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Los argentinos, por medio del fútbol, van demostrándose a sí mismos que siempre es posible romper los límites de las pasiones. Lo de ayer en Buenos Aires superó las propias expectativas de sus habitantes. El bus que transportaba a la selección de Argentina por las calles de la capital, y que pretendía llegar al Obelisco, tuvo que suspender su trayecto, pues la cantidad de gente y los mecanismos de seguridad impidieron que el combinado nacional avanzara al ritmo esperado. Fueron cerca de cinco millones de personas en las calles esperando y persiguiendo a los campeones del mundo, que terminaron siendo transportados en dos helicópteros.
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La selección sobrevoló la Avenida 9 de Julio, la Plaza de Mayo y el Obelisco. Parece una perfecta metáfora. Los argentinos celebraron mirando al cielo, y desde lo más alto Lionel Messi y compañía corearon y saludaron a sus hinchas. Así se experimenta la gloria, mirando y cantando desde el principio del firmamento.
Una celebración que reafirma la pasión de los argentinos, que deja claro que es el país del fútbol, porque puede que en otras naciones se juegue en las calles, en las casas o en los parques, pero en Argentina se vive como si de ello dependiera la vida. Así alientan, así juegan. Dejan el cuerpo, dejan el corazón. Y como toda pasión, solo la entiende quien la vive. Para los demás será delirio, para los que gozan, es apenas lo justo, porque sí, sabemos que el fútbol no parte del principio de la justicia, pero cuando ocurre la emoción y la sensación de que eso era lo correcto es mayor. Y eso pasó el domingo en Catar, cuando la imagen de Messi levantando la Copa del Mundo se volvió una realidad.
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Fueron tres días de histeria colectiva, de permitir olvidarse de los problemas económicos, de las tragedias individuales. El fútbol, tan señalado de ser pan y circo, termina siendo la última esperanza de estos tiempos. Y como ningún sentimiento es definitivo, como lo dije Rilke, aprovechar esos paroxismos y esos estados de felicidad se vuelve necesario, pues no todos los días se gana un Mundial, no todos los días hay razones para que tanta gente se reúna y se sienta parte de un todo. Y puede que justamente el fútbol termine siendo una excusa para volver a creer, en este caso para volver a creer en la recuperación de un país que no ha sabido sacudirse de la crisis.
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Desde el domingo en la noche las calles de Buenos Aires han estado plagadas de gente vistiendo o revoleando la camiseta de la selección, cantando y abrazándose por el título. Muchos trasnocharon el lunes esperando la llegada de “La Scaloneta”, y muchos vieron nacer lo que el comentarista Juan Pablo Varsky llamó “el escalonismo”. Será una semana de celebraciones, de regocijo y júbilo, de permitirse festejar, porque ya lo aprendieron desde hace décadas los argentinos con Naranjo en flor: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir”.
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