Pep Guardiola y la “dosis emocional” que lo convirtió en técnico
Acaba de ser editada en Colombia la biografía sobre el famoso jugador y técnico español, titulada “Otra manera de ganar” (sello rocabolsillo). Fragmento.
Guillem Balagué * / Especial para El Espectador
El antiguo jugador se convierte en entrenador
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El antiguo jugador se convierte en entrenador
Como líder de un grupo de futbolistas profesionales, Pep Guardiola tenía que conciliar dos impulsos natos: por un lado, frenar su instinto de actuar y celebrar la victoria como un jugador, y por otro, aprender a tomar el mayor número de decisiones correctas —convertirse en entrenador, básicamente; aprender el oficio—. Esos eran los retos. En numerosas ocasiones, sentía envidia de sus jugadores, guarecidos en un pequeño
mundo centrado en las necesidades personales, y muy pronto advirtió que su trabajo consistía en vigilar esas pequeñas burbujas aisladas, acariciar los egos de sus pupilos y dirigir constantemente esas intenciones y esfuerzos individuales en beneficio del grupo.
Cuando anunció su retirada como futbolista por radio no había acabado de sellar por completo el gusanillo profesional. Guardiola había colgado las botas solo siete meses antes de que el FC Barcelona lo contratara para ser el entrenador del Barça B, pero cuando entró en el Miniestadi para hacerse cargo del equipo filial, supo que era primordial dejar atrás una parte fundamental de él mismo, una que no había querido matar todavía. Era consciente de que no iba a trabajar como exjugador, sino como un nuevo entrenador, y tenía que levantar una barrera para separar ambos mundos.
La diferencia de edad entre Pep y los chavales del B, que le miraban con una mezcla de admiración y temor, facilitó la transición. Al año siguiente, un futbolista del primer equipo certificó que Pep ya no era un exfutbolista, sino un entrenador, que su excompañero había pasado con éxito de vivir en un mundo pequeño a manejar una compleja cadena de mundos.
Xavi Hernández había compartido vestuario con Guardiola a finales de la década de 1990, y ya entonces presagió la transición del Pep futbolista al Pep entrenador. Con todo, Xavi era consciente de que la habilidad para interpretar un partido, algo que hacía con excelencia el Guardiola futbolista, es solo uno de los valores que se esperan de un entrenador. Xavi y Pep conversaron largo y tendido durante el mandato de Rijkaard sobre las deficiencias del equipo y las dificultades de tratar con jugadores que habían olvidado cómo comportarse profesionalmente. El centrocampista también le dijo que sería un gran entrenador. Es más, quería que Pep, con sus valores y sus ideas, regresara al equipo azulgrana.
Después de aquellas charlas, Xavi estaba convencido de que lo que el grupo necesitaba era una dosis de la medicina de Guardiola. Y el mismo Pep sabía que no era a Xavi (ni a Iniesta, ni a Valdés, ni a Puyol) a quien tendría que convencer cuando entrara en el vestuario, sino a aquellos que aún no le conocían. Estaba convencido de que lo conseguiría. Con el fin de ganárselos, Pep tuvo que actuar de forma que no dejara entrever que estaba aún aprendiendo el oficio: tenía ideas claras acerca de lo que había que hacer y confiaba en que su instinto y su experiencia como jugador le ayudarían en el proceso, pero sabía que se iba a topar con retos inesperados y nuevas lecciones.
En el vestuario, sin embargo, donde el jugador pone a prueba al entrenador continuamente, era esencial dar la impresión de que lo controlaba todo, que sabía qué hacer exactamente en todo momento, desde el primer día. La decisión de prescindir de Ronaldinho y Deco dotó a Pep de autoridad instantánea, pero fue en el día a día donde dejó realmente su huella. Por eso mismo, la primera reunión, la primera charla, debían ser cruciales.
No tardó en pedirle a Xavi Hernández que fuera a verle a su despacho, y a pesar de que el tono era similar al de las conversaciones previas que ambos habían mantenido en el pasado, algo había cambiado inevitablemente: un toque de humildad en la voz de Xavi, la sutil inclinación de cabeza. Pep era ahora
el jefe. El centrocampista acababa de ganar la Eurocopa con España y en la prensa se hablaba de su posible traspaso. Era un período difícil en su carrera futbolística y se estaba desencantando del fútbol, no solo por la carencia de títulos en las dos temporadas previas, sino por muchas otras cosas: la decepción de ver cómo se hundían jugadores con tanto talento, la falta de sinergia en el club, tantos años dedicados a una institución con enormes exigencias: un cóctel peligroso.
Xavi necesitaba escuchar los planes de Pep. No tenía intención de dejar el club, pero sabía que el Manchester United estaba pendiente de su decisión. De repente, volar a la liga inglesa se convirtió en una posibilidad atractiva. La conversación entre el jugador y el entrenador tuvo lugar en los primeros días de la pretemporada.
Xavi: Necesito saber algo, Pep, tengo que preguntarte: ¿cuentas conmigo?
Pep: ¿Qué si cuento contigo? No veo a este equipo sin ti. No creo que esto pueda funcionar sin ti.
Justo lo que quería oír. Xavi se sacó de encima las dudas, se sintió importante. Se apuntaba a la aventura. Con esa respuesta, Pep Guardiola reavivó su ilusión.
Pero el trabajo de recuperar al centrocampista no acabó ahí. Tras los raros casos de derrota o mala actuación del equipo, Xavi no podía evitar que sus sentimientos negativos afloraran en el campo de entrenamiento al día siguiente. Después de esas sesiones, mientras realizaban estiramientos, Pep se sentaba a menudo a su lado para hablar de futilidades, del tiempo, de los planes para esa noche… La clase de conversación relajada y trivial propia entre compañeros. Y de repente, cuando cabía, Guardiola adoptaba los gestos y tono propios de un entrenador y enfocaba la conversación hacia el siguiente partido, sobre qué era lo que esperaba del jugador, lo que había hecho bien, los aspectos que podía mejorar. Las secuelas que Xavi arrastraba de la derrota desaparecían y le cambiaba el humor: objetivo cumplido.
Con la llegada de Guardiola, Xavi descubrió de nuevo lo maravilloso de su profesión. El centrocampista recuperó la autoestima, y se preparó para participar en los que serían los cuatro años más felices de toda su carrera. El entrenador insistió en todo ese período en que él no era nada sin los jugadores, que eran ellos los que le ayudaban a él, pero los jugadores no tenían inconveniente en identificarlo como el líder, agradecidos de que les estuviera mostrando el camino.
Todavía quedaban muchos más, toda una plantilla, por conquistar. En la primera charla que dio al equipo en Saint Andrews, Guardiola expuso el plan general y pidió a los jugadores básicamente una cosa: que corrieran mucho, que trabajaran y entrenaran duro —Pep cree que los equipos juegan tal y como se entrenan—. Su alusión a la cultura del esfuerzo, del sacrificio, sorprendió a muchos.
Así era Pep, ¡el romántico del fútbol estaba pidiendo al Barcelona que no dejara nunca de correr! Guardiola quería implementar una versión avanzada del sistema que ya se estaba utilizando en el equipo. Quería que el guardameta iniciara las jugadas, una especie de líbero que participara en la creación y que debía acostumbrarse a tocar más el balón con los pies que con las manos. El riesgo era inmenso, pero el beneficio máximo.
«Por cierto, este punto no es negociable», remachó Pep. El guardameta Víctor Valdés exigió hablar con él de inmediato. Si el nuevo sistema no funcionaba, él iba a ser el primero en recibir el aluvión de críticas; quedaría expuesto y en la línea de fuego tanto dentro como fuera del campo, y necesitaba estar convencido. ¿Realmente era tan buena idea mover la línea defensiva hasta la línea de medio campo y pedir a los centrales y al guardameta que iniciaran las jugadas? ¿Fútbol sin una red de protección? ¿Seguro que ese era el camino adecuado? Valdés, aparentemente tímido, pero con una distintiva mezcla de descaro y franqueza que le ha hecho popular en el equipo, se sintió con valor para ir a ver a Pep unos días después de la charla en Saint Andrews. Se estaba jugando con su carrera.
Víctor Valdés: ¿Puedo hablar contigo, míster?
Pep Guardiola: Mi puerta siempre está abierta…
Valdés: Necesito hacerte una pregunta. No tengo ningún problema con tus planteamientos, pero solo si los centrales quieren el balón…
Pep: Ya me aseguraré de que quieran el balón.
Eso fue todo. Fin de la conversación. Valdés carecía de conocimientos tácticos antes de la llegada de Pep. Para el guardameta, los siguientes cuatro años equivaldrían a realizar un máster en tácticas. En esos primeros días en Escocia, Guardiola le pidió a Carles Puyol, el capitán, que fuera a verle a su habitación en el hotel de Saint Andrews. El entrenador le mostró un vídeo que sacó de partidos en México, quizá la única liga que tomaba tantos riesgos en el inicio de la jugada: «Quiero que hagas esto».
En las imágenes, diferentes centrales recibían el balón del guardameta en una posición abierta fuera del área; conectaban a continuación con los laterales y se posicionaban para recibir de nuevo el balón. Había que tocar cuando eran la última protección antes del portero. ¡Una pesadilla para los defensas! Un simple fallo podía provocar una jugada de gol, un tanto. Puyol había empezado su carrera como extremo derecho, pero acabó jugando de lateral porque su habilidad era limitada. Una vez, incluso estuvo a punto de ser traspasado al Málaga cuando Louis Van Gaal era el técnico del Barcelona, pero una lesión del defensa Winston Bogarde le mantuvo en el club. Ahora, con treinta años, le pedían que cambiara su juego, que tomara riesgos.
Pep avisó a Puyol: «Si no haces lo que necesito, no jugarás en mi equipo». Probablemente el aviso de Pep fuera innecesario, pero era un indicio de cuáles eran sus prioridades. Puyol aceptó el reto, y lo mismo hizo Iniesta. «Cuando me enteré de que Pep iba a ser el entrenador, me entusiasmé —confiesa Iniesta—. Era mi héroe. Sabía que iba a suceder algo importante.»
Los beneficios derivados de que Pep hubiera sido un jugador destacado pudieron constatarse de inmediato. Entrenar frente a la vieja Masía, cerca del Camp Nou, frente a periodistas y aficionados, con cámaras recogiendo pequeños debates o discusiones de los futbolistas, no era la situación ideal. Así que Guardiola, que había participado en el diseño de las nuevas instalaciones en Sant Joan Despí, a escasos kilómetros de distancia, presionó para que el primer equipo se trasladara allí tan pronto como fuera posible.
El campo de entrenamiento se convirtió de ese modo en una fortaleza donde el equipo podía entrenar, relajarse, comer, descansar y recuperarse de forma aislada, lejos de las miradas curiosas. Los futbolistas, rodeados de profesionales dedicados íntegramente a cuidar de ellos, valoraban esas capas de protección,
así como el resto de detalles que fueron viendo y que solo un exjugador profesional podía prever.
Poder quedarse en casa los días que jugaban en Barcelona hasta las horas previas al partido, o viajar el mismo día del encuentro, evitando los hoteles de turno y las separaciones abruptas de la vida familiar, fueron otras de las novedades que los futbolistas recibieron encantados. Pep creía que no había necesidad de pensar en el fútbol cada minuto del día, y que si los jugadores podían cenar con sus familias en la víspera, podrían incluso olvidarse durante unas horas de que al día siguiente había un partido que disputar; consideraba que conectarse con sus obligaciones profesionales unas pocas horas antes del inicio del
encuentro era más que suficiente.
Poco a poco, se fue alejando también a la prensa, reduciendo las entrevistas individuales a los jugadores, por ejemplo, o prohibiéndolas por completo durante largos periodos. Cualquier cosa con tal de mantener al grupo protegido; no necesariamente aislado, pero cómodo, arropado en su unidad. Pep quería mimarlos, cuidarlos, aunque no controlarlos. A él le habían negado esa clase de protección una vez, cuando tuvo que
batallar en solitario para limpiar su nombre de las acusaciones de dopaje, y eso le dejó indelebles secuelas.
Pep sabía que Deco y Ronaldinho habían sido menos profesionales de lo que debían, que se habían olvidado de las obligaciones y exigencias que acompañan a un futbolista de élite, y que la plantilla había sufrido, experimentado o compartido más de un mal hábito. Para encauzar al grupo Pep fijó una serie de pautas, como vigilar de cerca los hábitos alimentarios, los horarios y la preparación física de sus jugadores. La mayoría de los miembros del equipo eran futbolistas de físico liviano, así que requerían una atención especial. Todo tipo de atención.
Y si era necesario, y tan a menudo como lo exigiera el guion, Pep estaba dispuesto incluso a cambiar de identidad, de papel; a pasar de ser entrenador a hermano, amigo, madre… De hecho, es la dosis emocional invertida en sus jugadores lo que distingue a Pep de la mayoría de entrenadores. José Mourinho o sir Alex Ferguson, por ejemplo, gustan de conocer a la familia o a las parejas de sus jugadores para averiguar más
detalles sobre ellos. Pero allá donde el técnico luso invitaba a sus futbolistas más influyentes junto con sus familias a cenas privadas donde se servía abundante cantidad de vino básicamente para descubrir, «casualmente», si un hijo había estado enfermo y si una esposa estaba descontenta con su nueva casa, Guardiola establecía una línea incluso más difusa entre la relación personal y la profesional. Pep sabía que no podía tratar a un jugador de dieciocho o diecinueve años igual que a una superestrella, y mientras podía llamar a los más jóvenes para charlar de tú a tú en su despacho cuando sentía la necesidad de hacerlo, a las estrellas, si era preciso, se las llevaba a comer.
* Se pública con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello rocabolsillo. Traducción del catalán de Iolanda Rabascall. Nacido en Barcelona, Guillem Balagué trabaja en Sky Sports donde cubre toda la información del fútbol de España. Es el corresponsal del diario As y de Onda Cero en Gran Bretaña. Sus columnas también aparecen en The Telegraph, Bleacher Report y Champions Magazine. Anteriormente trabajó para Marca, The Times, The Observer, Talk Sport, BBC, Cadena SER y en World Soccer.