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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Sí. Ya atravesamos Europa (recorrimos más de 3.700 kilómetros y subimos más de 26.000 metros), se acabaron estas crónicas y, aunque ojalá podamos volver a hacer viajes parecidos, ya matamos las ganas que teníamos de hacer una travesía así. Durante estos últimos cinco días, en vez de ir derecho a Ámsterdam, recorrimos los Países Bajos de oriente a occidente (y en el último día de sur a norte) bordeando ríos y canales y con el gusto de tener nuevos coequiperos que nos ayudaron a no pensar en que el paseo llegaba a su fin, y nuevos anfitriones que nos hicieron sentir en casa. Como buenos ciclistas que somos, a estas alturas solo tenemos palabras de agradecimiento para quienes nos acompañaron de lejos y de cerca y para quienes leyeron y, ojalá, disfrutaron estas crónicas.
Sonsbeck, 9 de junio
Así como la entrada a Dusseldorf fue un punto bajo de la jornada de ayer, la salida no pudo ser mejor. Düsseldorf no quería que nos fuéramos ni con una sola mala impresión. Poco después de salir del hotel, atravesamos el Rin por un puente que nos mostró a lo lejos el centro financiero y de cerca nos recordó la fiesta que ayer se vivía en las tiendas a orillas del río. Ya al otro lado del puente, la ciudad nos despidió con una ciclovía verde al lado del Rin que poco a poco nos fue llevando por casas de arquitectura moderna, blancas y de buen gusto y que, sin que nos diéramos cuenta, nos condujo a una campiña con cultivos de cebada, caballos, vacas, cantos de pájaros y un ocasional olor a estiércol.
A Xanten llegamos alrededor de las 12:30 con el hambre justa para un buen almuerzo. La plaza central y sus calles aledañas del medioevo parecían una ciudad de hierro por cuadras y cuadras. La fiesta de adultos ayer en Düsseldorf se convirtió en fiesta infantil en Xanten. Había carros chocones, ruedas centrífugas, carruseles, tazas giratorias, estantes de tiro al blanco, ventas de animales de peluche, kioskos de comida con las inevitables salchichas, crepes, churros y algodones de azúcar; en fin, un paraíso infantil en el que los adultos también gozaban. La música de la feria nos espantó y terminamos en un restaurante italiano sabroso en una calle tranquila. Y de ahí, con cervezas y vinos en el buche, nos fuimos a visitar el parque arqueológico. El parque está en el sitio donde hubo un asentamiento romano pocos años antes de Cristo y que terminaría siendo destruido por tribus germánicas a principios del siglo V, después de sucesivos e intermitentes ataques a lo largo de 200 años. Quizás la construcción más importante del parque es un anfiteatro que está reconstruido.
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Después de visitar brevemente la catedral, volvimos a darle al pedal durante 8 kilómetros para llegar al hotel en Sonsbeck, el destino final del día (hoy recorrimos 73 kilómetros). Sonsbeck tiene poca vida y terminamos comiendo (y tomando cerveza) en uno de esos sitios que son tan alemanes y que lo sacan a uno de aprietos en la mitad de la carretera o en el centro de una ciudad: unos chuzos de combate en los que venden un popurrí de comidas que siempre incluyen varias formas de döner kebab y variedades de pizza, pero que pueden también vender falafel y pastas. Generalmente los dueños de los chuzos son turcos pero los de hoy eran indios, o sea que había también comida del subcontinente asiático.
A medida que se acerca el final del viaje, las realidades de la vida vuelven a surgir. Iván ya estará en diez días en Colombia y piensa entonces en llamadas para citas médicas, impuestos del carro, asuntos relacionados con su pensión y demás carajaditas aburridas. Yo ando viendo qué hago con mi bicicleta pues al terminar este viaje empiezo otro con Margarita y regreso a Ámsterdam a finales de julio. Esos son gajes del oficio; para las cosas más prácticas (o malucas, que para mí es lo mismo) afortunadamente tengo a Margarita, que se mueve como pez en el agua y que, antes de venir a encontrarse conmigo en Ámsterdam, sigue bregando con la administración de impuestos y luchando como gladiadora con el seguro de salud para que reconozcan gastos médicos de los últimos seis meses.
Es una lástima que no hayamos podido cuadrar la llegada a Ámsterdam para que Margarita estuviera ahí en medio de la multitud y yo la pudiera abrazar al cruzar la meta. Lo haré 36 horas más tarde y no veo la hora de volverla a ver. Nos conocimos en 1985, poco después de la tragedia de Armero, ocasionada por el deshielo del volcán del Ruiz. Muchos de mis amigos decían que era medio agringada y jarta. Sin embargo, yo sabía que era hija de Fernando Uricoechea y les decía que una hija de ese bacán tenía que tener su gracia (ver crónica XII de esta serie). Así que un día llegué a mi casa, busqué el nombre de Fernando en el directorio de exalumnos del Gimnasio Moderno (en ese tiempo existían esas vainas) y me dediqué a llamarla. Y, como no me devolvía las llamadas, caí a su apartamento, timbré y me le colé al plan que tenía con una amiga de ir a ver la película Testigo, con Harrison Ford.
Pocos días después empezaría el romance y, un mes más tarde (a regañadientes de mi mamá y acolitados por Fernando) nos fuimos a San Agustín y Tierradentro en mi Renault 4 verde oliva con placa AM 8338. Llegamos a Tierradentro el 31 de diciembre y en el pueblo había un centenar de guerrilleros. Eran las 4 de la tarde y Margarita insistió en que no quería pasar el Año Nuevo bailando con un barbudo. Así que, a punto de anochecer, emprendimos camino hacia cruzar la cordillera; vimos bajar más guerrilla del monte y al borde de la carretera muchos “añosviejos” vestidos con ropa de soldado. A Popayán llegamos apenas a tiempo para celebrar el Año Nuevo sin un rasguño y sin ningún percance. Desde entonces, y quizás desde siempre, hemos tenido a los ángeles rondando por ahí.
Nos casamos —de milagro— en ceremonia civil en agosto de 1987. La noche anterior al matrimonio me fui de juerga con mis amigotes del colegio, el toto, caníbal, el chancho (qepd) y el gordo (qepd). Fernando nos acompañó para imponer el orden. Al otro dia, era la hora del almuerzo y yo no me podía levantar del guayabo tan berraco. A la 1 de la tarde Margarita llamó a saludarme y mi mamá le dijo que quizás el matrimonio iba a tener que posponerse. Nunca supe qué gritos pegó Margarita; lo cierto es que, gracias a unas inyecciones que me puso mi tío Fabio, a las 4 de la tarde me estaba casando como si la vida hubiera estado siempre normal. Los voladores pachunos animaron la ocasión mientras Cupido tiraba sus flechas.
Margarita, práctica a más no poder, no es mujer de poemas, y de practicar deportes mejor ni hablar. Su optimismo me ha invadido como una infección y, poco a poco, después de pasar de preocupación a preocupación (herencia materna), ahora tomo la vida con más calma, aunque nunca tanto como ella que es fresca como una lechuga. Es mandoncita, testaruda y, sin lugar a dudas, es la que lleva las riendas del hogar, y casi siempre con buena cara me acaricia la espalda antes de dormir. A los cuatro hombres de la casa les da cuatro vueltas y los pone a marchar a su antojo. Quizás por haber llegado a vivir a Colombia tarde en su adolescencia no capta cuando los amigos están tomando del pelo, interviene en la conversación cambiando el tema cuando la reunión está en otra onda y no es la reina ni del tacto, la prudencia o la diplomacia. Es de una generosidad sin límites y, como es de armas tomar, vive diciendo y haciendo, y su ayuda, siempre inmediata, nunca se queda en el deseo. Buena lectora, lee los libros en su teléfono; aunque absurdo, sí, tiene la ventaja de que no se acumulan libros por ahí. En eterna lucha contra el sobrepeso, ha hecho todas las dietas habidas y por haber, y quien la oyera pensaría que tiene un doctorado en nutrición.
La mujer de mi vida tiene alma de empresaria, ¡quién lo iba a pensar! (yo que de eso sí que pocón). De ojos verdes grandotes marcados con un signo de interrogación, ha tenido negocios al por mayor y, aunque nunca se volvió millonaria, se los ha gozado de principio a fin. En la universidad viajaba en flota a Boyacá por las noches a comprar lana virgen directamente de campesinos en Duitama y con esa lana hacía sacos para exportar a Estados Unidos. De esos viajes en bus le quedó el amor por Pastor López. Tuvo un negocio informal de sánduches a la entrada de la Universidad de los Andes y tenía como clientes a todo el mundo (menos a mí porque me parecían muy caros). Y cuando nos fuimos a Inglaterra vendió artesanías colombianas y llegó a ser la segunda exportadora del país después de Artesanías de Colombia. Ya en Washington le ha jalado a todo: tuvo una creperie donde también vendía comida callejera típica de la India y del Sudeste Asiático, remodeló edificios y casas desde Ohio a Nueva York y cuando tuvo Airbnbs se sintió realizando su sueño de niña de tener un hotel.
Aunque ella habría querido continuar inventando negocios, parecería que finalmente se va a quedar quieta y de pronto así se me quite la picazón que me producen las incertidumbres de su mundo empresarial y que tengo desde que empezamos a salir. Ojalá sin sus negocios encuentre algo que la apasione igual y juntos descubramos un pasatiempo que podamos compartir más allá del cine, las series de televisión, y las ocasionales salidas a restaurantes (que ella siempre escoge pues, según su criterio, de comida yo nada sé). Hace unos años las caminatas parecían una opción e hicimos unas buenas y sufridas en Nueva Zelanda, Myanmar y Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. Sin embargo, ese gusto se le fue y ahora tocará seguir explorando una pasión en común. Con tantas bicicletas eléctricas que vimos por acá, esa sería una opción. Vamos a ver si la convenzo de que al menos las ensaye una vez. Aunque es probable que diga que no y que hasta ahí llegue mi ilusión, de lo que sí estoy seguro es de que salir a pasear de mano cogida por la calle o darme un beso cuando llego a la casa son opciones que no estaban contempladas ni siquiera en esa tarde en la que, hace ya casi 36 años, los voladores pachunos explotaron en el aire y las flechas de Cupido nos envenenaron de amor.
Steenderen, 10 de junio
La gran novedad de hoy es que nos encontramos con Jasper, el novio de Inés (la hija de Iván). Jasper es holandés, vive en La Haya y nos va a acompañar hasta que lleguemos a Ámsterdam el 13 de junio. Nos habíamos conocido en noviembre del año pasado en una visita fugaz que hice a Bogotá (estaba de paso para Palomino a encontrarme con amigos del colegio) y Jasper estaba en su último día en Colombia después de unas vacaciones de casi tres semanas.
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Jasper nos estaba esperando en un castillo en ‘s-Heerenberg, un pueblo holandés muy cerca de Alemania. Iván y yo habíamos pedaleado unos 45 kilómetros hasta llegar ahí y estábamos avergonzados de no habernos despedido en forma de Alemania pues la frontera nunca apareció; pero la alegría de ver a Jasper nos hizo olvidar la vergüenza y nos pusimos contentos de llegar a Holanda. Su compañía será el mejor remedio para que no se nos salga la melancolía en estos últimos días.
Después de los abrazos y risas de rigor, el nuevo coequipero marcó el paso y yo me relajé de no tener que ser el responsable de estar viendo los mapas de la ruta. Dicen las malas lenguas que el pobre estaba nervioso de tener que seguirnos el ritmo y, quizás también, de tener que aguantar las chocheras del suegro y las mías por los próximos días. Si estaba nervioso lo disimuló muy bien y se dio cuenta rápidamente de que no sería difícil seguirnos el paso. Pedaleamos una hora juntos antes de llegar a Doesburg. Situado estratégicamente entre dos ríos, Doesburg fue un centro económico y administrativo importante durante el medioevo pero después del siglo XV, en parte debido a que uno de sus ríos perdió profundidad, el pueblo entró en declive.
Cuando llegamos, Doesburg estaba de fiesta. Había música típica en las calles, la gente llevaba vestidos típicos y el ambiente era de carnaval. Hacía calor y después de 65 kilómetros el cuerpo pedía almuerzo acompañado de panini líquido (ver crónica VIII de esta serie). Almorzamos en un restaurante de comida de Indonesia, un bienvenido respiro al exceso de italiano que hemos comido durante la travesía. Conversamos de la vida, de la ruta de los próximos días y Jasper nos contó un poco de su trabajo en el Ministerio de Asuntos Sociales en donde, durante los últimos años, ha estado trabajando como parte de un equipo que se encarga de supervisar y regular los subsidios que se les dan a las empresas a raíz del Covid.
Después de 90 minutos de descanso, les metimos pedal a los últimos kilómetros del día en medio de ciclovías del otro mundo (hoy hicimos 80 kilómetros). Las de Alemania eran inmejorables pero las de acá les ganan. Son más anchas y, cuando no son exclusivas para bicicletas, hay carriles a lado y lado y casi más anchos que para los carros (al menos en las vías secundarias). En un momento pasamos por campos con muchas carpas y carros-casas al lado del río que parecían tener su gracia; pero la verdad es que estábamos deseosos de llegar a la meta pues el calor empezaba a hacer estragos y el viento soplaba con ganas. Nos estamos quedando en una casa muy agradable que encontró Jasper y en la que nos sentimos como reyes. Y el plan es ponernos a ver la final de la Liga de Campeones.
Buren, 11 de junio
Hoy nos estamos quedando en la casa de Bas y Machteld, amigos de los papás de Jasper. Estamos cansados después de otro día de sol (pedaleamos a 34 grados centígrados) y de haber recorrido 111 kilómetros. Bas quería hacernos sufrir y tantear a estos colombianos para ver qué tan duros eran. La verdad, nos hizo sufrir pero la pasamos bueno conversando y haciéndonos los duros; no nos íbamos a dejar ganar de un holandés sesentón con piernas frescas. Iván sacó a relucir que cuando quiere ser educado puede serlo: si yo hubiera aunque fuera mencionado la posibilidad de hacer más de 90 kilómetros, me habría mandado al chorizo. En cambio con Bas fue solo sonrisas.
Muy queridos nos dieron una comida sabrosa, con gusanos importados del Congo y todo. Afortunadamente, Jasper les había dicho que yo era vegetariano, o sea que no había gusanos para mí. Confieso que no estoy seguro de si podría comérmelos o no; pero lo que sí sé es que técnicamente no podía comerme el postre porque tenía mucho huevo… pero ahí sí me hice el pendejo y hasta repetí. La casa es grande, moderna y cómoda y queda en el campo en medio de un cultivo de peras (Bas, además de ser consultor tributario de empresas multinacionales, es agricultor). Por segunda noche consecutiva Iván y yo estamos durmiendo en cuartos separados, un lujo sibarita que en pocas ocasiones hemos podido disfrutar durante el viaje.
El día empezó temprano pues queríamos desayunar en Bronkhorst, un pueblo cercano (y que tiene, según la ley, estatus de ciudad) en donde dormimos ayer y donde se dice que vivió Charles Dickens durante tres años. El desayuno fue sabroso y veloz pues teníamos cita con Bas a las 9:45 en Hoog-Keppel donde su esposa es pastora en una iglesia protestante holandesa. Apenas llegamos, nos saludamos y arrancamos a pedalear de nuevo y a las dos horas estábamos sentados en un café en Oosterbeek, al lado del Museo de Guerra. Ahí nos encontramos con Martín, el sobrino de Iván, que lleva un año en Holanda estudiando una maestría relacionada con tecnología aplicada a la geografía y/o generación de mapas (un tema de interés para la planeación urbana, por ejemplo). En medio de la chismografía con Martín, todos menos Bas nos tomamos unas cervezas para combatir el calor y las acompañamos de un “tosti”, que es como los holandeses llaman un sánduche de queso derretido (y jamón, si el cliente lo desea) en pan comapán.
Era la 1:30 de la tarde y aún nos faltaban 50 kilómetros. Así que dejamos la chismoseadera y a echar pedal se dijo. Bas nos puso a ritmo de crucero de 28 kilómetros por hora y así pedaleamos por más de una hora hasta que paramos al lado de un río a tomarnos otras cervezas. Ya más frescos, nos despedimos de Martín, quien tomó rumbo a su universidad, y pedaleamos los 15 kilómetros que faltaban para llegar a la casa de Bas. Ahí conocimos a Machteld. La acompañé un rato largo en la cocina y hablamos de teología (tema que me encanta y del cual quisiera saber mucho más), de su trabajo como pastora, de las dificultades de la gente joven para llevar una vida espiritual, de mi experiencia con el yoga y, en fin, temas relacionados que me hicieron sentir en la presencia de una persona amorosa con una mente amplia y una actitud liberal ante la vida. Después vinieron los gusanos, una charla amena en la mesa y las buenas noches.
Rotterdam, 12 de junio
Salimos de la casa de Bas y Machteld a las 9 de la mañana, tal como lo había dispuesto Iván. De querido, Bas nos acompañó los primeros 45 minutos, pero el inevitable adiós llegó cuando tocaba. Le dije que ojalá nos viéramos en Washington si es que le da por visitar a su gran amigo Bart, el papá de Jasper (quien ahora es asesor económico de la Embajada de Holanda en Washington, después de haber sido embajador en Turquía). Después de los abrazos, mantuvimos una buena velocidad de crucero (por encima de los 25 kilómetros por hora). En las tierras bajas, la maravilla de ciclovías y lo plano del terreno hacen fácil andar rápido sin mayor esfuerzo.
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Los últimos kilómetros los pedaleamos por “la tierra de los molinos”, famosa por la ingeniería que convirtió pantanos en tierra firme gracias al trabajo de los molinos y la construcción de diques y canales. En los metros finales, 19 molinos nos flanquearon a lado y lado y así llegamos a Kinderdijk, un sitio que ha sido denominado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Ahí almorzamos, nos tomamos unas cervezas congeladas y ya con energía tomamos el ferry a Rotterdam. Ana, la esposa de Iván, e Inés, su hija, nos estaban esperando en el puerto con pitos y trompetas, bailes y cantos. Los saludos y abrazos fueron como los que se ven en las películas de amor y el capo estaba de pecho henchido y con lágrimas en los ojos. Aunque nunca es bueno cantar victoria antes de tiempo (al fin de cuentas la etapa de mañana es de al menos 100 kilómetros) yo también me emocioné pero me hice el bobo.
La tarde la pasamos juntos y fue rico volver a ver a Inés. Después de haber estudiado canto en Múnich y Viena, vivió en Washington durante casi cuatro años —entre el 2014 y el 2018—, y allí sacó su pregrado en Teatro Musical. Allá la veíamos prácticamente todas las semanas y su alegría irradiaba por todas partes los sábados y domingos que se quedaba en la casa. Y como pavos reales íbamos a verla actuar en los varios roles principales que tuvo en el Teatro Gala, el teatro hispano más antiguo de Washington. Poco después de graduarse se fue a Nueva York a buscar fortuna en el mundo artístico de la Gran Manzana, y dejamos de verla con la frecuencia que habríamos querido… y ahí llegó el Covid. Como los de tanta otra gente, sus planes cambiaron con la pandemia y después de una breve estadía en Colombia se vino a Holanda donde hizo una maestría en Música, con especialización en Teatro Musical, en la Universidad Fontys de Artes en Tilburgo. Y acá anda, con su energía y su sonrisa de siempre, con Jasper a su lado, y luchando por hacerse una vida en el mundo de los artistas de Holanda y del mundo. La bienvenida que nos dio en Rotterdam quedará marcada en los anales de la historia.
Ámsterdam, 13 de junio
¡Llegamos a la meta! Aunque ya la visualizábamos desde semanas atrás, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La etapa fue sufrida y larga. Mientras salíamos de Rotterdam experimentamos un tráfico de bicicletas como el que nunca había visto. Las bicicletas nos rodeaban como moscas, y era importante saberse los trucos de montar en pelotón y señalizar cada frenada, cada vuelta a la derecha o a la izquierda. A los 45 minutos pasamos por el centro de la maravillosa Delft, cuna del gran Vermeer, con sus canales, iglesias y estudiantes que pululaban andando en sus ciclas. Y de ahí, pasamos a La Haya, vimos la sede del Parlamento y la casa de los papás de Jasper (donde él vive). La casa está cubierta parcialmente de hiedra, un toque que a mí me transporta a mi barrio de la infancia. Y de ahí, sufra navegando en medio de unas dunas de arena que protegen la tierra firme del mar, con el océano ahí al lado y con un viento en contra que soplaba con furia de lobo feroz. En un pueblo antes de decirle adiós al mar y empezar a pedalear nuestros últimos kilómetros, paramos en una playa y allí Iván y Jasper se pegaron su chapuzón en un agua fría fría que a mí no me tentó.
Así como en el Tour de Francia con su llegada a los Campos Elíseos, la etapa de hoy era también grandiosa por la llegada, en medio de los maravillosos canales de Ámsterdam y por el embalaje final; pero ya las cartas estaban jugadas. Al llegar, Inés y Ana estaban ahí esperándonos con un acordeonista maravilloso, con diplomas para conmemorar la ocasión, con flores y un amor sin fin. La prensa internacional nos entrevistó después de bajar del podio y dijimos estas palabras. Obviamente, el capo fue la sensación y muy compuesto dijo:
“Capo sin equipo de apoyo no llega a la meta.
“Quiero empezar estas palabras sobre nuestra travesía de dos meses agradeciendo a mis coequiperos. Empiezo por Dios y por la Virgen, acompañantes incondicionales de día y de noche en el camino. Quiero agradecerle a Ana, mi esposa, que con tanta generosidad aceptó que yo me ausentara estos dos meses para poder cumplir mi sueño de marcar mi jubilación con esta gran aventura bajo el sol; a mis hijos: Inés, mi hija música y actriz, que cada día me enviaba —amorosamente redactadas— una reflexión, una anécdota, un pensamiento o una nota de un libro que me animaran en la jornada; Tomás, nuestro médico y quien a pesar de sus múltiples ocupaciones en el ejército sacaba tiempo para darme sus acertados diagnósticos sobre cualquier dolencia o preocupación de salud que tuviera; y Juan, quien con su autonomía e independencia me daba tranquilidad para poder concentrarme en mis jornadas diarias.
“Estoy profundamente agradecido con Javier y María José, nuestros grandes amigos, que nos prestaron su casa en Madrid como centro logístico y de recuperación, sin el cual la operación Cruce por Europa habría sido casi imposible. Agradezco a los amigos que estuvieron presentes (los que nos acompañaron físicamente en el camino) y a los que por sus múltiples obligaciones no pudieron estar presentes pero que con cada comentario, llamada o mensaje me llenaban de adrenalina para los siguientes kilómetros.
“Gracias a mi madre que en la llamada diaria me transportaba nuevamente a mi Cali bella contándome historias desde su balcón de la Sexta A y por haberme siempre enseñado, y ayudado, a desplegar las alas, aunque ello haya implicado muchas veces el sacrificio de la distancia. A mis hermanos y cuñados gracias también por estar presentes y por cuidar a mi madre. Por último, pero de ninguna manera menos importante, quiero agradecerle de todo corazón a Alejandro, el compañero, porque fue el que me cogió la caña para hacer de esta locura una realidad.
“Después de estos largos, pero necesarios, agradecimientos quiero intentar responder dos preguntas que me hago y que me han hecho.
“Respondería así a la primera pregunta (¿cuál era el propósito de este viaje?) diciendo que en parte el propósito era dar un ejemplo a quienes creen que cuando llega el tiempo de retirarse de su trabajo es porque es hora de parar. ¿A qué me refiero con ‘parar’?: No volver a madrugar, no tener proyectos, dejar de tener intereses, y, lo más doloroso, dejar de soñar. Este cruce por Europa fue siempre un sueño muy lejano porque requería tiempo, esfuerzo, vitalidad, empeño y ahorros, pero poco a poco lo fui acercando hasta que ‘todo se dio’; y acá estamos, haciendo realidad este gran sueño, un cruce épico desde el Mediterráneo hasta el Mar del Norte, desde Atenas hasta Ámsterdam. Los invito a seguir soñando siempre, aunque a veces esos sueños parezcan lejanos; solamente soñando mantienes motivados el alma, el espíritu y el cuerpo.
“La segunda pregunta se refiere a las enseñanzas y quería mencionar algunas ¡de tantas que este viaje me dio! En primer lugar pensé en que quisiera que los jóvenes tuvieran presente que la edad no nos separa tanto como ellos creen. Ni las canas ni la jubilación nos hacen diferentes. Somos iguales, solo que tenemos un poco más de experiencia; y ese coctel de experiencia y espíritu joven puede ser poderoso para cualquier idea que se quiera desarrollar. Desde luego que también me ratifiqué en mi propósito de tratar de tener siempre unas buenas condiciones de salud física y espiritual para poder lograr muchos sueños.
“Además, pensé en la importancia de apreciar lo que tenemos —familia, amigos y país— y de llevar poco equipaje en los recorridos físicos, y en el de la vida aligerarnos de pensamientos o cargas negativas. Hubert Frank, nuestro amigo de 80 años, nos dio con su ejemplo una importante lección de vida que lo resume todo a la perfección: ¡no parar de pedalear nunca ni real ni metafóricamente!”.
Y yo, Alejandro, también tengo mis palabras de agradecimiento. Al fin de cuentas, como decimos los ciclistas, es mucha la gente a la que hay que agradecer. Al contrario de Iván, yo sí me puse a berrear y dije así: a Margarita que, siempre con buena cara (no obstante su temor de que me iba a ir al otro mundo antes de tiempo y a pesar de la secuela de la descapitalización), me apoyó para cumplir este sueño; a mis hijos, esperando que algún día gocen estas crónicas que, de alguna forma, fueron escritas para ellos; a Iván, tan diferente a mí en casi todo (aunque quizás no en lo fundamental) y quien aguantó por dos meses mis ronquidos, mis cogidas de mano, mi todo; a Ana, mi casi hermana y esposa de Iván, que me fregó para que escribiera estas líneas y las editó con tanto gusto y a la velocidad de un rayo, estuviera donde estuviera; a los coequiperos a lo largo de la travesía cuya compañía y amistad enriquecieron el camino; a los amigos del alma que me enviaron mensajes casi todos los días y me hicieron sentir que escribir las crónicas valía la pena; a todos nuestros anfitriones que siempre nos recibieron con los brazos abiertos y nos hicieron sentir en casa; a mis amigos ciclistas de Washington que me ayudaron a entrenar y siempre me esperaron a la vuelta de la esquina a sabiendas de que soy el último en llegar; a nuestros seguidores en Instagram, conocidos y por conocer, que nos enviaron voces de aliento y parecían gozar el viaje más que nosotros; a Mauricio Reina, que nos presionó a enviarle vídeos diariamente para darnos un espacio en su programa de televisión, Impacto Económico; y obvio, a Fidel Cano y a El Espectador por la generosidad de publicar estas crónicas y por ofrecerme la oportunidad de dármelas de escritor y contar una parte de quien creo que soy.
Aquí, todas las entregas de esta serie:
- Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones (I)
- Antes de empezar a pedalear, un poco de turismo y de tensiones (II)
- Los primeros cinco días de verdad, verdad (ya nada de preparativos) (III)
- Adiós, Grecia; hola, Italia (IV)
- Dos sesentones en bici por Europa: Esto se puso bueno otra vez (V)
- Dos pensionados en bici por Europa: linda semana, con menos pedal y más descanso (VI)
- Otra semana histórica, con pedaleo escaso pero seguro (VII)
- Dos pensionados en bici por Europa: ¡Adiós, Italia; hola, Suiza! (VIII)
- Dos pensionados en bici por Europa: Y nos embolsillamos los Alpes (IX)
- Dos pensionados en bici por Europa: ¡Y finalmente tuvimos un incidente mecánico! (X)
- Aunque nos quedamos sin coequiperos, la hospitalidad en el camino nos acompaña (XI)
- Dos pensionados en bici por Europa: pedaleando por Alemania rumbo al norte (XII)
- Ya casi saludamos a Holanda y sentimos un aroma a que esto se nos acabó (XIII)
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