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Pompilio Páez es el séptimo de ocho hermanos. Se crió en Pereira jugando “trompo, canicas, fusilamiento, lleva, guerras libertadores y escondidijo”. Iba a ver jugar fútbol aficionado a sus primos y alguno de ellos le regaló un día un balón. “La pelota es el juguete más perfecto: el que no sepa, al menos le da una patada, es mágica. Así me enamoré del fútbol, deporte en el que estoy metido hace más de 30 años”, asegura Pompilio, padre de dos hijas, casado.
Páez, apolítico y tradicionalista, asumió el cargo de técnico hace unos meses, tras la ida de Juan Carlos Osorio al Pachuca de México, y hoy contra Júnior ya disputará la final del Clausura. Al frente de Once Caldas, el archirrival del Deportivo Pereira, en el que debutó y del que es hincha.
Se estrenó en el Deportivo Pereira a los 19 años. Sólo corría, literalmente, en ese tiempo. Después de los entrenamientos tenía que llegar a los laboratorios de la Universidad Tecnológica para asistir a sus clases de electrónica. “Soy muy bueno para las matemáticas y la estadística. Pero me tocó salirme en tercer semestre porque el tiempo no me daba”, recuerda. Le gustaba mucho la computación, por la que conoció en un curso de un año a su actual esposa, Salomé, madre de sus dos hijas, de 25 y 23 años. Estudió, además, electrónica en el Sena y motores en el Instituto Técnico Superior. Pero… “primero el fútbol, pensé”.
Disfrutaba mucho de esos días como jugador. Reía tanto como jugaba. “A Gentil Serpa y a otro compañero los llamábamos las urracas parlanchinas: contaban chistes, tocaban música en los entrenamientos. Había un argentino engreído, El Cacho Quiroga, que decía que tenía un grupo de fans que le mandaban cosas, pero descubrimos que él mismo se las enviaba. El Chiqui Aguirre tomaba todo el tiempo jugo de naranja con ajo y olía a demonio. Uno la pasaba muy bueno con esas historias que pasan dentro del fútbol”, dice entre esa risa gruesa.
Se convirtió en el jugador que más vistió la camiseta del Pereira, equipo al que nunca pudo sacar campeón. Una vez quedaron de últimos en el torneo y Páez, el capitán, presentó su carta de renuncia, antes de la negativa del presidente. Pasó al América de Cali de Álex Escobar, El Niche Guerrero, Álvaro Aponte. Pero se lesionó en un entrenamiento cuando un juvenil de las reservas casó una de sus piernas.
A los ocho meses de haber sido contratado por América, lo fichó el Quindío dirigido por Fernando El Pecoso Castro, en 1989. Óscar Washington Tabárez, entonces técnico del Cali, lo había pedido para sus filas, pero “América no quiso dejarme ir”. Se encontró en el equipo de Armenia con Jorge El Patrón Bermúdez, que en esa época hacía sus primeros pinos como futbolista.
“Un día contra el Medellín, El Saltarín García, como de 1,60 metros, le ganó todos los cabezazos a Jorge en el primer tiempo. Pecoso lo sacó y lo gritó tanto que lo hizo llorar. Con Bermúdez tengo muy buena relación, muy profesional”, recuerda el férreo volante de contención, quien jugó 450 partidos en el fútbol colombiano y fue expulsado cinco veces, tres de ellas por alegar con el árbitro.
Su escuela fue la calle, como él mismo dice, jugando con la gallada de la cuadra. Como técnico dirigió una selección sub-23 de Risaralda, fue asistente de Óscar Quintabani (compañero suyo en el Pereira) en Tuluá, y luego en el Deportivo Quito, de Ecuador, donde le aprendió al colombo-argentino a hacer asados y a comer pizza con coca cola. Fue técnico en propiedad del Tuluá y también del Herediano costarricense, en el que jugaba Paulo César Wanchope. Pero sus mayores logros, hasta el momento, los ha conseguido como asistente técnico de Juan Carlos Osorio.
“Es mi amigo, mi hermano”
A Juan Carlos lo conoció hace 30 años, en un torneo intercolegiado en el que le tocó marcarlo. Páez vivía en el barrio Centenario y Osorio en La Victoria, separados por cuatro cuadras. El primero vestía a la moda, con pantalones bota campana y se negaba a cortarse su bigote. El segundo, elegante volante mixto, parecía ser contestatario, exhibía con orgullo su arete y sus camisas de colores y coleccionaba camisetas de equipos de fútbol.
Ambos, eso sí, tenían el pelo largo, se encontraban en el paradero de bus para irse a los entrenamientos cuando ya jugaban en las selecciones juveniles de Risaralda. Sólo hablaban de fútbol; el baile y los enamoramientos pasaron a un segundo plano cuando los dos ingresaron a las divisiones menores del Deportivo Pereira. En el primer equipo, Páez vistió más de 300 veces esa camiseta. Osorio no aguantó la falta de continuidad y se marchó a Estados Unidos. “Igualmente seguíamos hablando. Cuando volvía, me visitaba. Me daba risa porque traía unas camisetas de bolas, coloridas, y calzando un zapato azul y otro rojo. Era loco. Siempre quiso ser distinto. Por eso es el mejor técnico colombiano”, asegura.
Osorio le propuso que fuera su asistente técnico en Millonarios, en 2006 (cuando Páez decidió afeitarse definitivamente el mostacho). “Millos es un equipo grande, con una hinchada muy noble. Por eso aceptamos el reto, lástima que Osorio no pudo continuar y se fue otra vez para la MLS. Sin mí, porque nunca pude aprender inglés, entonces me tocó quedarme”, asegura Páez.
En 2010 el destino los volvió a unir en Once Caldas. Juntos, consiguieron el título del Clausura 2010 y realizaron excelentes participaciones en la Copa Libertadores de ese año y de este. Osorio, sin embargo, fue contratado por el Puebla de México y se marchó de Manizales un día después de la última fecha de la fase regular. Páez le dice Osorio. Juan le dice Pompilio. A secas. “Él es mi amigo, mi hermano”, dice, acaso con la melancolía de las despedidas.
A Páez le tocó asumir el mando: “No he estado nervioso. Lo estaba más cuando era asistente. Yo no soy una fotocopia de Osorio. Pero él nos enseñó un camino que estoy continuando, porque la filosofía y la metodología son las mismas. Ambos queremos que este Once Caldas juegue con un 4-1-2-3, algo parecido al Barcelona”, dice. “Osorio es el mejor de Colombia, lástima que no lo tuvieron en cuenta para una selección. Él nos puede llevar al mundial”, añade.
A veces luce recio, radical, poco expresivo. Su voz gruesa, casi de ultratumba, bien podría intimidar a cualquier jugador en el camerino. Pero detrás de este entusiasta de 51 años hay una ilusión palpable por la quinta estrella. Ojalá los números y las estadísticas no le fallen en el primer duelo de hoy en el Metropolitano.