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Esta es la crónica de un viaje en bicicleta entre Atenas (Grecia) y Ámsterdam (Países Bajos) —4.000 kilómetros aproximadamente— de dos amigos sesentones que se conocieron en una estación de tren en Cardiff, Gales, hace 31 años. Alejandro, economista y exfuncionario de una institución financiera internacional en Washington, ahora pasa el tiempo entre la bicicleta, un tapete de yoga y uno que otro libro (cuando le alcanzan las energías). E Iván, administrador de empresas y ex alto ejecutivo de una empresa colombiana de exportación, quien ahora, recién jubilado, está aún por descubrir lo que quiere hacer en esta nueva etapa y quien se dió como premio de jubilación la dichosa tortura de este paseo. El “paseo” empieza el 15 de abril y Alejandro estará enviando sus crónicas para El Espectador regularmente. Más información y fotos en Instagram @bicisesentones
Tal como decidimos hace una semana, durante los últimos días le bajamos el ritmo al pedaleo para no llegar a Ámsterdam tan pronto. Así que, desde la última crónica, recorrimos apenas 240 kilómetros (ya llevamos 3.260 en total desde Atenas), nos tomamos otro día de descanso, disfrutamos del Rin y sus castillos en plan de paseo dominguero (aunque sin ollas con sopa o arroz con pollo), conversando con colegas ciclistas y sintiendo la nostalgia anticipada de esta aventura que ya casi se parece a un recuerdo. Escribí muchas líneas al lado del río con una copa de vino como compañera y nos despertamos siempre con las campanas de las iglesias, cada una con melodías y voces diferentes. En Colonia, como el ángel de la guarda, las campanas de su catedral y la docena de iglesias románicas no nos desampararon ni de noche ni de día. A Düsseldorf, que no estaba en los planes, llegamos en día de fiesta y sus calles, que en un principio estaban tan vacías que asustaban, poco a poco se fueron animando, con el Rin, siempre el Rin, acompañándonos.
Boppard, 4 de junio
Nos despertamos con la tristeza de saber que Colombia había perdido 3-1 contra Italia en el mundial Sub-20. No sé por qué tiendo a pensar que cada vez que uno se ilusiona, se desilusiona. Eso me pasa con la vida y en especial con la selección, los escarabajos, los tenistas y demás deportistas patrios. Uno podría pensar que lo mejor sería ignorarlos, no sufrir, y luego gozar con sus triunfos. Sin embargo, lo cierto es que son unos berracos, si no se sufre no se goza, y las alegrías y tristezas que nos dan son parte de una vida sin la cual no sería tan grato andar por el mundo.
Después de darnos otro premio con el desayuno del hotel, tomamos camino hacia Boppard. Eran 73 kilómetros y estábamos nerviosos después de haber llegado tan cansados antier (ver crónica XII de esta serie). Afortunadamente la etapa fue deliciosa y habríamos podido seguir per sécula seculórum. La primera hora y media anduvimos por praderas con cultivos de cebada y, por primera vez, entre tantos cantos de pájaros que hemos escuchado, oí claramente el cucú del cuco común. Inmediatamente pensé en Tata, mi abuela materna, y en ese reloj cucú que heredé de ella (y que se me dañó y luego perdí en uno de mis tantos trasteos), y que ella le había comprado a un alemán en Cali, por allá en los años treinta. Al alemán, que pasaba de casa en casa vendiendo chucherías, mi abuela también le compró miles de adornos para el árbol de Navidad, los cuales heredé y he ido reponiendo a lo largo de la vida para tener el árbol de Navidad más lindo del que se tenga noticia.
En esa primera hora y media siempre sentimos que el Rin estaba ahí, muy cerca, detrás de unos camellones por donde iba la ciclovía. La verdad me alcancé a poner nervioso. Me preguntaba por dónde carajos me estaba metiendo Google y si me iba a perder los famosos castillos del Rin. Me imaginaba que en cualquier momento Iván iba a saltar regañándome por no ir por donde tocaba.
Al llegar a Bingen me invadió la tranquilidad. Ahí empezaron a aparecer los tales castillos. No paramos en ninguno. Vimos algunos de cerca, otros de lejos. En Bingen estaba la Torre de los Ratones que aparece en un cuento popular alemán en el que a un gobernante explotador, por allá a finales del siglo X, lo queman en el establo unos campesinos. En Bingen también vimos el Niederwalddenkmal, una estatua grandotota por allá arriba en una montaña y construida por los alemanes después de su victoria sobre los franceses en la guerra de 1870/7. Y podría seguir citando este y otro castillo, unos a la derecha, otros a la izquierda del río, que surgían a medida que la ruta nos llevaba por Bacharach, Oberwesell (la “ciudad con las muchas torres”) y por Kaub, con la pintoresca Burg Pfalzgrafenstein en la mitad del río (por donde no pudo pasar ningún barco sin pagar impuesto). También podría contar cómo antecitos de llegar a Sankt Goar, donde nos tomamos unas cervezas, nos salvamos de los cantos y encantos de Lorely (crónica XII de esta serie). Y de ahí en adelante, antes de llegar a nuestra meta de hoy, seguimos viendo otras fortalezas al otro lado del río.
En Boppard nos sentamos a almorzar apenas llegamos a la plaza principal, dominada por una iglesia sin pretensiones. Nos enamoramos del pueblo instantáneamente. En el ambiente sentimos que había algo muy especial y corrimos al hotel a ponernos elegantes para ver si Boppard nos encontraba atractivos. Ya bañados, cada uno se fue por su lado. Iván estuvo en la iglesia y luego caminó al lado del río. Cuando nos volvimos a ver me contó que ayudó a una anciana y terminó medio enredado pues la pobre tenía demencia y no sabía dónde era su casa. Al final la acompañó a regresar al lugar donde la había encontrado; allí le dijeron que la conocían y que su hija la recogería más tarde. Además de contarme ese episodio, me preguntó si me había dado cuenta de cuál era la edad promedio de la gente que caminaba y estaba sentada a nuestro alrededor. Le dije que no. Con su cara me regañó por no darme cuenta de nada y me hizo ver que la mayoría de la gente era de nuestra edad e incluso bastante mayor que nosotros. Como dice Iván, la economía plateada parecería ser bastante importante para el turismo de estos lares y es mucha la gente mayor que vemos en sus bicicletas eléctricas, pedaleando felices.
Mientras Iván vivía sus aventuras y se daba cuenta de todo, yo estaba a la orilla del Rin tomándome unos vinos y empezando a escribir estas crónicas. Por absurdo que suene, lo que sentí mientras estaba solo me recordó las emociones que tuve durante mis dos visitas a Luang Prabang (Laos). Obviamente a Boppard se le sienten lo alemán y las comodidades del mundo moderno, y no tiene ni los templos budistas, ni la arquitectura colonial francesa de los siglos XIX y XX y quizás tampoco el romanticismo que se respira al lado del Mekong; pero lo cierto es que me sentí tranquilo y me dieron ganas de estar con Margarita (aunque ella de romántica, pocón). Además recordé que, al igual que al agua del Mekong, a la del Rin, que corría por mi lado, tampoco la volvería a ver.
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En medio de la nostalgia, me dio por llamar a mi hermana, Adelaida. ¡Ay, Adelaida!, personaje de queridura sin par. Ella es once años mayor que yo, y lloré como una Magdalena cuando al año de morir mi papá, ella cogió camino para los Estados Unidos, y pensé que nunca la volvería a ver. Fui admirador de todos sus novios, empezando por Rafael Isaacs (santafereño, infortunadamente), matemático de la Nacional y, hasta donde sé, profesor por muchos años de la Universidad Industrial de Santander. Quise a su primer esposo, Sunil Sengupta, y he gozado la amistad de su compañero de más de 35 años, Andy Brumer, poeta y golfista sin igual.
Los tiempos de Adelaida en la Universidad Nacional a principios de los años setenta, cuando estudiaba matemáticas, darían para una novela. Cómo olvidarse de las furias de mi abuela ese día que, en uno de los disturbios de la Nacional, metieron a su nieta del alma a la guandoca acusada de matar un caballo de la Policía. Esa misma noche la soltaron y nunca se supo si la libertad se debió a esos ojos de Adelaida que cuando está de mal genio pueden derrotar al más malvado de los monstruos. En cambio, Paul Bromberg, su enamorado de entonces y, muchos años más tarde, alcalde de Bogotá, pasó más de una noche en la soledad de los fríos calabozos de la capital.
Adelaida fue la persona que más sufrió con la cantaleta (por decir lo menos) que sabía echar mi mamá y, desde que tengo memoria, sus garroteras fueron dignas del coliseo romano. Al mismo tiempo, viajaron juntas por el mundo y mi mamá gozaba como nadie con los triunfos de mi hermana. Siempre se le salía el orgullo cuando hablaba del libro infantil que escribió Adelaida a mediados de los años ochenta, en el cual el personaje central, una niña, se mete en las profundidades de la laguna de Guatavita; o de los poemas que le publicó la revista The New Yorker años más tarde. Adelaida, quien trabajó toda su vida como profesora de español y literatura hispanoamericana en universidades de los Estados Unidos, es modesta como la que más; es la persona más sensible y culta que conozco y, aunque en Colombia nadie lo sabe, es una de las mayores especialistas en la obra de García Márquez.
Además de ser la mejor amiga, sus sobrinos gozan cada vez que la ven y, eso sí, se burlan —y sufren— a escondidas de la ansiedad con la que ella vive sus vidas. Mientras pedaleo en Europa supe que, sin abandonar su casa en Los Ángeles, será mi vecina por varios meses al año en Washington. Cuando hablamos hoy me contó que andaba a mil con todo lo que ese plan trae consigo. Aunque estoy feliz de imaginarme los ratos que pasaremos juntos, espero no desilusionarla demasiado cuando sepa que no fui a todos los museos, iglesias y sitios históricos a los que debí haber ido durante estos meses en Europa. Intentaré convencerla de que era difícil sacar la energía para la cultura después de horas de estar sentado en un sillín.
Remagen, 5 de junio
Hoy nos metimos 66 kilómetros a paso suave, siempre bordeando el Rin. El azul grisáceo del río siempre estuvo presente pero los castillos de ayer desaparecieron casi todos. Iván amaneció sociable y conversón (aunque no conmigo pues sospecho que ya está harto de mi escritura permanente y de que no me doy cuenta de lo que hay alrededor).
Durante el desayuno Iván se hizo íntimo de una pareja que vive en Australia (ella de origen inglés, él nacido en Croacia). Los dos arrancaron hace un par de semanas desde Ámsterdam, van destino a Croacia y, hasta el lago Como, seguirán una ruta muy semejante a la que hicimos Iván y yo. Son de una edad parecida a la nuestra y duermen a veces en hotel, a veces en carpa. Berracos. A diferencia de nosotros, que hemos estado bendecidos por los dioses, a la pobre señora, Sonia, le dio culebrilla (virus varicela-zóster) apenas empezó el viaje y solo hasta ahora está empezando a sentirse mejor. Harry, su esposo, quien cuando se jubiló compró un carro casa y viajó por toda Australia, vivió muchos años en China y es muy admirador de su progreso económico y de la manera como ese país ha reducido la pobreza de su población; Harry, por otra parte, tiene una pobre opinión de los Estados Unidos. Así como ayer añoré a Margarita, hoy agradecí que no anduviera por acá porque me la imaginé entrando en argumentos acalorados sobre la maldad de China (uno de sus temas favoritos junto con la perversidad de Trump y la desigualdad en Estados Unidos).
Hacia la mitad del camino, en medio del pedaleo, Iván le puso conversa a Rainer, un alemán. Se volvieron amiguísimos en segundos; tanto fue así que a Iván no le importó ignorar las sugerencias de Google para cruzar el Rin y andar por la otra orilla (algo que, en su sano juicio, jamás habría hecho). Después de andar con Rainer por casi una hora, paramos a tomarnos unas cervezas al lado del río a unos 10 kilómetros de Remagen, nuestra meta de hoy (famoso por un puente que desempeñó un papel importante durante las dos guerras mundiales y del cual hoy solo quedan unos restos a las orillas del Rin). Terminamos almorzando ahí mientras conversamos sobre nuestras familias, Alemania y Colombia y la vida en general. Pasamos un rato muy agradable, pero Rainer tenía aún bastantes horas por delante así que cada uno tomó su camino. Al llegar a Remagen, después de instalados en el hotel, me fui de nuevo a las orillas del Rin y en un restaurante con sombrillas rojas me puse a escribir viendo la vida y el río pasar y pasar. Y traté de darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor para que cuando llegara Iván no me regañara por vivir ensimismado.
Colonia, 6 de junio
Así como ayer, hoy nos despertamos con el sonido de las campanas de la iglesia vecina. Eran pocas las cosas que le gustaban a mi mamá más que el sonido de las campanas de una iglesia. Durante sus últimos años le encantaba ir con su caminador por la calle 16, en Washington, y llegar a oír los campanazos de las once de la mañana en una iglesia cercana a su apartamento. Ella, que era agnóstica (aunque a veces se las daba de atea), sentía con las campanas algo que venía del más allá, quizás algo parecido, nunca tan majestuoso, a la dicha que sentía escuchando las obras de Bach.
Hoy no teníamos afán ninguno y empezamos a pedalear a las 10 de la mañana. La jornada no era larga (57 kilómetros), teníamos cita para almorzar en Bonn y sabíamos que mañana estaría todo el día para conocer a Colonia pues descansaremos acá. A paso muy suave y disfrutando al máximo el azul del río y los pocos castillos que aún nos sorprendían a la distancia, nos demoramos un poco más de una hora en recorrer los 25 kilómetros hasta llegar a Bonn. A la entrada de la ciudad, sobre el río, pasamos por un barrio elegante con unas casas muy provocativas y también por frente de una sede de las Naciones Unidas que fue abierta en el 2006. Varias instituciones de las Naciones Unidas tienen su sede en este campus, incluida la Organización Mundial de la Salud.
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Lo primero que hicimos al llegar fue visitar el palacio de Poppelsdorf, un edificio barroco que desde 1818, en el Imperio Prusiano y junto con el parque aledaño, pasó a formar parte de la Universidad de Bonn. Ese mismo año el parque se convirtió en el jardín botánico de la ciudad. Si Adelaida hubiera estado con nosotros se habría quedado horas pues le encantan los jardines botánicos y heredó la pasión de mi abuela materna por las plantas. Las orquídeas que tuvo mi abuela en su casaquinta de El Refugio (en ese entonces a las afueras de Cali) hicieron historia.
Nosotros no tuvimos tiempo hoy para hacerles visita a las plantas o cultivar orquídeas. Teníamos cita para almorzar en el centro de Bonn en un restaurante que Fabio, esposo de Ana Althoff, les ayuda a manejar a sus papás. Ana es una de las mejores amigas de Inés, la hija de Iván. Al restaurante llegamos un poco antes de las 12:30, después de pasar por la casa donde nació Beethoven que estaba cerrada por ser martes. Quizás fue mejor que no estuviera abierta. Sospecho que de haber entrado me hubiera quedado con el vacío de no sentir lo que pensé iría a sentir, lo cual me pasa con frecuencia cuando visito ese tipo de sitios. Creo que ese sentimiento refleja ignorancia de mi parte porque no alcanzo a entender la importancia de todo lo que se exhibe en esas casas museo; pero también es el problema común asociado con pensar en un futuro que, cuando llega, no es el que se imaginó.
Con Ana y Fabio la pasamos bien, muy queridos nos invitaron a todo tipo de manjares y su presencia nos hizo olvidar que este paseo está que se nos acaba. El restaurante es italiano (los padres de Fabio son de “la bota”), es grande y queda en una esquina a dos cuadras de la casa de Beethoven. Tienen una niña de cuatro meses, e Iván gozó tanto con ella que me lo imaginé en unos años siendo un abuelo querendón como ninguno. El capo no veía a Ana hacía más de 15 años y en el poco tiempo que estuvimos juntos trataron de ponerse al día de sus vidas. Ana, de madre colombiana y papá alemán, siempre ha vivido en Bonn (excepto por un año que estuvo en el colegio Andino de Bogotá), es abogada y actualmente trabaja con el Ministerio de Finanzas en asuntos relacionados con el control al lavado de dinero. Después del almuerzo pasamos un rato por su casa en las afueras de la ciudad y después de que Iván se tomó su otra cerveza de rigor, Fabio pedaleó con nosotros unos 30 minutos a lo largo del Rin hasta estar seguro de que llegaríamos a Colonia sin problemas. De Bonn nos quedamos con buenas sensaciones de sus calles arborizadas y sus casas blancas de dos o tres pisos, sin pretensiones pero elegantes, en las cuales habríamos podido vivir tranquilos si supiéramos hablar alemán y no estuviéramos atados a Colombia y sus recuerdos.
A Colonia llegamos pasadas las cuatro de la tarde. El hotel que conseguimos es modesto pero está en el puro centro, a pocas cuadras del Rin y de la catedral. ¡Qué catedral! Apenas me duché, salí corriendo para conocerla. Siempre había querido visitarla y, en esta ocasión, lo que imaginé fue un mal dibujo de la realidad. La catedral gótica me recibió con las campanas de las seis de la tarde y, al entrar, un órgano me dio la bienvenida. Me senté un rato en las bancas de la nave principal y sentí muchas cosas. Pensé que las catedrales góticas (aunque quizás más las románicas) me acercan al más allá, acá; recordé a mi primo Santiago, que no sé si es agnóstico o ateo, y cuya sensibilidad infinita por Bach le hace (a veces) creer que mi Dios quizás no es invento; y se me ocurrió también que, si mi Dios es tan grande como para haberse hecho hombre, es también probable que se hubiera vuelto Hanuman, ese Dios mono, fiel compañero de Rama, devoto y yogui sin par, erudito, músico por excelencia y, muy a su manera, un desatanudos.
Düsseldorf, 8 de junio
Ayer fue día de descanso del pedal y de las letras. Se lo dediqué a la cultura aprovechando las bellezas que ofrece Colonia. Al empezar la mañana volví a entrar a la catedral y me encontré con Iván que estaba allí desde la madrugada y había asistido a misa. Después caminamos juntos, visitamos un par de iglesias de estilo románico de los siglos XII al XIV (hay una docena en Colonia) y nos despedimos porque yo quería visitar varios de los museos que tiene la ciudad. Empecé por el Schnütgen (con su colección de arte religioso del medioevo) y luego entré al Wallraf-Richartz (con su bella colección de arte medieval, barroca y del siglo XIX). Después estuve en dos iglesias románicas más, visité el museo Ludwig (con su recorrido por el arte del siglo XX y con una de las mayores colecciones de Picasso en Europa, aunque varias de sus obras estaban en préstamo a un museo de Corea). Además, aunque el museo arqueológico románico-germánico estaba en remodelación, fui donde estaban exhibidas algunas de sus piezas principales (procedentes de las excavaciones de la antigua colonia romana de Colonia, incluido el mosaico restaurado de Dionisio que data del año 220). Al final de la tarde me encontré con Iván, caminamos por el puente Hohenzoller, reconstruido en 1948, por donde se cruza el Rin y que los peatones comparten con al menos cuatro vías del ferrocarril. Hacia las siete de la noche, cansado como si hubiera corrido la etapa reina, nos sentamos a compartir las crónicas del día con unos vinos y cervezas.
Hoy apenas nos metimos 46 kilómetros. A paso de tortuga nos demoramos unas dos horas y media, de las cuales 30 minutos fueron saliendo de Colonia y otros 30 minutos entrando a Düsseldorf. La salida de Colonia fue sin duda más bonita. Sin embargo, esas salidas y entradas de las ciudades tienen siempre su interés pues dan una idea de los barrios donde vive la gente común y corriente, lejos de la belleza de las zonas históricas, sus catedrales y turistas. El poco tiempo que anduvimos por el campo, tuvimos al río al lado y los mapas de Google nos insistieron que cruzáramos en ferry a la otra orilla. En el primer cruce el ferry no estaba funcionando e Iván aprovechó la pausa obligada para ponerles conversa a varios ciclistas. Unos eran una pareja joven que había estado en Colombia hacía seis años y que recorrió el país de sur a norte y de oriente a occidente, incluidos los Llanos, el Caribe y Nuquí. Y la otra era una doctora que trabaja en Colonia y venía a pasar el día con su hermana en Düsseldorf.
Cuando finalmente cruzamos el río en el siguiente paso del ferry, estábamos prácticamente ya en los suburbios de Düsseldorf. Los barrios eran arborizados y atractivos para vivir pero a medida que nos fuimos acercando al centro, la arquitectura fue perdiendo su gracia y un cemento sin verde inundó la vista. Era demasiado temprano para llegar al hotel y Düsseldorf, la capital de la moda de Alemania, estaba tan vacía que si tenía vida no se la sentimos. A mí la moda siempre me ha tenido sin cuidado, pero hoy tenía ganas de que me diera rabiecita o sea que le sugerí a Iván que pasáramos por Königsallee, la lujosa calle comercial de la ciudad con todas las tiendas internacionales de lujo habidas y por haber. Como era día de fiesta, todo estaba cerrado (al menos a la hora de almuerzo cuando pasamos por ahí), la moda no apareció y me quedé con las ganas de criticar lo superfluo de la vida moderna.
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Nos fuimos rápido de esas calles que hoy parecían llenas de fantasmas y, atravesando el Hofgarten, un gran parque en el centro de la ciudad, llegamos al Rin y almorzamos en un pequeño bote que estaba anclado en sus orillas. Y de ahí, bordeando el río, nos fuimos al hotel que estaba en pleno centro y nos dimos cuenta de que la vida existía, y con ganas, en Düsseldorf (ciudad que, con Maguncia y Colonia, es conocida por sus fiestas de carnaval). Pasamos el final de la tarde en medio de calles con músicos callejeros, mesas con parejas de amigos conversando y con jóvenes que parecían fanáticos de fútbol gritando consignas en las calles.
A pesar de la fiesta y la alegría en las calles, es inevitable sentir en el ambiente que el final de esta travesía está por llegar. Como en todo en la vida, hay sentimientos encontrados. Por un lado, me gustaría seguir pedaleando por meses, sin ruta definida, y llegar quién sabe a dónde. Por otro lado, estoy cansado de la vida nómada y de cambiar de hotel todas las noches. Extraño a Margarita, a los hijos, a Tango (amigo fiel) y a Octavio y Violeta (personajes felinos; de Octavio se podría escribir una novela: el Sultán de Bután me lo quiso “robar”pagándole miles y miles de dólares a su criadora; pero eso es harina de otro costal).
Son tantos los abusos que esta excursión ha cometido contra los cinco sentidos que me dan ganas de irme, en algún momento del segundo semestre, a la India, a donde mis profesores de yoga en las estribaciones de los Himalayas. Allá siempre encuentro paz, exploro mi interior y me alejo del mundanal ruido (a pesar de los incesantes pitidos de las motos y los carros). Sin embargo, esa experiencia también la puedo lograr en mi casa si soy disciplinado y sería coherente con la necesidad que siento ahora de volver a ser sedentario. No es fácil ser coherente en la vida.
Mañana arrancamos para Xanten donde nació Siegfried, legendario héroe de la Canción de los Nibelungos, poema épico alemán. A esta hora no queremos recordar que Xanten será nuestra última escala en Alemania antes de llegar a Holanda.
Aquí, todas las entregas de esta serie:
- Atenas a Ámsterdam en bicicleta: una crónica de dos sesentones (I)
- Antes de empezar a pedalear, un poco de turismo y de tensiones (II)
- Los primeros cinco días de verdad, verdad (ya nada de preparativos) (III)
- Adiós, Grecia; hola, Italia (IV)
- Dos sesentones en bici por Europa: Esto se puso bueno otra vez (V)
- Dos pensionados en bici por Europa: linda semana, con menos pedal y más descanso (VI)
- Otra semana histórica, con pedaleo escaso pero seguro (VII)
- Dos pensionados en bici por Europa: ¡Adiós, Italia; hola, Suiza! (VIII)
- Dos pensionados en bici por Europa: Y nos embolsillamos los Alpes (IX)
- Dos pensionados en bici por Europa: ¡Y finalmente tuvimos un incidente mecánico! (X)
- Aunque nos quedamos sin coequiperos, la hospitalidad en el camino nos acompaña (XI)
- Dos pensionados en bici por Europa: pedaleando por Alemania rumbo al norte (XII)
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