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De entrada, el boyacense Domingo Tibaduiza Reyes reconoce que su triunfo en la carrera de San Silvestre de 1977 no representó mucho cualitativamente para su brillante carrera atlética, “porque no constituyó un gran gesto técnico, pero sí me dio a conocer en la mente del aficionado ocasional y entre los conocedores del atletismo me quitó la etiqueta de buen corredor de pista para pasar a la historia como un gran corredor”. No hay duda, Tiba sigue siendo reconocido como uno de los mejores en la historia del atletismo colombiano.
Su carrera tuvo tres años brillantes: 1975, cuando fue campeón en los 5.000 metros en los Juegos Panamericanos de México, donde además finalizó tercero en los 10.000; 1978, por sus marcas nacionales en 5.000 (13:29.07) y 10.000 metros (27:53.02), aún vigentes; y 1983, cuando obtuvo plata y bronce en los Juegos Panamericanos de Caracas.
Tibaduiza, quien desde hace 37 años vive en Reno (Nevada), Estados Unidos, rememora para El Espectador su victoria del 77 en la afamada carrera de San Silvestre, por las calles de São Paulo (Brasil), en una época en que esta prueba se corría al filo de la medianoche del 31 de diciembre y el campeón se coronaba en los primeros minutos del año nuevo. Los colombianos vibraban de emoción gracias a la transmisión del evento que Jorge Barón Televisión hacía en directo.
Antesala de la carrera
“Fue un día ordinario para cumplir el ritual de un evento anticipado por años, un encuentro con el destino, pero más que nada un encuentro conmigo mismo. Fue un día del eterno duelo del fin y comienzo de un nuevo año por la supremacía de la tradicional carrera de medianoche en São Paulo. Evento grande, estrafalario, como todo lo que hacen los brasileños. La carrera de fondo más promocionada, más concurrida por atletas extranjeros. Ese año participaron 36 naciones, fácilmente se alinearon un millón de espectadores a lo largo del recorrido y era el foco de atención en el mundo del deporte por radio, TV y prensa escrita. Es el único evento que se realiza ese día festivo tan especial, a esa hora tan peculiar y en esas circunstancias de dramatismo, júbilo y orgullo nacional.
En la mañana corrí 12 kilómetros para soltar los músculos, calmar la ansiedad y predisponer el cuerpo y la mente para un gran esfuerzo. Desayuné y regresé a mi cuarto a las 9 a.m. Cada dos horas, y hasta minutos antes de la carrera, practiqué el entrenamiento mental, visualizando todo lo pertinente a la carrera y enviándome mandatos positivos: ‘Hoy voy a ganar porque me he preparado mejor que nadie y porque quiero la victoria más que nadie’. Luego disfruté de un almuerzo, y cena liviana hacia las 6 de la tarde, y a las 10 de la noche nos transportaron a la meta de salida, el edificio de A Gazeta Esportiva, dueña y organizadora del majestuoso evento. Me sentía tan relajado, tan bien dispuesto y tan seguro de lo que iba a hacer que tuve tiempo hasta de tomar una siesta fortalecedora de 20 minutos, mientras mis rivales en el autobús evaluaban cada escenario de la carrera o se aconsejaban sobre cómo enfrentar el calor infernal, la humedad tropical y los desniveles del trazado con bajadas largas a paso suicida y la famosa subida de 1.600 metros de La Consolación, la salida caótica, desbocada, donde todos codean y empujan para darse un lugar en la primera línea de carrera de los más de 4.000 corredores. Sólo los mejores fondistas locales gozan de apoyo y protección de la policía militar; el resto defiéndase y sobreviva como pueda.
Hice el calentamiento cotidiano, 40 minutos de carrera continua y una sesión corta de movilidad articular y flexibilidad, y luego fui a pelear por una buena ubicación en la línea de partida e hice el último repaso de la estrategia de carrera: correr de forma agresiva desde el primer metro, ya que no había otra opción, manteniendo un buen balance para no entrar tempranamente en débito de oxígeno, y cerrar la faena con un buen remate de velocidad si fuese necesario. Sonó el disparo de salida, las sirenas gemían, los fuegos artificiales alumbraban el cielo de esta oscura noche y era el momento de que el show empezara. Me sentía fuerte y confiado, pero era consciente de algunas limitaciones: el clima ardiente, más la humedad. Además, la carencia de asistencia en el recorrido para tomar agua ya me había jugado malas pasadas en años anteriores, llegando deshidratado a la meta, y una posible definición de carrera en los metros finales donde los africanos, los europeos y otros de América eran muy rápidos”.
La carrera
“Tomé la partida entre los primeros 20 competidores y a partir de ese instante comencé un proceso de demolición; debía cortarles las piernas y reventarles los pulmones a mis adversarios. Por eso impuse un ritmo fuerte. Los primeros tres kilómetros de los 8.600 metros del recorrido son en bajada, así que el ritmo de carrera fue fuerte, 2 minutos, 40 segundos por kilómetro de promedio. Luego, en un grupo de unos 15 aspirantes al triunfo tomamos velozmente los columpios. Estuve pendiente de todos los integrantes del grupo, pero siempre tuve en la mira a Samsom Kimombwa (Kenia), dueño del récord del mundo de los 10.000 metros; a los alemanes Karl Fleshen y Dieter Uleman, los de mejores marcas en Europa; al defensor del título, el chileno Edmundo Warnke, y al mexicano Rafael Tadeo Palomares, también ganador de la prueba y asiduo ocupante del podio de la San Silvestre. Tomábamos turnos en la punta de carrera y el grupo se reducía paulatinamente.
A los 6 kilómetros hice estallar la carrera. Entrábamos a la parte critica, la temida subida de La Consolación, y yo encabezaba el lote y abría una luz primero a los dos alemanes y al compatriota Jairo Cubillos. A medida que se empinaba la cuesta entraba yo entraba a mi terreno preferido y distanciaba cada vez más a los rivales.
De pronto comenzó a llover y la temperatura pasó a ser casi agradable, los dos últimos kilómetros de la competencia me los gocé como nunca. A unos 200 metros de la llegada alguien entre la multitud, un colombiano, lanzó un objeto que aterrizó en mi estómago y por unos segundos me sacó el aire y me hizo trastabillar. Lo sujeté con mis manos y era la bandera de la patria. Corrí con ella un centenar de pasos y luego la desdoblé y así rompí la cinta de San Silvestre 1977, arropado en el tricolor. Hoy todavía recuerdo vivamente los titulares de la primera página de la prensa nacional e internacional. El de El Espectador decía: ‘Ganó San Silvestre. Tiba… Tiba... Tiba’.
Irónicamente, había ganado con relativa facilidad la carrera con la que tanto había soñado ganar y por la que aún hoy día los colombianos mayores de 40 me recuerdan, a pesar de que en mi currículum atlético tengo hechos tanto más trascendentes como ignorados”.
La de 1977 fue la quinta victoria del atletismo colombiano en la San Silvestre. La senda triunfal la inauguró el antioqueño Álvaro Mejía en 1966. El bogotano Víctor Mora se consagró allí en 1972, 1973, 1975 y 1981. Van 36 años sin que nuestros atletas suban a lo más alto del podio.