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Italia 1934: La pelota a los pies de un dictador

La Coppa del Duce, el Mundial que Benito Mussolini y el fascismo le dieron a los italianos. Nueva entrega de “Disparos a gol”, del especial de El Espectador sobre Catar 2022; la relación entre el fútbol y la política.

12 de octubre de 2022 - 10:45 p. m.
Los jugadores de la selección italiana haciendo el saludo fascista.
Los jugadores de la selección italiana haciendo el saludo fascista.
Foto: Archivo particular
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Los directivos de la selección Italiana de fútbol, decepcionados por haber perdido la organización del Mundial de 1930, se negaron a participar en el campeonato que Uruguay ganó ante los ojos de su pueblo. El dictador italiano Benito Mussolini le había encargado a su delegación traer buenas noticias de Ámsterdam, Países Bajos, cuando se realizó la votación para el primer Mundial. Sin embargo, lo único que consiguió fue una derrota difícil de asimilar para un déspota de tamañas características. El exsoldado de la Primera Guerra Mundial, de mandíbula ancha y mirada desafiante, ya se encontraba en lo más alto del poder cuando quiso utilizar el fútbol como herramienta política. Desde octubre de 1922, cuando el Rey Víctor Manuel III lo nombró Primer Ministro Italiano, Benito Mussolini había situado un régimen de terror nacionalista en su país, y deseaba celebrar la Copa Mundial de Fútbol para advertir al planeta de su poder.

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Mussolini solía fantasear, desde que fue soldado de primera línea, con ser un temible gobernador italiano, dueño de un imperio que abarcase toda Europa. Las heridas de batalla lo marcaron psicológicamente, tanto así que utilizó la experiencia de guerra para crear su partido político. A sus ideas adhirieron veteranos desilusionados, quienes sabían manejar armas y convivir con la violencia, así como ciudadanos identificados con su discurso expansionista: la construcción de una Italia tan majestuosa como el antiguo Imperio romano.

El Partido Fascista, que gobernó Italia durante la década del 30, le debe su nombre a los Fasci de Combattimento –Grupos de Combate–, redes de paramilitares vestidos de negro a las órdenes del César Divino, como era conocido también Mussolini. El dictador creía en la disciplina por encima de la libertad, en un Estado fuerte, dirigido por un solo partido, lejos del debate parlamentario, y en el uso de los medios de comunicación como canales de propaganda. En su afán de conquistar Europa, como alguna vez el Imperio romano lo hizo, decidió utilizar todos los recursos posibles para lograrlo. Así entonces, en 1932, bajo las órdenes de Mussolini, la delegación italiana presentó su candidatura para organizar la Copa Mundial de Fútbol de 1934.

Tanto Suecia como Italia ofrecieron la infraestructura necesaria para preparar el segundo Mundial. Sin embargo, los escandinavos se retiraron poco antes del Congreso de la FIFA de Zúrich, en 1932, que definió a Italia como país organizador. En la misma reunión se decidió crear un proceso de eliminatorias. Los italianos enfrentaron a la selección de Grecia para definir uno de los cupos por la zona europea. En el partido de ida, los italianos dirigidos por Vittorio Pozzo ganaron 4-0, incluyendo en su nómina titular a dos argentinos y un brasileño, nacionalizados de afán según las órdenes de Mussolini. El partido de vuelta nunca se jugó.

Antes de iniciar la Copa del Mundo de Italia, en 1934, la competencia ya contaba con dos ausencias importantes: Uruguay e Inglaterra. Los sudamericanos se negaron a participar, devolviendo honores a Italia. Además, estaban en contra de la dictadura fascista en el país sede. Por su parte, los británicos, inventores del fútbol, rechazaron las competencias FIFA hasta 1950.

La Coppa del Duce

El Mundial de 1934 fue un acto para enaltecer y mostrar los logros del fascismo en Italia. En las principales ciudades se colgaron carteles que anunciaban el Campionato Mondiale di Calcio –Campeonato Mundial de Fútbol–. La propaganda mostraba un jugador de la selección nacional, en plano contrapicado, realizando el saludo romano: el cuerpo humano rígido con dosis de disciplina militar, con el brazo derecho extendido por encima del hombro. El deportista, de camiseta azul y rasgos caucásicos, estaba acompañado de un balón dorado también. Los carteles, además, anunciaron un fenómeno que se repetiría durante todo el torneo.

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El partido inaugural de los anfitriones, el 27 de mayo, fue un show marcial por parte de los dirigidos por Vittorio Pozzo. Antes de comenzar el encuentro frente a Estados Unidos, todos los jugadores italianos realizaron el saludo romano en una fila que parecía más bien un escuadrón del ejército. Benito Mussolini estaba en lo más alto de la grada, acompañado de militares de camisetas negras, viendo como sus jugadores le rendían pleitesía. El partido se jugó en el Estadio Nacional del Partido Nacional Fascista, y ese día los locales arrollaron al combinado norteamericano con marcador de 7 a 1.

La selección de Italia llegó a la final del Mundial repartiendo patadas y amenazas. En los cuartos de final, derrotaron a España en dos partidos. En el primero, igualaron 1 a 1, en uno de los encuentros más violentos de la historia de los mundiales, dejando un saldo de 11 lesionados en total –aún no se aparecía el inventor de las tarjetas amarillas y rojas–. Al día siguiente, jugaron el desempate, solo que España no contó con siete de sus titulares por cansancio o golpes de gravedad. Entre los ausentes se destacaba el legendario arquero Ricardo el Divino Zamora, a quien los futbolistas italianos le habían roto dos costillas.

Luego, en las semifinales, los anfitriones se midieron contra la selección de Austria. Los asistentes al estadio San Siro fueron testigos, como en todos los escenarios, de un nuevo acto fascista antes del pitazo inicial. Los jugadores locales realizaron con orgullo el saludo romano ante la desafiante mirada de Benito Mussolini. En cancha fue victoria tana por la mínima diferencia. Enrique Guaita marcó la única anotación aquella vez, cuya jugada fue calificada como falta por los austriacos, y que el árbitro no vio (o no quiso ver por su seguridad).

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Vittorio Pozzo fue uno de los primeros técnicos en implementar las concentraciones antes de los partidos importantes. Días antes de la final, en compañía de sus dirigidos, recibió un telegrama del mismo Benito Mussolini que decía: “Vencer o morir”. Con tal amenaza, la selección italiana no tenía más opciones que ganar la gran final. Luis Monti, uno de los argentinos nacionalizados por Italia para el Mundial, ya había pasado por un caso similar cuatro años antes: “En 1930, en Uruguay, me querían matar si ganaba, y en Italia, cuatro años más tarde, si perdía”.

La gran final se jugó en el Estadio Nacional del Partido Nacional Fascista, el 10 de junio ante la mirada de 50.000 espectadores. Se enfrentaban los locales contra el sorpresivo seleccionado de Checoslovaquia. Esta vez, los italianos no fueron los únicos en realizar el saludo romano, también, el árbitro Iván Eklid alzó el brazo rindiendo honores a Mussolini, quien usó su uniforme militar. Al término del primer tiempo, ninguno de los dos equipos pudo vulnerar al rival.

Después, en el entretiempo, el dictador Benito Mussolini se levantó de su silla para entrar en el vestuario italiano. Allí regañó a Luis Monti como si fuese un soldado raso. El futbolista había cometido una falta clara en el área que el árbitro no quiso sancionar. Mussolini le había ordenado al juez “colaborar con la causa” hasta donde el reglamento lo permitiera, así que le advirtió al jugador de la Juventus disimular tal ayuda arbitral. Después de esto, regresó a su palco de honor para ver el segundo tiempo.

Los dirigidos por Vittorio Pozzo se vieron sorprendidos por un gol de Antonín Puč al minuto 71′, el cual silenció el estadio repleto de tifosis di calcio –fanáticos de fútbol–. Sin embargo, Raimundo Orsi logró el empate diez minutos después y Angelo Schiavio logró la ventaja en la prórroga. Los asistentes al estadio celebraron la Copa del Mundo como si fuese una victoria de guerra; luego, en la ceremonia de premiación, los futbolistas campeones fueron citados en el medio del campo, donde levantaron la copa dorada que Uruguay había ganado cuatro años antes.

Al final, el más feliz de todos fue Benito Mussolini. El dictador empezó a conquistar el mundo desde el deporte, como él mismo lo planeó. Ante tal hazaña, la FIFA le entregó una recompensa curiosa: La Coppa del Duce, un trofeo dorado seis veces más grande que la misma Copa del Mundo. El César Divino levantó su premio como si estuviera en el Coliseo Romano, portando armaduras de bronce y una corona triunfal dorada. Mussolini fue entonces, en un campo de fútbol, rodeado de ciudadanos italianos, el emperador que siempre había querido ser. Para su infortunio, esa pudo ser la victoria más importante de su dictadura, pues el único país que derrotó fue el suyo y no estuvo ni cerca de conquistar algún continente. Una década después, el día de su peor humillación, nadie tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, pues yacía fusilado y colgado por los pies en la Plaza de Loreto, en Milán. El dictador fue engañado y capturado por la Resistencia Italiana, un grupo que vengó sus crímenes de guerra poniéndolo a los pies de un pueblo avasallado.

*Capítulo del libro Disparos a Gol

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Por Jhoan Sebastian Cote

Comunicador social con énfasis en periodismo y producción radiofónica de la Pontificia Universidad Javeriana. Formación como periodista judicial, con habilidades en cultura, deportes e historia. Creador de pódcast, periodismo narrativo y actualidad noticiosa.@SebasCote95jcote@elespectador.com

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