, quería ser atleta, el primero de una familia dedicada al campo, al cultivo de yuca, café y caña de azúcar.
En menos de un año fue seleccionado para participar en un campeonato mundial juvenil en Checoslovaquia. “No recuerdo el resultado, pero la experiencia de competir por mi país fue muy linda”, apunta con un tono tibio, más bien tranquilo, que deja una sensación de franqueza. Duany reconoce que como deportista fue producto de un proceso bien pensado, de una doctrina impuesta por el socialismo, de un patriotismo infundado en la revolución. Que debían ser los mejores del mundo para que el mundo los reconociera. Su marca (8,32 metros) le permitió estar entre en el Top 10 durante mucho tiempo. Aún hoy, con el paso de tantas generaciones sigue estando entre los registros más destacados de Cuba.
“Ser el mejor de la mejor manera”, dice. El compromiso se mantuvo luego del retiro. Estudió en la Universidad de las Ciencias de la Cultura Física y el Deporte Manuel Fajardo. Se preparó para continuar con la misión, para seguir con el legado, esta vez como entrenador. En 1992 viajó a Cali gracias a un convenio entre Cuba e Indervalle con el objetivo de buscar y formar a los nuevos atletas de todo el departamento. Vio por primera vez a Caterine Ibargüen en un campeonato de categorías menores, con la profesora Regla Sandino, otra cubana que había terminado en Colombia. Para él, ella tenía el biotipo de una saltadora triple, aunque otros se empecinaran en el salto alto. Por respeto y ética con sus compañeros, ese comentario lo dejó para sí mismo. Siguió de cerca su desempeño, nunca dijo nada y se limitó a saludarla ocasionalmente en las competencias nacionales. En 2008, cuando Ibargüen se quedó por fuera de los Juegos Olímpicos de Pekín por unos cuantos centímetros, Duany le propuso que se fuera con él a Puerto Rico, a la Universidad Metropolitana, para que estudiara enfermería y de paso siguiera entrenando. La encontró frustrada, pensando en el retiro y con la amargura de no tener esperanzas. La primera charla entre ambos fue parca, pero contundente. Otras universidades también la querían, por lo que las conversaciones fueron más seguidas. “Sabía que podíamos hacer cosas grandes con ella y por eso insistí”. Ubaldo logró convencerla de que en la derrota se prepara el carácter y que si se quedaba con él, las cosas iban a cambiar.
“Yo te aseguro estar entre las ocho primeras de un Mundial, eso sí, en el salto triple”.
Desde ahí se empezó a gestar la confianza de una pareja que ha perfeccionado un ritual de pequeñas señales. Siempre que termina un salto, la colombiana gira hacia la tribuna en busca de Duany. Una mirada, un ceño fruncido, un labio estirado o cualquier gesto denota lo que piensa el uno sobre lo hecho por el otro. Cuatro Ligas de Diamante, una plata y un oro en Juegos Olímpicos y dos títulos mundiales, además de un bronce, son el resultado de una alianza que traspasa lo deportivo, algo intrínseco entre un cubano y una colombiana que fácilmente podrían pasar como padre e hija. “Es que ya somos familia. De hecho, cuando cocino en mi casa, en San Juan, la invito a comer yuca con mojo, carne asada, chicharrón con grill. Y rompemos la dieta”, dice.
Compostura, rectitud y corrección. Algunas de las enseñanzas que cree Ubaldo Duany le ha dejado a la mejor saltadora triple de nuestro país, a una mujer que en los peores momentos se hace más fuerte. Por eso sus últimos traspiés, por ahora, no son nada de qué preocuparse.