Yo estuve en: los Olímpicos de la pandemia
Los de Tokio 2020 pasarán a la historia como los Juegos del covid-19, pero también los de la salud mental, entre la excelencia y las demostraciones políticas por un deporte más justo e incluyente.
María José Medellín Cano
En la historia de las competencias deportivas de más alto nivel solo la guerra se había interpuesto a la realización de esperados torneos como el Mundial de Fútbol o los Juegos Olímpicos. Hasta 2020, el año en el que cambió todo -al menos por un tiempo-. Un virus desconocido que se identificó en la ciudad china de Wuhan terminó poniendo en jaque a una humanidad acostumbrada a entenderse entre besos y abrazos; hasta los apretones de manos quedaron proscritos. Cómo no iban a correr el mismo destino los eventos deportivos masivos, en los que miles de espectadores se agolpaban para ver a los atletas hacer lo que mejor hacen: que piruetas casi imposibles parezcan fáciles de ejecutar.
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Fue por el virus, al que llamaron covid-19 y causó la primera pandemia del siglo XXI, que Tokio 2020 no tuvo lugar en 2020, cuando estaba programado, sino en 2021, cuando se pudo. Fue por el virus, el mismo que hizo de ciudades populosas como Nueva York o La Meca lugares fantasmas, que en Tokio las graderías semivacías se volvieran el paisaje que rodeaba a los atletas, ocupadas tan solo por miembros de las delegaciones o periodistas. En cierta medida, Tokio 2020 fue también un lugar fantasma. Seguro que hasta a esos integrantes de la crema y nata del deporte les hicieron falta los aplausos, los vitoreos y las ovaciones.
Tokio 2020 fue una experiencia sobrecogedora por muchas razones, y una de ellas, de lejos, fue el retiro en plena competencia de la grandísima gimnasta Simon Biles, luego de haber conseguido cinco medallas de oro en Río 2016. Era de no creer. Al principio nadie entendía nada y -quién lo hubiera pensado- el tapabocas en su rostro fue su mayor aliado. Ese pedazo de tela que evitó que esta pandemia fuera un desmadre completo y que en el evento era obligatorio, hacía difícil leer en ella algún gesto que permitiera comprender la decisión que había tomado, la determinación con que la arropó o el dolor que le producía.
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Biles, como la mayoría de la humanidad, llegó a Tokio tras pasar meses sometida a fuertes restricciones sociales y de movilidad. En ese tiempo, los demonios de muchos tocaron la puerta y nos informaron que era hora de darles la cara. Para Biles, quien abiertamente ha compartido su convulsionada historia familiar, esos demonios incluían el rastro de Larry Nassar, el médico del equipo de gimnasia de Estados Unidos que abusó de cientos de niñas y adolescentes, y fue condenado por ello en 2018. Un mes después de dejar los Olímpicos en nombre de su salud mental, Biles se paró ante el Senado de su país a reclamar que el culpable no era solo Nassar, sino “el sistema que permitió que perpetrara sus abusos”.
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Las cámaras siempre parecen dispuestas a capturar a personas como Biles, pero poco enfocan el sentimiento de derrota que aplasta a quienes no consiguieron una medalla a pesar de sus enormes talentos y disciplina. Están en el Olimpo del deporte y, aun así, se tratan como ciudadanos de tercera al no obtener el oro, la plata o el bronce. Quizá por eso mismo es que resultaba más impresionante aún ver a esos atletas que ponían sus convicciones personales por encima del empeño que le han dado a su carrera deportiva con gestos que bien podía costarles hasta la expulsión. Se arrodillaban antes de un juego, le daban la espalda a una bandera. Su Dios y la política, para algunos, estaban en primer lugar. Ya después habría campo para el deporte.
Lo hicieron las jugadoras de fútbol de las selecciones de Estados Unidos, Chile, Nueva Zelanda y Gran Bretaña, que se arrodillaron antes de los partidos en señal de que la injusticia social debe acabar. O las jugadoras de hockey de césped de Alemania, que usaron una cinta con la bandera del arcoíris alrededor de sus tobillos. El deporte es un fin, pero para deportistas como ellas puede ser también un medio para llenar de contenido o para enviar mensajes poderosos y transformadores. ¿Las escuchó alguien? Difícil saberlo en este mundo que se rige por el distanciamiento social, ese paradigma que impuso la ciencia en su intento de evitar lo inevitable -el avance de la pandemia del covid-19-, pero que va tan en contravía de la esencia de los seres humanos.
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Tokio 2020 fue toda una burbuja. Las delegaciones no interactuaban entre ellas, las máscaras hacían todo tan bioseguro como impersonal, el descontento de la población japonesa por la realización de las justas durante el segundo pico de la pandemia que no alcanzó a sentirse en las tribunas. El covid-19 fue protagonista -y cómo no serlo-, pero no fue el único protagonista. Los problemas de salud mental, que en estos Juegos representó Biles y que se han profundizado en millones de personas por cuenta de los encierros y la incertidumbre que ha dejado el virus, y la inclusión que hoy exigen hasta quienes solían no decir nada -los deportistas, precisamente- también fueron una marca registrada de este certamen que, sí o sí, estaba destinado a pasar a la historia.
En la historia de las competencias deportivas de más alto nivel solo la guerra se había interpuesto a la realización de esperados torneos como el Mundial de Fútbol o los Juegos Olímpicos. Hasta 2020, el año en el que cambió todo -al menos por un tiempo-. Un virus desconocido que se identificó en la ciudad china de Wuhan terminó poniendo en jaque a una humanidad acostumbrada a entenderse entre besos y abrazos; hasta los apretones de manos quedaron proscritos. Cómo no iban a correr el mismo destino los eventos deportivos masivos, en los que miles de espectadores se agolpaban para ver a los atletas hacer lo que mejor hacen: que piruetas casi imposibles parezcan fáciles de ejecutar.
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Fue por el virus, al que llamaron covid-19 y causó la primera pandemia del siglo XXI, que Tokio 2020 no tuvo lugar en 2020, cuando estaba programado, sino en 2021, cuando se pudo. Fue por el virus, el mismo que hizo de ciudades populosas como Nueva York o La Meca lugares fantasmas, que en Tokio las graderías semivacías se volvieran el paisaje que rodeaba a los atletas, ocupadas tan solo por miembros de las delegaciones o periodistas. En cierta medida, Tokio 2020 fue también un lugar fantasma. Seguro que hasta a esos integrantes de la crema y nata del deporte les hicieron falta los aplausos, los vitoreos y las ovaciones.
Tokio 2020 fue una experiencia sobrecogedora por muchas razones, y una de ellas, de lejos, fue el retiro en plena competencia de la grandísima gimnasta Simon Biles, luego de haber conseguido cinco medallas de oro en Río 2016. Era de no creer. Al principio nadie entendía nada y -quién lo hubiera pensado- el tapabocas en su rostro fue su mayor aliado. Ese pedazo de tela que evitó que esta pandemia fuera un desmadre completo y que en el evento era obligatorio, hacía difícil leer en ella algún gesto que permitiera comprender la decisión que había tomado, la determinación con que la arropó o el dolor que le producía.
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Biles, como la mayoría de la humanidad, llegó a Tokio tras pasar meses sometida a fuertes restricciones sociales y de movilidad. En ese tiempo, los demonios de muchos tocaron la puerta y nos informaron que era hora de darles la cara. Para Biles, quien abiertamente ha compartido su convulsionada historia familiar, esos demonios incluían el rastro de Larry Nassar, el médico del equipo de gimnasia de Estados Unidos que abusó de cientos de niñas y adolescentes, y fue condenado por ello en 2018. Un mes después de dejar los Olímpicos en nombre de su salud mental, Biles se paró ante el Senado de su país a reclamar que el culpable no era solo Nassar, sino “el sistema que permitió que perpetrara sus abusos”.
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Las cámaras siempre parecen dispuestas a capturar a personas como Biles, pero poco enfocan el sentimiento de derrota que aplasta a quienes no consiguieron una medalla a pesar de sus enormes talentos y disciplina. Están en el Olimpo del deporte y, aun así, se tratan como ciudadanos de tercera al no obtener el oro, la plata o el bronce. Quizá por eso mismo es que resultaba más impresionante aún ver a esos atletas que ponían sus convicciones personales por encima del empeño que le han dado a su carrera deportiva con gestos que bien podía costarles hasta la expulsión. Se arrodillaban antes de un juego, le daban la espalda a una bandera. Su Dios y la política, para algunos, estaban en primer lugar. Ya después habría campo para el deporte.
Lo hicieron las jugadoras de fútbol de las selecciones de Estados Unidos, Chile, Nueva Zelanda y Gran Bretaña, que se arrodillaron antes de los partidos en señal de que la injusticia social debe acabar. O las jugadoras de hockey de césped de Alemania, que usaron una cinta con la bandera del arcoíris alrededor de sus tobillos. El deporte es un fin, pero para deportistas como ellas puede ser también un medio para llenar de contenido o para enviar mensajes poderosos y transformadores. ¿Las escuchó alguien? Difícil saberlo en este mundo que se rige por el distanciamiento social, ese paradigma que impuso la ciencia en su intento de evitar lo inevitable -el avance de la pandemia del covid-19-, pero que va tan en contravía de la esencia de los seres humanos.
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Tokio 2020 fue toda una burbuja. Las delegaciones no interactuaban entre ellas, las máscaras hacían todo tan bioseguro como impersonal, el descontento de la población japonesa por la realización de las justas durante el segundo pico de la pandemia que no alcanzó a sentirse en las tribunas. El covid-19 fue protagonista -y cómo no serlo-, pero no fue el único protagonista. Los problemas de salud mental, que en estos Juegos representó Biles y que se han profundizado en millones de personas por cuenta de los encierros y la incertidumbre que ha dejado el virus, y la inclusión que hoy exigen hasta quienes solían no decir nada -los deportistas, precisamente- también fueron una marca registrada de este certamen que, sí o sí, estaba destinado a pasar a la historia.